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Los exorcismos de Carlos II «El Hechizado»

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CarlosII
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Por José María Zavala

El médico forense fue incapaz de disimular su estupor mientras practicaba la autopsia al cadáver de Carlos II «el Hechizado», el último rey de la dinastía de los Austrias que murió sin descendencia. En la morgue del antiguo Alcázar de Madrid, aquel cuerpo inerte de tan sólo 38 abriles parecía en verdad octogenario, tan vampirizado como estaba. Tras abrirlo en canal, el galeno comprobó estupefacto que en su interior «no había una sola gota de sangre», según hizo constar luego de su puño y letra en el informe preceptivo. Sólo la monumental cabeza sin corona estaba repleta de agua, como consecuencia de la hidrocefalia. Acto seguido, el médico extrajo del cuerpo el corazón «del tamaño de un grano de pimienta», en sus propias palabras, y verificó que los pulmones «estaban corroídos» y «los intestinos, putrefactos y gangrenados». Para colmo, observó que el muerto tenía «un solo testículo negro como el carbón»… ¿Qué sucedió en realidad para que la madre naturaleza, o el mismísimo diablo, se hubiesen conjurado de forma tan cruel y despiadada contra aquel despojo humano que horas antes agonizaba en el lecho de muerte como ningún otro rey de España lo hizo jamás, que la memoria alcance a recordar?

Piltrafa humana

¿Quién iba a decirme si no que sería capaz de localizar siglos después el proceso judicial contra el fraile dominico Froilán Díaz, confesor de Carlos II, instruido bajo presión de la recelosa reina viuda Mariana de Neoburgo? Aludimos a una fuente histórica de primera magnitud tan desconocida como deslumbrante, gracias a la cual estamos en condiciones de revelar hoy los auténticos males que aquejaron al infortunado monarca y que segaron de forma tan inmisericorde su vida dando paso, tras una larga y cruenta guerra de sucesión, al afianzamiento de la dinastía que todavía reina en España, la de los Borbones.

Con toda su buena fe, fray Froilán Díaz investigó a fondo en su día las fundadas sospechas que ya se cernían sobre la verdadera causa de los gravísimos trastornos que convirtieron al soberano en una auténtica piltrafa humana; hasta el punto de mantener una violenta conversación con una de las tres monjas poseídas en el convento de recoletas de Cangas de Tineo (actual Cangas del Narcea), en Asturias.

El confesor del rey viajó hasta allí esperanzado en resolver el regio misterio recurriendo, por increíble que parezca, a la propia voz arcana del ángel caído. Acompañado del capuchino alemán Mauro Tenda, un reputado exorcista de la época cuyos servicios fueron requeridos enseguida en la Corte madrileña, fray Froilán Díaz aprovechó la ocasión de oro para mantener un tenso diálogo con el mismísimo demonio, quien, pese a ser el padre de la mentira, dice a veces la verdad.

No es un caso de ciencia-ficción, sino de Historia documentada, con mayúscula. De hecho, en una desconocida carta datada el 9 de septiembre de 1698, el propio vicario daba fe de aquella increíble conversación en la que el mismo Lucifer aseguró al petrificado dominico que Su Majestad había sido víctima de un hechizo tras ingerir chocolate, su alimento preferido, el 3 de abril de 1675. Pero no se trataba de un chocolate cualquiera sino de uno muy especial, elaborado «con los miembros de un hombre muerto»; y en concreto, con «los sesos de la cabeza para quitarle la salud, y de los riñones, para corromperle el semen e impedirle tener descendencia». ¿No es algo terrible acaso?

En el lecho regio, cuyos cortinajes apenas dejaban penetrar la luz del crepúsculo, permaneció tendido Carlos II con el rostro macilento y demacrado hasta el mismo instante de su espantosa muerte. Feo de solemnidad, su saliente mandíbula, que de niño le hacía triturar ya las mamas de sus catorce nodrizas, delataba su prognatismo heredado de los Habsburgo. Su rostro era alargado, los ojos no muy grandes de color azul turquesa y el cutis fino y delicado. El cabello era rubio y largo, peinado hacia atrás.

A la cabecera de su cama se mantenían imperturbables los dos mismos sacerdotes que habían exorcizado días antes a las monjas poseídas de Asturias: el confesor regio, el dominico Froilán Díaz, y el capuchino alemán Mauro Tenda. Este último portaba el Lignum Crucis, un trozo de la Cruz de Cristo, mientras pronunciaba el ritual de exorcismos establecido por el Papa Paulo V, en 1614.

El monarca reaccionaba profiriendo gritos desgarradores y blasfemias, mientras su cuerpo consumido se estremecía con espantosas convulsiones, abrasándose con el agua exorcizada que los sacerdotes derramaban de vez en cuando sobre su gran cabeza. Todo estaba ya consumado.

Artículo de José María Zavale publicado en el diario La Razón.

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