Inicio Hispanoamérica 12 de octubre de 1492. Una gesta española

12 de octubre de 1492. Una gesta española

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Por Juan Francisco Arroquia (Deolavide) para elmunicipio.es

Cuando Rodrigo de Triana alertó a sus compañeros de viaje del avistamiento de tierra no sólo daba a conocer al mundo un nuevo continente, que más tarde llamaron América, sino que inauguraba, posiblemente sin sospecharlo, una nueva edad de la humanidad.

Si la caída a manos de los otomanos de Constantinopla, último reducto del que fuera poderoso imperio Bizantino, o la reconquista de Granada por los Reyes Católicos en el otro extremo del Mediterráneo, son hitos que marcan el fin de la edad media; sin duda el avistamiento de las costas de Guanahaní marca el inicio de la edad moderna. No por el simple avistamiento o descubrimiento de aquellas islas caribeñas que, por sí solo no pasaría de lo anecdótico, (hay sospechas de que ya antes habían llegado europeos a aquellas mismas costas y evidencias de la llegada de escandinavos a las costas norteamericanas, antecedentes sin huella trascendente en la historia), sino por la empresa de exploración, incorporación y civilización emprendida por España a partir de ese mismo momento, extraordinaria por su extensión y su calado.

Una empresa que sellaría el destino histórico de España en los tres siglos siguientes y que marcaría indeleblemente el destino del nuevo continente y, por extensión, el del resto de la humanidad.

No es exagerado decir que aquella empresa condicionó definitivamente el devenir del género humano hasta el punto de que no es pretencioso afirmar que la historia de la humanidad es incomprensible si se omite aquella gesta española.

Una gesta que empequeñece la del mismo descubrimiento, por sí solo una proeza extraordinaria que abría inexplorados caminos marítimos a tres continentes. Hazaña completada pocos años más tarde (1522) con la primera circunnavegación de la Tierra realizada por la expedición de Magallanes – Elcano y que irrevocablemente unía a toda la humanidad por las rutas oceánicas abiertas por marinos y naves españolas. Antes, en 1513, Núñez de Balboa descubría el océano Pacífico.

Una gesta de exploración, incorporación y civilización que asombra con solo considerar su extensión.

España, a través del Reino de Castilla y de León, exploró, incorporó y civilizó el territorio que comprende el Caribe, el centro y el sur de América, toda la costa oeste norteamericana hasta Alaska (donde se instalaron algunas factorías) y el sur y este de los actuales Estados Unidos de Norteamérica. Florida, Alabama, Misisipi, Texas, Nuevo México, California, Oregón, Washington y Alaska formaron parte de España dentro del Virreinato de Nueva España.

España no se limitó a explorar aquel vasto territorio sino que realizó una empresa aún más asombrosa y trascendente: la incorporación de sus gentes a su cultura y a su fe, en definitiva, a la civilización cristiana, europea y occidental; no de manera circunstancial sino definitivamente.

No fue una empresa improvisada ni sobrevenida, sino programada y dirigida.

Una empresa que desde el principio se fundamentó en la cosmovisión católica que, necesariamente, reclamó el reconocimiento y el respeto a la condición humana, como hijos de Dios, de los indígenas americanos.

Ya la Reina Católica, Isabel de Castilla, promulgó decretos para la protección de los indios frente a los posibles (y ciertos) abusos de los colonizadores. Determinó que los indios seguirían siendo propietarios de sus tierras y prohibió expresamente la esclavitud.

España es posiblemente la única potencia imperial en la historia (no conozco otro caso) que se cuestionó la legitimidad moral de sus conquistas, en un momento en que nadie podía impedirlas. Un cuestionamiento impulsado por la propia Corona y que lleva al cesar Carlos, rey de España y emperador de Alemania, a convocar en Valladolid una Junta para debatir sobre ello. Las conclusiones de aquella Junta, entre otras, son exigir tanto del Rey, como de gobernadores y de encomenderos, un escrupuloso respeto a la libertad de conciencia de los indios, así como la prohibición expresa de cristianizarlos por la fuerza o en contra de su voluntad.

Reales Cédulas, Ordenanzas, Pragmáticas, Instrucciones y Cartas fueron integrando las Leyes de Indias que si en un principio nacen dispersas, pronto se integran, actualizan y corrigen en las denominadas Leyes Nuevas de Indias de 1542 que, entre otras cosas, como lógico corolario de aquel debate de Valladolid, pone coto a los abusos detectados en la aplicación torticera de la institución de la Encomienda, fuente de iniquidades para con los indios.

Leyes de Indias que recogen, entre otros, los siguientes derechos para los aborígenes americanos: la prohibición de injuriarlos o maltratarlos, la obligación de pagarles salarios justos, su derecho al descanso dominical, la jornada laboral máxima de ocho horas y un grupo de normas protectoras de su salud, especialmente de la de mujeres y niños. Era el año 1542.

Sin duda, en la América española se cometieron abusos, no pocos impulsados o consentidos por las autoridades locales. Pero es indiscutible que todos ellos, a excepción de la esclavitud de los negros trasladados desde África, lo fueron al margen de la legalidad, en contra de la ley dictada desde la metrópoli. Una ley que, no pocas veces, perjudicaba los intereses materiales de los colonos españoles.

España se impuso desde un principio un objetivo de integración de la población aborigen en la sociedad de la nueva España trasatlántica mediante:

Una política de discriminación positiva (como diríamos hoy) de los indígenas mediante las leyes protectoras a las que me he referido anteriormente.

Una política étnica de integración, un fenómeno nuevo, desconocido hasta entonces que ha dado como resultado que la población mayoritaria del continente americano sea mestiza.

Una política de integración religiosa y cultural, como elementos fundamentales de identidad y cohesión social.

La imagen estereotipada de una conquista de saqueo y rapiña no responde en absoluto a la realidad histórica de una empresa que fue, sustantivamente, una empresa de incorporación de los pueblos americanos a la sociedad, a la religión y a la cultura española y, por ende, europea.

A esta empresa responde la política sistemática de construcción emprendida por los españoles desde el mismo momento de su llegada al nuevo continente.

Cientos de ciudades construidas o reconstruidas a lo largo y ancho de toda la América española respondiendo a un plan y bajo unas instrucciones concretas. Cada una de ellas focos activos de gobierno, justicia, cultura y fe.

Cientos de catedrales, iglesias y misiones, focos de la tarea evangelizadora emprendida por la Iglesia al amparo de las leyes y la autoridad españolas.

Universidades y colegios mayores fueron promovidos y levantados a lo largo de toda Hispanoamérica. Lejos de la leyenda negra, que niega a España labor intelectual o cultural alguna, más de veinte Universidades y otros tantos colegios mayores fueron fundados en la América española, desde el descubrimiento hasta las guerras de secesión del siglo XIX.

Desde la Real y Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino, Santo Domingo, creada por Bula Papal en 1538 y ratificada por Real Cédula de Felipe II en 1558, o la Real y Pontificia Universidad de San Marcos, de Lima, creada en 1551 por Cédula Real, o la de México, del mismo año, hasta la Universidad de Guadalajara, fundada en 1792, fueron veintiséis los centros universitarios fundados y construidos por España en América, (once de ellos antes de 1620, año en que los peregrino del Myflower establecieran su colonia en Plymouth),  que hablan por sí solos de la tarea cultural emprendida por España en el continente americano.

Una tarea cultural que pronto tuvo sus frutos y su expresión en el genuino barroco hispanoamericano, expresión artística símbolo del mestizaje cultural y étnico propio de la empresa española en América.

Una empresa no al alcance de cualquiera. Su emprendimiento y realización requerían no solo de oportunidad sino de voluntad, decisión, recursos, conocimientos y capacidades no al alcance de todos.

El pueblo, la Iglesia y la Corona se volcaron en aquella empresa; voluntad y decisión.

Ingentes recursos y conocimientos fueron invertidos en la tarea. Conocimientos de astronomía, navegación, construcción naval, ingeniería militar, arquitectura, bellas artes, literatura, teología, derecho, administración y economía; fueron necesarios para el buen fin de la empresa americana. No sorprende la hegemonía de España en todos esos campos durante los siglos XVI y XVII.

Después vino el siglo XVIII. Para unos de consolidación y reforma. De revisionismo y claudicación para otros. Un siglo durante el que, en cualquier caso, España mantuvo una posición entre las cuatro o cinco grandes potencias mundiales.

Fue el siglo XIX el testigo de la debacle histórica de España. La ocupación de la península por el ejército napoleónico propició la insurgencia de los partidarios de la secesión americana alentada por la masonería y las potencias enemigas tradicionales de España (Inglaterra y Francia) y, posteriormente, Estados Unidos de Norteamérica.

El resultado de aquel proceso secesionista, auténticas guerras civiles entre españoles de América, fue la liquidación de Hispanoamérica como proyecto histórico y la ruptura de su unidad. En su lugar se instaurará el espurio concepto de latinoamérica y una multitud de naciones supuestamente independientes sometidas al arbitrio de las potencias neocoloniales que impulsaron su secesión de España (Inglaterra, Francia y Estados Unidos).

El destino de la España peninsular no fue menos trágico. A la destrucción material del tejido productivo realizada durante la guerra de la independencia tanto por las tropas napoleónicas como por las, supuestamente aliadas, inglesas, siguió una interminable sucesión de guerras y enfrentamientos civiles (absolutistas frente a constitucionalistas, primero, carlistas frente a isabelinos, después) que impidió que España se incorporara plenamente a la era industrial y, lo que es peor, provocara una fractura civil, social e ideológica profunda en el pueblo español que, tras el paréntesis de la restauración borbónica que nada profundo resolvió, devino en los enfrentamientos sociales del primer tercio del siglo XX y finalmente en la II República y la guerra civil.

La nación española es hoy un Estado de nacionalidades y regiones sin tarea singular, sin un proyecto propio en lo universal que la identifique del resto de naciones. Es, en definitiva, una nación como tantas, sin personalidad. Una nación sin patria.

Podemos decir de la España de hoy lo que un poeta no muy conocido, de cuyo nombre no quiero acordarme, escribió sobre un amor perdido:

No eres más que una sombra

confundida en la umbría

de mil sombras iguales a ti

Y sin embargo,

¡qué distinta en mi recuerdo!

Para mucho, tal cosa no es una tragedia.

Madrid, 28 de agosto de 2014

DEOLAVIDE

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