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Reflexiones de una cristiana casada

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Las cosas del querer / Un blog de Mari Patxi Ayerra, que trata sobre la vida, la familia, la pareja, los amigos, Dios…

En este momento me gustaría ser escritora para poder explicar bien todo aquello de lo que soy “vividora” apasionada. Y es que estoy encantada de que me hayan pedido que escriba de sexualidad y, nada menos que para una revista de teología, con lo cercanos que están, para mí, estos dos temas, el de Dios y el de los hombres en comunicación, cuerpo a cuerpo.

Recuerdo unos ejercicios espirituales, hace ya unos cuantos veranos, en los que, al hacer un propósito serio de volver a mi casa más decidida a querer de verdad, más contagiada por el Espíritu de Dios, me descubrí diferente, como si me hubiera cambiado el corazón de piedra, ese teórico y espiritualista que se inventa cosas para escaparse, en un corazón de carne que ama hasta el extremo, que se entrega sin quedarse nada para sí mismo y que no se contenta con palabras sino que se traduce en hechos, en caricias, en abrazos.

Y mientras escribo, quiero recrearme en alabar a Dios por este cuerpo de mujer que me ha dado, capaz de querer, de abrazar, de acoger, de entusiasmar, de mimar, de seducir, de acariciar, de recrear, de sentirse atraído por el cuerpo del hombre y gozar de él las mismas maravillas.

Y es que realmente pienso que Dios nos ha hecho mágicos, atractivos, bellos, acogedores, capaces de juego y que es El quien nos invita a vivir con total intensidad cada minuto de nuestra vida y quien nos ha dotado de este cuerpo para comunicarnos con los otros, para amar hasta el extremo, para gozar con los cinco sentidos. Porque es así como hay que vivir la sexualidad, gozando del sabor, del olor, del calor, del rumor y de la belleza del cuerpo del otro que goza al unísono con el nuestro y que saca de nosotros la ternura, la delicadeza, la belleza y tantas cualidades que sólo brotan en la intimidad del amor.

Yo creo que cuando vamos dejando a Dios que nos invada, que nos plenifique, va llenando todos nuestros huecos, va magnificando todas nuestras acciones y nos hace más creativos en el trabajo, más fraternos en la relación, más sensibles al mundo de los otros, más empáticos con el diferente, más místicos en la oración, más comunicativos con nuestro cuerpo, más alegres y más festivos en definitiva.

Y ya que han corrido ríos de tinta sobre los “bajos instintos”, yo hoy, desde aquí, quiero romper una lanza por los “instintos básicos”, por esa atracción que sentimos las personas unas por otras, por el placer de sentirse envuelto por el otro, por la posibilidad de, sin palabras, decirse “te quiero”, “me gustas”, “te necesito”, “tú me haces sentirme único”… esa capacidad de ser seducido y seducir, de descubrir y redescubrir cada día la belleza del cuerpo del otro, de emanar y respirar ternura, de aspirar la magia del abrazo común.

También está esa misteriosa sabiduría del cuerpo que hace que en los malos momentos cuando se está alejado, cerrado en una idea, enfadado o molesto, a una distancia mental infinita, quizás durmiendo juntos pero con un muro imaginario entre los dos, surge un roce, “un pié que se escapa”, una mano incontrolada que abraza, bien por hábito o bien por amor… y que invita al perdón, a la disculpa, a la reconciliación al volver a empezar de nuevo, al diálogo. Es como si nuestro cuerpo se dejara llevar del corazón más que de la cabeza, aunque racionalmente todavía no estemos dispuestos a rendir las armas, a creer en el otro…

Quizás estoy poniendo demasiada poesía o estoy contando sólo la parte bonita de la sexualidad. No quiero olvidar lo difícil del acople de los cuerpos, la frecuente inoportunidad o precipitación masculina, tanto como la falta de implicación femenina, fruto de una inadecuada formación o de un exceso de “moralina” que ha envuelto nuestra comunicación corporal y la ha convertido en zona oscura y pecaminosa. Pienso también en su extremo contrario, la sexualidad vivida sólo desde la genitalidad; esa fuerza del deseo que nada tiene que ver con la comunicación entre las personas y que se ofrece a los jóvenes como la panacea de la felicidad y que es la sexualidad que nos llega a domicilio, en la mayoría de las películas, que tiene más de deportivo e incontrolable que de encuentro y comunicación entre dos personas.

Es cierto que en algunas parejas la comunicación sexual es difícil. O más bien le falta la primera cualidad, la de la comunicación, y la sexualidad se vive como algo que los dos saben muy bien que no marcha, pero de lo que ambos procuran no hablar nunca, salvo en plan jocoso. Por desgracia es muy frecuente entre matrimonios comentar de manera aparentemente trivial de “la prisa de uno y la lentitud de otro”, sin profundizar a fondo la necesidad que hay de comunicación, de hablarlo todo, de comentar cada caricia o cada ausencia de caricia, lo que invade y lo que agrada, lo que se toma al asalto y lo que se regala, lo que necesita más tiempo y ternura y los detalles que habría que cuidar en el amor.

Me preocupa comprobar que, en la educación de la sexualidad, los hijos no aprenden sino que imitan y si imitan lo que ven en la tele o en el cine, lo tienen difícil: desgarros de ropa, urgencias amorosas, pasiones irracionales, posturas gimnásticas, botones que saltan por los aires…Y mientras que en las familias las broncas matrimoniales suelen ser públicas, (demasiado públicas a veces, con el consiguiente trauma que acarrean), en cambio, el amor, la ternura, una cierta complicidad sexual, suele ser tan privada, tan oculta a los ojos de los hijos que éstos ni la intuyen. Y hasta es frecuente oírles decir: “mis padres han hecho el amor tres veces, porque somos tres hermanos…”.Creo que pecamos de no ser un poco más tiernos, de no agarrarnos de la mano en su presencia, de no acurrucarnos en el sillón, de no cerrar la puerta del dormitorio “para que no piensen…”, de tantos otros detalles importantes.

Me sorprenden esos besos jóvenes de enamorados que duran varias estaciones de metro, pero me sorprenden mucho más desagradablemente esas parejas ya maduras, con cara de aburrimiento, de monotonía y de no tener nada que decirse…Y es que el hastío de los que con los años no han sabido ir poniendo un poco de gracia e interés en la comunicación y en la seducción me parece peor que el deseo incontrolado y sin intimidad de esos jóvenes.

Creo, en cambio, que cuando van pasando los años y se va dilatando el cuerpo, al tiempo que irrumpen las celulitis, las arrugas y los surcos, como huella de la vida en nuestro cuerpo, se va adquiriendo una sensibilidad sexual, una especie de exquisitez para el amor, de conocer cada rincón del cuerpo del otro, de quererlo con ternura, y de saber darse gusto mutuamente.

Dicen que los hombres en el amor dan ternura a cambio de sexo y las mujeres, al contrario, dan sexo para recibir ternura… Ojalá vayamos educando y educándonos para que unos y otros sepamos disfrutar de ambas cosas, pero todavía somos inexpertos y a veces hay mucho dolor en las relaciones, mucho desconocimiento del propio cuerpo y del de el otro, muchas cosas por hablar, y poco tiempo para vivir la sexualidad con serenidad, con calma, con poesía. Los años de vida en común, de relación hombre y mujer, tendrían que irnos haciendo a cada uno más persona porque el hombre aprende y desarrolla su parte femenina (ternura, delicadeza, estética, sensibilidad…) y la mujer, en cambio, en su trato con el hombre, deja brotar en ella su parte masculina (eficacia, racionalización, objetividad…)

Y si Dios nos ha hecho capaces de juego amoroso, cuanto más despaciosos y creativos seamos, cuanto más expertos en el cuerpo del otro, más plena haremos nuestra relación, más gozosa y comunicativa, más llena de calidad, aunque en el tema de la sexualidad, desgraciadamente, siempre se presume de cantidad, que es la medida de juventud que se utiliza hoy en sociedad. (En un reciente programa de televisión decía orgulloso un joven de 26 años que se había acostado con 1.600 mujeres… Y encima había tenido el “detalle” de anotarlas).

Mientras escribo todo esto, pienso que los lectores de esta revista suelen ser célibes y que posiblemente no les va a interesar para nada mi explicación. Y, sin embargo, en este tema tenemos en común bastante más de lo que puede parecer a primera vista. Porque yo vivo mi relación sexual con mi marido, pero que con los demás hombres del planeta es como si tuviera “voto de castidad”, y eso no me quita para que me relacione con ellos como mujer, con este cuerpo que Dios me ha dado, y pueda mirar a los ojos, abrazar, acoger y comunicar mi cercanía y mi cariño… Cuando alguna vez me ha saludado un sacerdote con la mirada baja, sin mirarme a la cara, dándome la mano sin fuerza, como sin querer rozarme, con su gesto me ha hecho sentirme “oscuro objeto del deseo”… Y también me suele disgustar, como mujer contenta de serlo, esas religiosas que quieren esconder su cuerpo femenino en ropas que les hacen especialmente antiestéticas y hombrunas y, quizás con el fin de no despertar deseo, lo que despiertan es rechazo o desagrado.

Por otro lado, hay demasiados célibes, aparentemente asexuados, los que se erigen en consejeros de la sexualidad de muchas personas y me asusta encontrar gente culpabilizada, que se cree alejada de Dios porque de alguna manera le están transmitiendo que el cuerpo y El son irreconciliables. Cuando lo que habría que recordar es que El mismo es el artífice de esta piel nuestra y que es el instrumento que nos ha dado para amar, lo mismo con el trabajo, la palabra, la mente, la sonrisa, la mirada, la caricia o el abrazo.

Porque experimentar a Dios como liberador, tendría que descargarnos de antiguos tabúes, de rechazos irracionales hacia el propio cuerpo y reconocer como viniendo de El la atracción que sentimos por el cuerpo del otro y la invitación a la contemplación y al gozo, a vivir en plenitud el aquí y el ahora de cada encuentro y de cada relación, sea laboral, espiritual o corporal.

Tengo que decir que me resulta terrible leer en las vidas de santos casados que “en cuanto se pusieron a ser santos” renunciaron a su vida sexual. Me parece sencillamente incomprensible que la sexualidad dentro del matrimonio pueda ser experimentada como un obstáculo para la apertura radical a Dios. Y algo de eso me parece que hay en gente cristiana que he ido encontrando en el camino de la vida, mujeres y hombres “resecos” que viven su relación sexual como el tributo que tienen que soportar, como “el débito conyugal”, como el ejercicio gimnástico inevitable, pero que no se entregan, no se implican, no aman, no gozan. Se diría que el ocuparse de cosas transcendentes es la causa de que se les escapan los pequeños detalles, las pequeñas manifestaciones de ternura de la vida. Aunque luego sean algunos de ellos los teóricos del amor, y tengan mucho éxito de público y prensa a través de sus conferencias o sus libros.

Yo creo que cuando al caer de la vida se nos examine del Amor, se nos pedirá cuenta de la ternura que no hemos dado a nuestra pareja, de los besos que no hemos dado, de las posibilidades de comunicación de nuestra corporalidad a las que no hemos sacado partido en nuestra vida sexual. Y también, y esto nos implica a todos, casados o célibes, de los apretones de manos que hemos reprimido, de las veces alguien se ha ido de nuestro lado sin nuestro abrazo de amigo, por pudor o por considerarlo “impropio” o “innecesario”. Y nos recordarán los nombres de los enfermos, amigos, caídos, deprimidos, compañeros y marginados a los que hemos ayudado sin acariciar, a quienes hemos solucionado problemas sin darles nuestra cercanía, a quienes hemos dado cosas sin darnos a nosotros mismos, sin mirarles a los ojos, sin ser contemplativos hacia su persona, sino sólo hacia “su caso”.

No sé si esto sólo son un montón de ideas y vivencias desordenadas. Decididamente no soy escritora, pero ahí van retazos de una vida y que el lector ordene y entresaque lo que le convenga.

Yo estoy aprovechándolo ya para celebrar desde aquí mi ser mujer, el regalo que me ha hecho Dios de embarazarme tres veces y de convivir con el alma y el cuerpo de “mis cuatro hombres”, aunque muchas veces sienta soledad por las diferencias de comunicación entre ellos y yo. No sé si estará mal decirlo, pero siento yo que mis hijos se van a perder en la vida la “sensación de creación” de formar un hijo en sus adentros.

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