Inicio Religión Católica 14 de julio de 2013: Domingo 8 después de Pentecostés

14 de julio de 2013: Domingo 8 después de Pentecostés

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Continuación del Santo Evangelio según San Lucas (16, 1-9)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: Había un hombre rico, que tenía un mayordomo, el cual fue acusado ante él, como dilapidador de sus bienes. Llamóle, pues, y le dijo: ¿Qué es esto que oigo decir de ti? Dame cuenta de tu administración; porque en adelante, ya no podrás ser mi mayordomo. Entonces el mayordomo se dijo: ¿Qué haré, pues que mi señor me quita la administración? Cavar no puedo; de mendigar tengo vergüenza. Ya sé lo que he de hacer, para que cuando fuere removido de la mayordomía, halle yo personas que me reciban en su casa. Llamó, pues, a cada uno de los deudores de su amo, y dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi señor? Y éste respondió: Cien barriles de aceite. Díjole: Toma tu factura y siéntate al punto, y escribe: cincuenta. Después dijo a otro: Y tú, ¿cuánto debes? Y él respondió: Cien cargas de trigo. Díjole: toma tus facturas, y escribe ochenta. El señor alabó al mayordomo infiel, por haber obrado sagazmente; porque los hijos de este siglo son más sabios unos con otros, que los hijos de la luz. Así os digo yo a vosotros: granjeaos amigos con las riquezas de iniquidad, para que, cuando falleciereis, os reciban en las moradas eternas.

Reflexión

La  parábola del mayordomo infiel que nos propone el Santo Evangelio de este Domingo plantea una dificultad exegética:  Nuestro Señor alaba la acción de un criado que parece engañar a su amo para no tener que rendirle cuentas.

Es evidente que si Jesucristo se refiere así a ese hombre es para proponernos imitarle no en el fraude sino en la sagacidad, en la astucia con la cual actuó para no quedar en la calle. Si él dirigía todo su ingenio para tener de qué vivir , Jesucristo espera que nosotros apliquemos al menos la misma inteligencia para ganarnos el cielo, la vida eterna. Que esa sagacidad que tienen los hijos de este mundo la tengamos los hijos de Dios, y que no dejemos perder el cielo sin aprovechar hábilmente las circunstancias para ganarlo.

En el momento de nuestra muerte, todos nosotros seremos llamados a rendir cuentas ante Dios a fin de justificar nuestra conducta sobre los bienes que Él nos ha dado para que los administremos durante nuestra vida. Estos bienes son de muchas y variadas clases:

Bienes espirituales, sobre todo la gracia de ser cristianos por la Fe y el Bautismo; la gracia santificante, dada en abundancia por medio de los Sacramentos; gracias actuales, sin cuento, de ejemplos edificantes, exhortaciones fervorosas, buenas lecturas, sermones, inspiraciones, santas resoluciones y buenos propósitos.

Bienes naturales de inteligencia, de voluntad, sentidos corporales, posición social, riquezas, autoridad, etc.

Todo ello, Dios lo ha puesto en nuestras manos para gloria suya, salvación y perfección de nuestra alma y edificación y bien del prójimo. Si no los hemos empleado para estos fines, habremos malgastado el patrimonio que Dios nos habrá confiado.

Absolutamente hablando, nada es nuestro; todo es de Dios: la vida, con todas sus circunstancias; el alma, con sus potencias; el cuerpo, con sus sentidos; el corazón, con sus afectos. Si empleamos estos bienes para pecar y para nuestros fines materiales de placer, bienestar, egoísmo, concupiscencias, soberbia y avaricia, lo robamos a Dios, pues no pensamos que aquellos bienes, aquellos medios, aquellos afectos, no son absolutamente propiedad nuestra, sino que somos puramente unos administradores, aunque por ellos hayamos de recibir en premio una eterna recompensa.

Todas las mañanas podemos preguntarnos, como el mayordomo ¿qué haré? ¿Qué haré hoy de bueno para agradar a Dios a quien tengo que dar cuentas?… Y por las noches pensar en que Dios nos llama a juicio y pedirle perdón si nos hemos descuidado en su servicio.

Y, a lo largo de toda nuestra vida, procuremos pues, con habilidad y astucia cristianas, agradar a Dios empleando bien todos los dones que Él nos ha confiado a fin de que en la hora de la muerte nos hayamos ganado su amor con ellos y sus santos ángeles nos reciban en el Cielo.

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