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La revolución de las panderetas (católicos, alerta)

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Por Laureano Benítez Grande-Caballero para elmunicipio.es 

Es indudable que en este fin de la historia que estamos viviendo asistimos a un desorbitado protagonismo de procesos revolucionarios, que en el siglo XXI vienen acaudillados por el movimiento populista que como un tsunami barre los viejos mundos.

Y es un hecho sabido que cada revolución precisa de sus iconos, de sus logotipos, sus banderas, sus instrumentos revolucionarios, frecuentemente de valor simbólico, capaz de expresar de manera condensada y metafórica el ideal que mueve a los insurgentes.

Rebeliones de masas ha habido siempre, desde el famoso #YosoyEspartaco, hasta la castiza sublevación del Motín de Esquilache, que se formó por un quítame allá esas capas. Capas cargadas de futuro, utilizadas como símbolos revolucionarios, al igual que los pantalones largos ―«sans-culottes»― fueron el traje de faena subversivo de las clases populares durante la Revolución Francesa, junto con el gorro frigio.

Luego llegaron los clavelitos portugueses, en la revolución de abril de 1974. Al parecer, este sucedió de manera aleatoria, cuando un soldado pidió un cigarro a una dama, y ésta le dio un clavel. Por aquí tuvimos a una violetera en tiempos de Franco, por las calles de Madrid, y, sin embargo, nunca tuvimos una «revolución de las violetas».

La iconografía de la posmodernidad revolucionaria está evidentemente imbuida de un alto contenido tecnológico y mediático, expresado a través de trending topics, hashtags, redes virales, tuiterío filibustero, y miríadas de #pásalos. Pero estos instrumentos posmodernos no han podido erradicar la aureola revolucionaria, mucho más romántica, de algunos sencillos instrumentos cotidianos, que, por mor de movimientos de indignados de todo cuño, han llegado a alcanzar el Olimpo de las revoluciones, dignos de figurar en los Museos de Historia.

Quién le iba a decir a las cacerolas ―por ejemplo― aporreadas por abuelitas cubiertas con pañolones pamperos, que iban a protagonizar verdaderas asonadas descacharrantes en plazas y avenidas, armando tremendos alborotos que hacían temblar las paredes de palacios rosados en mayos moviditos.

También un simple paraguas ha llegado a ser una un arma de protesta, esgrimido por manifestantes que organizaron en Hong-Kong movimientos prodemocráticos. Y no era mala idea, ya que le sirvieron para protegerse de los gases lacrimógenos de la policía.

En España tuvimos también nuestra «primaverita progre», que usó como iconografía mugrientas tienda de campaña, y la apocalíptica asociación entre perros y flautas.

Pero la última de la última es una revolución que ha pasado desapercibida estas Navidades, a la que no se ha prestado la debida atención, a pesar de su cósmica trascendencia, y a pesar de que, por esta vez, hemos sido los españoles sus protagonistas.

El hecho es que, ante la pertinacia del Ayuntamiento anticatólico de no poner el tradicional belén luminoso en la puerta de Alcalá, casi un centenar de vecinos han depositado allí belenes por su cuenta, amenizando la exposición con sonoras panderetadas, con el fin de exigir que la horda podemita respete el sentido religioso de las tradiciones navideñas de Madrid.

Ya el año pasado un grupo de manifestantes desafiaron a la tribu radical colocando frente al Consistorio carteles que decían: «¡Es navidad!», ¡Niño Jesús, Welcome!».

Magníficos brotes verdes para un futuro luminoso, ahora que estamos en lo más crudo del crudo invierno, ahora que nos asaltan desencadenados endriagos quemaconventos y jalouines matacuras, blasfemadoras y coñoinsumisas «Femen», payasos merlinescos y dragones juegotronos, milicianos leninitas descendientes de los profanadores de momias del 36, en una orgía bananera cuyos caballos desbocados hacen retumbar nuestros llanos desde las estepas cosacas.

Y quién me iba a decir a mí, cuando tocaba la pandereta en mi infancia y primera juventud, que un día este sencillo instrumento de jolgorio navideño iba a ser un arma cargada de futuro, un ariete para demoler los muros del infierno, protagonista de una revolución cañí, charanganera, capaz de exorcizar a los monstruos luciferinos que pretenden defecar en la Navidad española, la mejor del mundo.

Católicos, alerta, porque tenemos un arma invencible en el sencillo pandero de tantos villancicos espantadores de sombras, conjuradores de demonios, martillos de herejes. Luego vendrían los ejércitos de tamborileros, para organizar incontenibles tamborradas bajo los balcones de la progresía inframundi, machacada ya por arrolladoras panderetadas. Y así les correríamos, a panderetazo limpio, por avenidas y plazas, hasta tenerlos cautivos y desarmados.

Católicos, alerta, ojo avizor ante las mamarrachadas, las payasadas y las barrabasadas con que la gentuza radikal quiere burlarse de nuestras creencias y tradiciones cristianas. No pasemos ni una transgresión.

Porque somos tierra de tronío, de señorío, y de poderío… tierra de clavelitos, todos a una, cantémosles, en una colosal algarabía, aquello de «Panderetas, panderetas, panderetas de mi corazón…». NO PASARÁN.

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