Por Pedro Conde Soladana para elmunicipio.es
De aquella frase, “una unidad de destino en lo universal”, se deriva, sin retorcimiento ni rebuscados pensamientos intelectuales, la de una misión de destino, como consecuencia del empeño de una nación que se forjó durante siglos surcando mares, uniendo tierras y mezclando razas, urgida por la fe en una misión global.
El alumbramiento es el acto sublime de la maternidad; hecho preliminar que garantiza, nada más y nada menos, que la existencia de la Humanidad.
No es hiperbólico afirmar en paralelo que el parto en la Historia de una nación que hace quinientos años alumbró un nuevo mundo mezclando su sangre con otras raza es otro acto de maternidad que garantiza también el progreso y continuidad de una parte de la historia universal.
El resultado de ese natalicio, un parto múltiple, fueron una veintena de naciones y otros puntos geográficos esparcidos por todo el planeta cuyos nombres evocan hasta en las antípodas el origen hispano de su ascendencia.
Qué duda cabe que la evolución y avance del género humano desde sus orígenes conlleva el encuentro de gentes y razas extendidas por la faz de la Tierra. Es en ese encuentro y en su amalgama donde España se adelanta en la era moderna al resto de las naciones europeas emergentes, Francia, Inglaterra, etc., para dar vida a un mestizaje al que un hispano de aquellas tierras fraternales, el mejicano José Vasconcelos Calderón, bautizó como el de la “raza cósmica”.
Esta es la Hispanidad como destino de una nación, España, y este es su misión de futuro que nunca debió ni debe olvidar como justificación de su existencia: la unión y hermandad de esa serie de naciones que como hijas llegadas a la madurez se independizaron en su día para formar nuevas entidades nacionales, pero unidas por una cultura, un bagaje espiritual y un pasada historia común.
Esta frase, este pensamiento, “una unidad de destino en lo universal”, con el que José Antonio Primo de Rivera acreditaba y razonaba la existencia de una nación, ha servido de chanza más de una vez. Y lo malo no es que las ironías sobre ella hayan venido de parte de los definidos por el poeta como aquellos “que desprecian lo que ignoran” sino de presuntos intelectuales que no se han tomado la molestia de profundizar en su significado y contenido poniéndolos en relación con nuestra Historia y la propia gestación del ser de España como nación. Para qué decir que el desprecio de estos últimos, sino la saña, ha sido contra quien tuvo la clarividencia de concebirlo y formularlo como base y justificación en el tiempo de ese ser y existencia de nuestra nación.
Nuevamente es el momento de rescatar tal pensamiento, darle vigor y volver a profundizar en su extenso e incontrovertible significado. Fue hace ochenta y tantos años, en uno de los períodos más convulsos de nuestra Historia, tanto que acabó en una guerra civil, cuando José Antonio lo lanzó y defendió en foros y tribunas. Los separatismos, entonces como hoy, pretendían negar la existencia centenaria de esta nación sustituyéndola por románticos trampantojos nacionalistas. Hoy como entonces, lunáticos de mitologías, orates racistas, mercachifles metidos a políticos y secuaces analfabetos niegan la existencia de una nación cuya identidad es imborrable en las páginas de la Historia Universal, para inventarse en su lugar nacioncitas que marchan contra esa universalidad de los tiempos y que para pretender ser tienen que desgarrarse de aquélla rompiéndola en pedazos. Toda una contradicción, una inaceptable e insufrible paradoja, negando el todo que es y fue por una parte de ese todo que quiere ser y nunca fue.
España como nación tiene una misión de destino que no tendría a su vez más valor que la afirmación de un absurdo si las ricas y varias partes que la integran no estuvieran unidas por un pasado que nadie puede borrar; como no se puede borrar la existencia de una cordillera, unos valles, unos océanos, unas tierras con vida histórica milenaria por mucho que rasguen o destrocen el mapa que representa esa su antigua e indeleble existencia.
La Hispanidad es una realidad innegable. Millones de seres humanos que viven allende los mares, al lado de esas cordilleras, en aquellos valles, cabe a los ríos y ciudades fundadas por aquellos intrépidos descubridores, originarios de todas lugares de la vieja Hispania, son el más innegable documento, la crónica más gloriosa de la que todos los españoles actuales, incluyendo los portugueses, debemos estar orgullosos.
Por ello tenemos que ir nuevamente en busca del abrazo de nuestros hermanos de las otras orillas de los mares y océanos que surcaron nuestros antepasados. Llevan nuestra sangre, portan orgullosos nuestros apellidos, hablan nuestro idioma, el más feliz entre los idiomas, según acabo de leer, tienen una misma fe… ¿Por qué vamos a renunciar a un sentimiento legítimo de comunidad universal, al menos de una parte importantísima de ella, que hoy se materializa en una comunidad de naciones por las que corre el fluido espiritual de la Hispanidad? Lo contrario sería como tirar una vieja y gigantesca herencia por la borda.
Si todos los hombres y tierras de la España actual supieran y sintieran lo que es la Hispanidad, como su específica misión de destino, sus dolencias separatistas no existirían. Pero eso habría que haberlo enseñado desde la escuela. De todas formas, nunca es tarde para volver a empezar.
Un fuerte abrazo, hermanos del otro lado del mar. La Hispanidad es nuestra madre, que nos señala una misión conjunta para el futuro. Unidos, colaboraremos a una mejor convivencia en este dolorido planeta.
Pedro Conde Soladana
Admirado Pedro Conde: He compartido tu experiencia de ver como la definición de España como una Unidad de Destino es motivo de chanza y jolgorio- aparte de para los botarates de encefalograma plano, que nos merecen escasísima atención- para quienes sienten escozores ante esta afirmación y les pone muy nerviosos y pretenden despacharla expeditivamente mediante ese mecanismo irracional y primario que consiste en exhibir una jocosidad, que a pocos convence, como arma de desprestigio. Está claro que la proposición provoca más que escozores, sobre todo si se entera uno de cuál sería, concretamente, ese destino común que se propone y que consistiría, nada menos, que en ensayar entre todos una nueva fórmula política para limitar las acumulaciones de riqueza inútiles; para suprimir toda una serie de organismos financieros que quitan todo calor de humanidad a la economía; para acabar con la situación de todos aquellos, empleados durante años y años de una empresa en cuya suerte, en cuya prosperidad no han participado jamás; para acabar con el destino de hombres y mujeres que no tienen nada que vender, y como no tienen nada que vender, han de alquilar por unas horas las fuerzas de sus propios brazos; para que el esfuerzo de todo un pueblo se dirija, no a defender los beneficios de unos pocos, sino a mejorar la vida de todos: ¡Una alta terea moral! ¿Cómo no va a despertar ironías ingeniosas?