Inicio Opinión Invitada 100 años del artista navarro peor tratado, Rafael García Serrano

100 años del artista navarro peor tratado, Rafael García Serrano

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Por Pascual Tamburri

Rafael García Serrano nació en Pamplona el 11 de febrero de 1917. Casi a la vez de la revolución rusa, y hace un siglo, nada menos. Sin embargo, ni el Gobierno de Navarra ni los medios de comunicación de todos los signos han previsto recordar nada de él. Si pensamos en términos literarios, artísticos o periodísticos, es una demostración de sectarismo. ¡Sólo los dioses saben qué estaríamos viviendo si el escritor de la Estafeta hubiese resultado ser nacionalista vasco, marxista, reaccionario clerical o al menos centro-timorato-democristiano! Pero resultó ser falangista. Eso y que en su juventud se hiciese hijo espiritual de Olite les impide ser justos o neutrales con él. A mí también.

Empecemos por lo más festivo, que ni aun eso se lo aceptan. “El mejor prosista navarro del siglo XX, Rafael García Serrano, paseó el nombre de Olite por todos los foros literarios de España y lo citó en todas sus obras, pero en realidad había nacido en Pamplona en 1917.  Periodista, Premio Nacional de Literatura, Premio Espejo de España”, es conocido entre nosotros casi sólo por la aparición frecuente ahora de su hijo Eduardo en televisión. En cualquier momento y lugar en el que se le preguntase él contestaba lo mismo: soy de Olite. Y hacía de ello bandera, pues siempre bebió clarete de Olite, y no era fácil entonces conseguirlo en Madrid. Sin embargo, nació hace un siglo en la Estafeta, hijo de un Inspector de Educación.

“Lo primero que hizo a García Serrano olités, y además militante, fue su encuentro con Juan José Ochoa. La cuestión es esta: se puede ser de Olite por nacimiento, se puede ser por familia, se puede llegar a ser por inmigración, pero en el siglo XX hemos comprobado que también la amistad puede devenir identidad. Ochoa había sido estudiante en el seminario y coincidió con García Serrano en el Instituto de Pamplona. Juntos completaron el Bachillerato, y juntos se matricularon después en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, todo ello antes de 1936. Pero antes que eso y antes que la catástrofe nacional que siguió, Ochoa introdujo un cambio decisivo en la vida de García Serrano: lo llevó invitado a fiestas de Olite”. Se pueden rastrear las actividades de su pequeña cuadrilla de amigos por lo menos en las fiestas de 1934 y en las de 1935; de lo que estamos seguros es de que el baile, las chicas, los vermús y las cenas de Olite gustaron al escritor hasta el punto de proclamarse a sí mismo “de Olite” (y unas cuantas cosas más) antes, durante y después de la guerra, viniese o no a cuento. Él no dejó día entre 1937 y 1988 sin loas públicas a Olite, desde “el vino ayuda mucho, y este clarete es de lo mejor de la parte de Olite” hasta “tu lengua tiene el tono justo del clarete de Olite” (Frente Norte).

La cosa es que, a fuerza de querer, se hizo de Olite, e hizo por Olite mucho más que bastantes de los allí nacidos. No sólo por su colección de cuentos Las vacas de Olite, sino porque conservó su identidad desde aquellos años. Verdadera memoria de un embajador permanente de la ciudad en la prensa nacional e internacional. Y menudo embajador, el señor del centenario olvidado.

En casi cualquier otro país europeo se habrían hecho varias películas con lo que García Serrano cuenta de los de Olite que fueron y vinieron durante toda la Guerra Civil del siglo XX en la plana mayor del comandante Tutor. Prescindiendo de su eficacia militar, que la hubo sobrada, y de su maltrato a manos de aficionados a la historia dudosamente eficaces, el Chato Gilito, Fulgencín Ayesa y su padre y un grupo de olitenses –los Mangarranes de Tutor- fueron conocidos y a su manera respetados por su modo de hacer las cosas desde Vizcaya y Asturias hasta el Ebro y Barcelona, y esto por los combatientes de los dos lados. Recordaba Javier Nagore en En la Primera de Navarra el detalle enológico y militar de cómo en 1937 el primero en romper el fallido “cinturón de hierro” de Bilbao no fue ningún militar profesional, sino Fulgencín Ayesa en taparrabos, con el máuser y más que convenientemente surtido (por dentro) de clarete del lugar. Alféreces bisoños como García Serrano los encontraron en estos lugares y en todos los intermedios en las más variadas poses. Los hallazgos de estos y otros olitejos fueron recogidos también en el Diccionario para un Macuto, publicado en su primera versión en 1964 y reeditado en 2010.  ¿Lo han visto ustedes en todas las bibliotecas de Navarra? Yo no. Tampoco tiene una calle en Pamplona, ni en Olite, si es por eso ¿Y por qué?

Porque no fue un neutral, ni un cobarde, ni se calló. Porque “Rafael García Serrano fundó un diario –en una Navarra donde no se crean más de media docena al siglo, y son o jeltzales o acomplejados si quieren sobrevivir, lo llamó ‘Arriba España’, nada menos-, porque ha sido corresponsal en Roma, porque fundó una de las revistas culturales más singulares de su siglo –‘Jerarquía’, el único caso de liderazgo cultural navarro-, porque fue maestro de periodistas y, sin lugar a duda, porque ya en vida mereció aparecer en todos nuestros manuales de literatura contemporánea”. Pero no ha sido así, en Navarra donde menos.

Saben que su Eugenio no tiene comparación. Saben que La fiel infantería es, en cierto modo, única tanto en novela como en película. Aún en 1983 no pudieron dejar de premiar su La gran esperanza. Y entró en la ficción de futuro con su V centenario. No ha habido otro escritor navarro como él, en este su siglo que algunos celebramos. Y lo saben. Pero justamente por eso, y porque habrían querido que fuese uno de los suyos y él no lo fue, lo condenan al olvido. Dudo que tengan éxito: comparen su gracia y su estilo con el de cualquier otro y verán que, sea en el siglo que sea, se le hará la justicia que seguramente ahora impide la Ley de Memoria Histórica que todos adoran.

Y vive entre nosotros, en sus letras, para siempre joven y limpio. “Gente joven, altiva, facciosa, acostumbrada a tirar los pies por alto, sin respeto a las mil costumbres del tiempo podrido que combatían, guardaban para sus ceremonias una reconcentrada seriedad de catacumba. Se burlaban de cosas grandes, de enormes ideas declinantes, y en cambio una fe elemental y alegre les devolvía al viejo lugar de los primeros símbolos. Despreciando al mundo, encontraron la Patria. Eran sencillos, creyentes y pecadores. Adoraban a Dios, servían al César, y porque se dejaban mandar de un solo hombre desconfiaban de la Humanidad”.

Artículo de Pascual Tamburri publicado en el diario La Tribuna del País Vasco

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