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Por Pedro Conde Soladana para elmunicipio.es
Desde que la democracia, en su versión moderna, comenzó a extender en los dos últimos siglos su ejercicio por el mundo occidental, una especie de enfermedad embriogénica le ha hecho concebir con repetida frecuencia una criatura malformada contraria a su ser: la dictadura.
Se puede constatar y es comprobable con sólo aplicar rigurosa y desapasionadamente la relación causa-efecto a esos momentos históricos en los que una democracia ha sido sustituida o, mejor, derribada, por una dictadura. El caso de España es paradigmático.
No es la primera vez que lo escribimos. El seno y cuna de un dictadura es una mala democracia; una democracia débil y enfermiza. Y, como siempre, sostendremos que ésta es un sistema al que hay que dotar de la más perfecta articulación en sus mecanismos de ejercicio; dentro de lo que la condición humana pueda acercarse a la perfección.
En este análisis o punto de vista entra la famosa y recurrente definición de W Churchill de que “la democracia es el menos malo de los sistemas conocidos”. Definición que siempre hemos considerado incompleta si uno circunscribe su ejercicio exclusivamente a su conformación mecánica en partidos.
Por ello un desafío intelectual obligado por las repetidas y frustrada experiencias exige esforzarnos, como otros lo hicieron antes, en la búsqueda de otras maneras, otros mecanismos, otros modos de articulación de ese sistema tan quebradizo sobre el que, nada más y nada menos, se asienta, entre otras exigencias de la dignidad humana, la libertad de pensamiento. Porque la democracia auténtica, la auténtica democracia, debe garantizar esa libertad en las ideas; que nada tiene que ver con el punible libertinaje de los actos. Son las ideas, convertidas en actos contrarios a los principios éticos y a la ley natural las que delinquen. El pensamiento no delinque, son los actos delictuosos en que aquel pueda traducirse los que han de ser reprimidos. En el mundo de la política, por desgracia, son sus actores los que con frecuencia convierten a actos punibles sus ideas. A veces, muchas veces, para ironía, las pocas que tienen. En este aspecto, el espectáculo de los políticos españoles es hoy desolador, inaguantable e inaceptable. Y, para sarcasmo, gozan de una injustísimo impunidad que está sacando de quicio a la ciudadanía.
Las últimas elecciones europeas son todo un aviso.
En este caldo de cultivo social, maloliente, convulso, desorientador y agitado es en el que la democracia chapotea a punto de ahogarse. En ese líquido viscoso de corrupción comienza a cocerse una reacción con alta temperatura que puede dejar esta pseudodemocracia partidista en un despojo de carne a medio cocer.
Es el momento en que la Historia puede repetirse como tragedia, después de haber visto en el escenario una comedia de pícaros y charlatanes, con el parto de una dictadura de izquierdas o de derechas.
Como ejemplo inmediato, sería muy decente y objetivo que esos historiadores que se dedican a exaltar las bondades y frustrados sanos fines y objetivos, según ellos, de aquella II República analizaran sin pasión partidaria izquierdista todo el proceso que va desde el 14 de abril de 1931 al 18 de julio de 1936.
Aquella República y su democracia que con tanta ilusión, esperanza y gozo recibió la mayoría del pueblo español en aquel 14 de abril, empezó a frustrarse a los pocos meses de su nacimiento por la revancha, sin olvidar la justicia social que faltaba, el odio, la demagogia, la persecución a sangre y fuego de las ideas del contrario, etc., etc. Y así, de golpe en golpe, de un lado y de otro, aquella República fue degenerando hasta acabar en uno definitivo, forzado e irremediable, pasando antes por el de la Revolución de Asturias del 34, que, según Salvador de Madariaga, les quitó razón a los republicanos como tales y a las izquierdas como violentas agitadoras, toda razón para criticar el levantamiento del 18 de julio de 1936.
Podemos decir, con la perspectiva de hoy, a 80 años de distancia en el tiempo, desapasionadamente y como remedio, dolorosamente traumático, que aquella reacción de la mitad por lo menos del pueblo español, fue ya, además de hacerse inevitable, la única a que obligaron; si es que no se quería que España se deshiciera en el magma comunista-socialista-anarquista de una República que había dejado de serlo a manos de unos partidos cuyos líderes, Largo Caballero, el Lenin español, es el ejemplo, para la que venían clamando, y amenazando con imponer un estado de corte soviético, con su dictadura del proletariado.
¿Qué parto nos puede traer esta democracia preñada de cobardes partidarios, ineptos políticos, lunáticos, separatistas, apátridas…?
Pedro Conde Soladana