Por Juan Manuel de Prada
Casi todos los países occidentales han pasado por un proceso migratorio del campo a la ciudad. Poblaciones rurales ingentes abandonaron sus medios tradicionales de vida, ligados a la tierra, para convertirse en mano de obra (y con frecuencia en carne para la trituradora) de una industria en fase expansiva, ocupando los arrabales sórdidos de las grandes ciudades. Este proceso, que en España fue más tardío, habría de adquirir sin embargo una especial virulencia en los años posteriores a la Guerra Civil y, muy especialmente en las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta, en las que el fenómeno migratorio, tanto interior como exterior, acabaría por cambiar por completo la fisonomía de nuestro país, que en las décadas siguientes aun habría de conocer otra fase del proceso migratorio todavía más compleja, cuando España se convirtió en destino de mano de obra extranjera, merced a una racha de prosperidad económica que -según ahora comprobamos- se asentaba sobre cimientos de humo.
Algunos datos quizá nos sirvan para ilustrar el desquiciado proceso de abandono de la tierra (único cimiento de toda economía sana) sufrido en España. En 1900, el 48 por ciento de la población española vivía en núcleos con menos de 2000 habitantes; en la actualidad, este porcentaje ronda el 15 por ciento. Pero mayor aún ha sido el descenso del empleo en el sector agrícola y ganadero. Hasta un 70 por ciento de la población activa se empleaba en 1900 en dicho sector, cifra que se había reducido hasta un 50 por ciento a mediados de siglo; el éxodo rural y la mecanización de las tareas agrícolas harían que, hacia 1970, solo el 25 por ciento de la población activa se dedicase al cultivo del campo; en la actualidad, menos de un 5 por ciento de nuestra población persevera en estas labores, mientras el sector terciario o de servicios se ha hipertrofiado hasta alcanzar el 70 por ciento. No hace falta añadir que muchos de estos ‘servicios’ son pura economía improductiva, especulativa, virtual, filfas de pijos sobrevenidos que nos las tendremos que comer con patatas no tardando mucho. Lo más llamativo de este proceso es que, mientras la economía española derivaba hacia el pijismo más superferolítico, la demanda de productos agrícolas y ganaderos no disminuía, sino que, por el contrario, se incrementaba; y, aunque los avances tecnológicos han permitido aumentar su producción con menos mano de obra, en estos momentos España importa muchos productos agrícolas (¡empezando por las naranjas, de las que en otro tiempo fuimos primer productor mundial!) que, hace apenas unas décadas, exportaba, por imposición en gran medida de las ordenanzas europeas, que han llegado incluso (misterio de iniquidad) a subvencionar a muchos agricultores y ganaderos para que abandonen sus explotaciones. Paralelamente, los productos agrícolas y ganaderos han disparado sus precios, a la vez que quienes los producen reciben una remuneración cada vez más escasa por su trabajo, para enriquecimiento sórdido de una tupida red de intermediarios.
Las causas del éxodo rural fueron muy diversas y complejas; y, desde luego, entre ellas debemos contar, en primer lugar, el reparto injusto de la tierra, que propició que millones de personas, al carecer de propiedad, tuvieran que desarrollar las faenas agrícolas en condiciones indignas y soportar hambrunas atroces. Pero las consecuencias de este éxodo rural fueron con demasiada frecuencia lastimosas: las promesas de una vida más fácil que ofrecía la ciudad no se vieron siempre realizadas; y, en cambio, propiciaron una ruptura a menudo traumática con tradiciones ancestrales que ligaban a nuestros antepasados a la tierra, favoreciendo el desarraigo, las rupturas familiares, la pérdida de la fe y la emergencia de una nueva problemática social que se ha mostrado en gran medida irresoluble, con formas emergentes de pobreza y desequilibrios demográficos nunca antes conocidos. El abandono de la agricultura ha generado, por otro lado, una dependencia cada vez mayor de productos que hemos dejado de cultivar; y, mientras las tierras que antaño se destinaban a la labranza eran recalificadas y entregadas a la voracidad inmobiliaria (¡y a los resorts y campos de golf para ejecutivos estresados, oiga!), se ha generado una nueva forma de especulación que afecta al precio de los alimentos y que pronto podría degenerar en una pavorosa crisis alimentaria.
Y es que los pecados, cuando no media arrepentimiento, tarde o temprano se pagan. Algunos incluso más temprano que tarde.
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