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LA EDAD DE LA INOCENCIA

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Por Fernando García de Cortázar en ABC

“Un culto desorbitado  al cuerpo, que en buena parte procede de los excesos de la posmodernidad quiere sacralizar una aberrante autarquía moral, una soberanía absoluta que desdeña los derechos de la criatura no nacida, pero también el carácter de bien social del acto de su gestación y su necesaria continuidad en una existencia mundana . En esta atmósfera amoral se palpan los aspectos más humillantes de nuestra historia reciente, aquellos en los que pudo decidirse  qué vida tenía valor, qué existencia era digna de ser vivida”.

Quizás la única virtud de estos tiempos de cólera sea la de obligarnos a descubrir, bajo los escombros de la indigencia moral y la verborrea relativista de la cultura de las últimas décadas, aquellos valores elementales que nos recuerdan nuestra exigente calidad de seres humanos. Lo que se ha hecho evidente en estos momentos de desorden es el fuste íntimo de una civilización, que no puede ser objeto de trapicheo, ni de arreglos circunstanciales, ni de ajustes de oportunidad. Nuestro error imperdonable sería prescindir de lo que ahora asoma, como esperanza de regeneración, justamente en medio de la peor crisis económica sufrida desde la guerra civil. Esta esperanza es el reencuentro con una vida que solamente puede ser libre si asume la grave  responsabilidad de sus actos, si la dotamos de su precisa densidad moral, si preservamos la vigorosa conciencia del respeto a la dignidad humana.

No debe extrañarnos que  la oposición haya aprovechado la reforma legal de la interrupción del embarazo para alancear de nuevo al gobierno sometiéndolo a la consabida liturgia de palabras obesas y gestos inflamados. Con semejante alboroto nuestra pintoresca izquierda convierte el debate parlamentario en un espasmo cerril, zaragatero y triste que aleja a España de la modernidad y la devuelve al temblor de un viejo anticlericalismo con olor a moho. Más preocupante resulta que algunas personas con responsabilidad y proyección públicas hayan cedido al impulso de desautorizar el proyecto no tanto por sus propias convicciones cuanto por la necesidad de llegar a un consenso que, en definitiva, convierte principios esenciales en resoluciones revocables. Un acuerdo político establece la legalidad de una conducta, pero no altera la naturaleza de aquellos valores que la norma puede proteger o vulnerar. Y creer que la ley sustenta unos valores por el mero hecho de responder a una mayoría electoral es quizás el síntoma más desdichado y frecuente del profundo malestar de nuestra cultura.

Lo cierto es que, como en tantos otros aspectos que pretenden resolverse al modo de un mero trámite administrativo, en España se hace necesario un debate a fondo sobre la cuestión del aborto. Un asunto que atañe tan íntimamente al concepto de la persona, a los límites de la libertad individual y a la preservación de derechos fundamentales no puede regularse por meras conveniencias de coyuntura, sean a favor del gobierno o de la oposición. Y, contra lo que se empeña en señalar una izquierda obsesionada con el catolicismo, no estamos ante una cuestión que afecte exclusivamente a las creencias religiosas de cada ciudadano. Católicos practicantes han señalado su acuerdo con las dos leyes que han regulado la interrupción del embarazo hasta ahora en España. Agnósticos o ateos se declaran en contra de cualquiera de las dos regulaciones por motivos que nada tienen que ver con el reconocimiento de autoridad eclesiástica alguna. Estos comportamientos manifiestan que el aborto no puede resolverse y ni siquiera plantearse como un asunto privado en el que el individuo responde, solo ante su conciencia o, mejor aún, ante sus intereses, de un acto que se refiere exclusivamente al uso en libertad del propio cuerpo.

Que la izquierda desee hacer del aborto libre uno de sus factores de identificación añade una paradoja más al acervo de extravagancias en que ha convertido su tradición política. Un socialismo empeñado en que el Estado controle todas y cada una de las cuestiones que afectan a la realización comunitaria de la persona, un socialismo dispuesto a imponer sus encajes de ortopedia ministerial en cualquier iniciativa que nazca en la sociedad, sólo parece detener su vocación intervencionista al llegar a un espacio en el que va a decidirse si se desarrolla o se interrumpe una vida. Esta conversión no es el resultado de un excesivo amor a la libertad, sino el producto de una defectuosa valoración de la existencia humana, que además de discrepar de los fundamentos del catolicismo, lo hace de  aquellos principios en que se ha desarrollado nuestra cultura. Y esta onerosa quiebra moral es la que debería preocupar a quienes,  creyentes o no, tienen que salir ya al paso de la pérdida de referentes éticos sobre la que quiere edificarse una sociedad vacía e irresponsable.

Lo que se destruye en un aborto no es simple material orgánico, sino una vida que habrá de convertirse en experiencia humana, en existencia en el mundo. Un culto desorbitado al cuerpo, que en buena parte procede de los excesos de la posmodernidad, pero que encuentra antecedentes terribles en el periodo de entreguerras, quiere sacralizar una aberrante autarquía moral, una soberanía absoluta que desdeña los derechos de la criatura no nacida, pero también el carácter de bien social del acto de su gestación y su necesaria continuidad en una existencia mundana. En esta atmósfera amoral se palpan los aspectos más humillantes de nuestra historia reciente, aquellos en los que pudo decidirse qué vida tenía valor, qué existencia era digna de ser vivida. Considerar que algo así corresponde sólo a un asunto de fe, o que nos divide en avanzados o reaccionarios, en progresistas o conservadores expresa el grado de perversión de virtudes sociales al que nos hemos permitido llegar, el barrizal de silencio en el que encallan las palabras originarias de nuestro lenguaje ético.

En La decisión de Sophie, una de las más conmovedoras novelas  sobre el exterminio nazi, su autor trataba de comprender los motivos de un oficial de las SS para hacer que una madre desesperada tuviera que elegir cúal de sus dos hijos había de morir en la cámara de gas. Von Niemand era un católico devoto que había extraviado la fe en la barbarie de sus actos. Para él, la selección de quienes iban a morir era una pura rutina, un expediente del que se ausentaba cualquier consideración religiosa o moral. El Bien había dejado de existir y, por tanto, tampoco existía el Mal. Buscando en mitad de aquella noche un espantoso camino de redención, von Niemand creyó que sólo cometiendo un inmenso pecado restauraría la noción de Dios y la noción del Bien. Sólo en aquel mundo de moral desquiciada, la elección entre la vida y la muerte podía definir un acto de libertad. Pero sobre esta infame falsificación del derecho a decidir pudo reconstruir von Niemand una idea del Bien y del Mal que la rutina del crimen de masas había extinguido.

Nuestra sociedad se ha redimido de sus culpas asumiendo que nuestros actos son una elección entre lo que es bondadoso y lo que es malvado. Ha recuperado su consistencia cívica sabiendo que la libertad supone tomar una decisión moral, y que la elección no es sólo una cuestión de leyes, sino de conciencia del bien y del mal. Para algunos, puede tratarse de un mundo con Dios o sin él. Para otros, se trata de algo que nada tiene que ver con un precepto religioso, sino con el deseo de alcanzar una edad de la inocencia en la que volvamos a ser personas dignas, seres humanos hechos a imagen y semejanza de una civilización ya milenaria.     

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