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La medida del tiempo

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Por Jesús María Zarco. 

La tienda era pequeña. Muy pequeña. Diminuta. Siempre preferí acceder a su interior por la puerta que daba a la calle San Antón, dejando la de la calle del Rey para los clientes. Costumbres que pasan de padres a hijos sin saber cómo ni por qué. El aroma de los cigarrillos americanos que compulsivamente fumaba Antonio inundaba el local, transmitiendo una sensación tan familiar que a uno le resultaba imposible prescindir de ella durante mucho tiempo. Visitar a Antonio se había convertido en una grata costumbre, tanto más cuanto aquel hombre apacible conseguía que uno se encontrase cómodo en su presencia. ¿Qué me empujaba a buscar su compañía? Tal vez la respuesta estuviera en que siempre sentí debilidad por los viejos amigos de mi padre, en cuyos ojos creía ver reflejado el cariño de quienes habían compartido con él juventud y empeños.

La mayoría de las ocasiones Antonio acogía mis visitas con un gesto que bien podía ser interpretado como una mezcla de alegría y tristeza, fruto de lo que yo atribuía a una tensión interior ambivalente que a duras penas lograba disimular, lamentándose en silencio porque yo le recordaba la figura del amigo perdido pero completamente convencido de estar cumpliendo con las obligaciones que comporta la amistad. Cuando me acercaba hasta allí le miraba trabajar en silencio, a pie plantado, espalda contra pared, junto a la puerta, esperando ansioso a que comenzara a relatarme una de esas eruditas historias que yo tanto disfrutaba y que sin embargo él me suministraba a cuentagotas, como la que tuvo lugar en el siglo XII en un monasterio del Cister, donde germinó el artilugio prístino, que redoblaba las horas canónicas, carecía de esfera y repartía la campana en siete toques: laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas.

Resultaba del todo inútil acercarse hasta allí en busca del preciado silencio, tan escaso por desgracia, pues éste a veces se veía roto por los relatos de Antonio y en todo momento por el sonido monótono de las sensibles maquinarias. Tictac, tictac, tictac. En las paredes colgaban grandes, pequeños, viejos, nuevos, tradicionales, modernos, singulares artilugios que cada uno a su albur y en caótico desorden, se afanaban con desigual fortuna en rendir culto a la imparable trayectoria de Cronos. Como el resto de cuanto había en la tienda, también el expositor era diminuto, en uno de cuyos extremos, arrumbado a la pared, estaba al alcance de las miradas incrédulas el quirófano donde a diario se producían los milagros. Arandelas, correas, engranajes, ruedas dentadas, ruedas de caracol con cadenas, ruedas reductoras, ruedas concadenadas, coronas, lentes de aumento y muelles esparcíanse sobre la mesa de trabajo cual colonia de hormigas en boca de hormiguero.

Con envidiable pericia e infinita paciencia, con pulso firme y sutil delicadeza, Antonio destripaba artilugios en busca del minuto atrasado, del segundo perdido, de la máquina perfecta y del mecanismo puro. Más pronto que tarde sus manos, hábiles, sabias, precisas, terminaban por sanar las dolencias de sus singulares pacientes, demostrando que el sistema del tiempo y su medida, que desde la antigüedad había sido motivo de obsesión para los hombres, como si su medición pudiera permitirles alcanzar su dominio, no tenía secretos para quien sabía poner orden en cualquiera que fuese la causa del ingenio averiado.

Esta mañana he vuelto a pasar por delante de la tienda, e impelido por la curiosidad me he decidido a entrar un minuto. Para echar un vistazo. El espacio que ocupa sigue siendo diminuto, mínimo, y aunque ha dejado de ser uno de esos santuarios adonde peregrinan los esclavos de Cronos, sí que la tiendecita mantiene su encanto. Una joven artista, con cierto aire bohemio, se dedica a vender toda clase de objetos hechos con sus propias manos. Abanicos, óleos, acuarelas, cerámicas, pulseras, sortijas, colgantes, pañuelos, y toda suerte de objetos y abalorios permanecen expuestos para la venta. Lo que no me he atrevido a comprobar es si en el reducido excusado, ya colgado de la pared, ya sobre la cisterna, ahora hay un rollo de papel higiénico o todavía sigue habiendo un deshojado ejemplar del Boletín Oficial del Estado.

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