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La hoja de parra de Pedro Sánchez

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Por José Ignacio Moreno Gómez para elmunicipio.es

La perspicacia del líder socialista es de un alcance tan corto como liviano y carente de lustre se nos suele mostrar su bagaje intelectual. La propuesta de Estado federal con la que pretende solucionar la, empestillada por siglos, cuestión catalana tiene las precarias dimensiones de una hoja de parra para cubrir unos asuntos que poseen un más abultado y sicalíptico calibre.

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El alma catalana y el alma castellana – a la que se identifica con la matriz española – no han congeniado secularmente; e incomprensiones, recelos e indiferencia hacia la otra, han existido por ambas partes. Pero si en una región han predominado las tendencias particularistas y en la otra han prevalecido tensiones más integradoras, quizá se deba más a circunstancias históricas que a raciales y congénitas predisposiciones de sus respectivos habitantes. Recordemos que Carlos de Gante acabó bien pronto, y casi de raíz, con el particularismo castellano, que también lo hubo.

El sentimiento particularista, como ya señalaba Ortega y Gasset con ocasión de otro frustrado intento de dar encaje legal a la llamada cuestión catalana, es un sentimiento oscilante, con crestas, coincidentes con épocas como la actual, donde el proyecto nacional muestra un pulso débil, y con nodos, o incluso vientres, cuando soplan aires de bonanza y existe la sugestión de una prometedora empresa común. Y, en cualquier caso, no teniendo solución radical y definitiva hay que aprender a convivir con él. Por encima de todo, conviene no olvidar que, si de sentimientos se trata, como a tales sentimientos habrá que tratarlos: vigilándolos, controlándolos, dando cauce a su expresión, pero sin dejarse nunca embriagar por los turbadores efluvios que de ellos emanan. Menos aún deberán hacerlo aquellos a quienes se les encarga la misión de guiar al pueblo por caminos de racionalidad y de solidaridad creciente en esta inacabable batalla del Logos contra el Pathos.

Los catalanes, los vascos y cualquier otro que sienta la llamada de la personalidad de su región, deberá entender, como explicaba D. Miguel de Unamuno, que la denominada personalidad de las regiones -que es en gran parte, como el de la raza, no más que un mito sentimental- se cumple y perfecciona mejor en la unidad política de una gran nación, como la española, dotada además de un instrumento de comunicación tan importante como una lengua internacional que hablan casi quinientos millones de personas en el planeta.

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Volviendo a la propuesta de D. Pedro Sánchez, debemos recordar que ya tuvimos una experiencia federal en 1873 y que terminó en el desastre del cantonalismo. Pues, dada nuestra historia, a lo que aquí se llama federar es justo a lo contrario de la idea federal. No se trata de unir lo que estaba separado, sino de separar lo que estaba, mal que bien, unido. Gran parte de la población sabe perfectamente, por la experiencia cotidiana, lo que significan los lazos geográficos, históricos y económicos; las ventajas de un gran mercado y de una gran nación, administrada por un Estado de cimientos sólidos. Y sólo se decidirían por la tentación separatista cuando la opresión, los roces o las sugestiones que les presentasen los embaucadores en momentos críticos hicieran que la vida en común se les representara como una situación insoportable. Mientras tanto, las tensiones entre los afectos y apegos más particulares y las exigencias de la vida en común continuarían latentes, pero serían perfectamente llevaderas.

Los Estados Unidos de Norteamérica nacieron como una federación de Estados constituidos bajo una llamada ley de “Unión Perpetua”. Era un proyecto de futuro, y “sin marcha atrás”, de unos Estados que se comprometían a vivir juntos sin que se contemplase el derecho futuro a la secesión. En España, nuestra común nación, llevamos muchos siglos de convivencia. Plantear un estado federal, como quiere Pedro Sánchez, sería emprender un proceso a la inversa; sería el primer paso para reconocer distintas naciones en nuestra patria (Rodríguez Zapatero ya cometió ese pecado), una soberanía fragmentada, derecho de autodeterminación de los entes federados y, final y consecuentemente, derecho de esas naciones a proclamar su independencia.

El problema ontológico de nuestro ser constitutivo es si una nación hecha por la Historia es una simple sociedad mercantil cuyo contrato pueda rescindirse a instancia de una parte, o de las dos, o es, más bien, como un cuerpo del que no podemos arrancar ningún órgano sin poner en riesgo la vida del organismo entero.

Ni siquiera la “voluntad de la nación”, o de su mayoría, debe ser un ídolo ante el cual postrarnos humildemente. Por el contrario, la misión histórica de los dirigentes políticos auténticamente nacionales habría de consistir, sobre todo, en revolucionar y en ayudar a formar la voluntad de la nación, como hacen los que, con ventaja, utilizan recursos del Estado de todos para llevar a la conciencia de las gentes ideas y sentimientos hostiles al ideal de unidad. Pues con la «verdadera» voluntad de la nación sucede que parece casi imposible encontrarla, ni distinguir en ella lo verdadero de lo falso. En apariencia, el principio de democracia proporciona un medio para distinguir la auténtica voluntad popular, determinada por la opinión de la mayoría. Pero hay que desenmascarar sin complejos a este cliché metafísico: la democracia es un ideal a alcanzar, que debe, para hacerse más auténtica, diferenciarse de la idolatría bobalicona por sufragios y urnas. A veces el plebiscito de un pueblo se expresa lentamente a través de los siglos y de la historia. Y lo hace de un modo mucho más auténtico, sereno y profundo que cuando el espacio que media entre los problemas cuya solución se someten al dictamen popular y la decisión que finalmente adopta el pueblo, convocado a dar su voto, es rellenado con la machacona propaganda de los económicamente poderosos y con las artes manipuladoras en las que nuestra caterva de trileros y ventrílocuos muestra tan altos grados de profesionalidad.

De D. Pedro Sánchez no se sabe que resulta más hiriente y provocador al sentimiento de decoro y al pudor de un espíritu medianamente sensible: si cuando hace un grosero despliegue de una desmesurada bandera nacional a modo de telón de fondo en alguno de sus mítines, o cuando nos exhibe la levedad y escasez de esa hoja de parra con la que apenas disimula su desnudez de ideas ante el reto apremiante de recuperar un proyecto de calado, enérgico e ilusionante para España.

José Ignacio Moreno Gómez

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