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CAMARADERÍA O “COLEGUEO”

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Por Pedro Conde Soladana para elmunicipio.es 

¿Camaradas o colegas? Aunque son palabras muy cercanas en sus respectivos campos semánticos, cuando la primera de las dos, camarada, lo hace en la noble y elevada categoría de la política, definida ésta como un arte del espíritu no en la rastrera y pedestre actividad de los que se apuntan a ella, como el que lo hace en la cola de una panadería, tal palabra llena un continente de valores, que es lo que puede hacer del hombre que se dedica a la política un ser digno, adornado por la generosidad, el desinterés, la lealtad, el honor e, incluso, la bondad. El colega, por el contrario, trascendiendo el significado de compañero de profesión e incluso el de la amistad que lo definen, ha tomado en su uso vulgar otros alcances menos elevados pudiendo caer en lo solidariamente abyecto, acanallado, agranujado…

Desde la niñez en que la oí envuelta ya en los primeros vagidos ideológicos, que conformaron después mi mente hasta formar un bagaje de pensamiento político y ciudadano, la vine a entender con los contenidos arriba descritos. Es decir, aquellos que, como yo, se formaron en el pensamiento joseantoniano de la auténtica Falange, eran camaradas a los que identificaba con los mismos principios que los míos; siendo para mí caballeros leales empeñados en una tarea común: la de engrandecer a nuestra nación y sus connacionales. Aquello de: Por la Patria, el Pan y la Justicia.

Estamos hablando de los años de la posguerra, años cuarenta. Cuando esa palabra, camarada, entró en el acervo de mis conocimientos, lo hizo en un contexto social de rangos y clases que yo detecté enseguida como desagradable y lamentable. Se notaba el clasismo a niveles tan ínfimos como podía ser, en el medio rural, entre un campesino con un par de mulas y unos pegujales que labrar y un simple obrero del campo que no tenía más que sus brazos para alquilar. Vi tan claro el valor humano de tal palabra, haciendo iguales a todos los seres de este género, que me ganó para la causa, si no por sí misma, por su complementariedad, de la que se derivaba, con aquello del hombre, todo hombre, sin distinción de razas, “como un ser portador de valores eternos”. Ahí se afirmó mi pensamiento e ideal de una sociedad sin clases, de hombres libres e iguales, sin más diferencias que las que determinara su comportamiento y entrega ciudadana a la sociedad. Ahí se forjó mi admiración por José Antonio Primo de Rivera, sin dejar de lado a los cofundadores; un hombre cuya biografía decía era un “Grande de España”, es decir de la aristocracia, que en aquellos momentos de mi vida se mostraba en su puro y repugnante clasismo después de una guerra que ella sola no había ganado. Ni mucho menos. Un hombre, José Antonio, de quien, todavía en mi inmadurez juvenil iba descubriendo la talla intelectual que le adornaba. Y que este hombre, con todo esa grandeza y distinción social, avalada por su heroica muerte, se dirigiera de tú a tú, llamara camarada, al más humilde de los escuadristas, era para mí un lección cívica en aquella sociedad estomagante de sus excelencias, excelentísimos señores, eminentísimos, dones y doñas… ¡Camarada!, qué palabra, no para el miserable e hipócrita igualitarismo comunista, sino para la igualdad absoluta de la dignidad humana en una sociedad sin clases. En ello sigo. Y no renuncio.

Pasado el tiempo, ves como aquella virginidad ideológica se pierde en el choque de la dignidad humana contra una realidad menos sublime que es la propia condición del ser del hombre. Todo es menos quijotesco y más sanchopancesco. Es lógico, no somos seres alados ni etéreos: ángeles o querubines. Aun así, ves también, sabes, compruebas que luchando contra los imponderables de esa imperfección propia de este ser creado, “bípedo implume”, hay tipos que mantienen su código de honor y dignidad con los que te identificas y a los que buscas para, al menos, afirmarte en que no estás ni solo ni equivocado, en medio de una sociedad mediocre y gallinácea.

Pero siempre ocurrirá una decepción más cuando en esa caminar hacia adelante, hasta el último día, crees haber encontrado un grupo, una minoría “inasequible al desaliento” por mantener la dignidad y el honor, la cara alta y la mirada al frente, y descubres algún individuo que dice entender la camaradería de manera distinta a como tú la entiendes; de un perfil que podría quedar definido por ese dicho de “le da lo mismo ocho que ochenta”. Y es en ese momento cuando compruebas que el tal camarada que tú creías tuyo viene a ser un colega, definido no como compañero de profesión, sino como lo que podría ser el tipo de una banda formada para un “colegueo” de compadres, dispuesto a disculpar no sólo errores de menor monta y cuantía sino atentados contra principios que nos deben ser comunes e inatacables.

No sé si en ese descubrimiento hay sorpresa o decepción, quizá las dos, pero sí sé que se repite la confirmación de que las más nobles empresas del espíritu, cual puede ser una vocación política de magnánima entrega, no es por sí misma garantía para la acción limpia, pura y noble en que debe convertirse una idea, un programa o una ideología ya avalada y rubricada con la propia sangre de los que la concibieron y la legaron. Al acecho estará siempre la cobardía, la tibieza, el chaqueterismo y otras debilidades que nos son propias.

¡Ah, los principios, tan invocados desde la talanquera! Cuando el negro toro del egoísmo o el interés personal amenaza con voltearte por los aires si quieres mantener la ortodoxia del arte de torear a un morlaco de malas artes, mejor me quedo al resguardo de aquélla o veo los toros desde la barrera, porque el ruedo político tiene mucho peligro en el centro de la plaza. Y ¡qué voy hacer allí solo, acompañado sólo por la soledad de mis principios!

También me puedo acoger a sagrado; aunque éste no sea el mío.

            Pedro Conde Soladana

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