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2 METROS DE CALZONAZOS

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during the Military Parade on the National Day of Spain, in Madrid, on Sunday 12 October, 2014
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Por Pedro Conde Soladana para elmunicipio.es

O ¿se trata de otro individuo que ha dejado de creer en lo que debe y a lo que está obligado por las responsabilidades asumidas? Si así fuere, ¿por qué no coge con nocturnidad y precaución el camino hacia el puerto de Cartagena y sale huyendo de España como el bisabuelo en aquella noche, telón oscuro del primer amanecer de la II República?

Si la noticia es cierta, y parece serlo ya que hasta el momento no tengo información de que haya sido desmentida, es ineludible comentar el asunto por tener, a mi juicio, una transcendencia más allá de la anécdota.

La tal noticia tiene dos caras: una guapa y otra fea. La bonita es que la bandera de España ondeará día y noche en el palacio de la Zarzuela. Cómo admiro a Francia en esto; qué pedazo de banderas por todo el territorio galo. La otra la faz de la noticia, la de la mal encarada, es la de la supresión de una ceremonia, escenificación de un hecho sustancial, que forma parte intrínseca de un estamento, columna vertebral de la existencia de la nación, el Ejército de España. Izar y arriar la bandera nacional en los cuarteles es mucho más que el reflejo de una costumbre, es el rito militar de mostrar al mundo que los soldados de esta Patria, como los de cualquier otra, se levantan todos los días al toque disciplinado de la corneta para renovar su juramento de defenderla si es preciso con la propia sangre. Arriarla al atardecer es recordar a los caídos por ella y decirles en oración que ni un solo día olvidaremos su sacrificio.  Y ¿desde dónde mejor recordar a su vez a todos los españoles que sus Fuerzas Armadas están en permanente acto de servicio, ese “Todo por la Patria”, que desde la Casa que habita su Capitán General?

Que no soy monárquico no voy a declararlo como novedad porque no lo es. Al poco tiempo de tener uso de razón, aunque sea una hipérbole, y darme posterior cancha en las páginas de los periódicos, comencé a decirlo publicamente sin recato ni rebozo. Es decir, plenamente convencido, hasta el extremo de haberlo convertido ya en un principio de mis creencias políticas. No voy a extenderme en el por qué como respuesta a posibles preguntas de alguno de mis lectores que lo ignore porque ya lo he explicado más de una vez. Tampoco me extenderé en dar detalle de ese porqué. Sólo daré uno que tiene que ver con la cronología de la Historia de España: dejé de ser monárquico después de morirse Felipe II, mi paisano. La interpretación sobre esta mi postura la dejo al criterio de quienes les gusta la Historia, la estudian o la leen al menos. Seguro que encontrarán razones, aunque alguno no las comparta. A mí  creo que me han sobrado para que se respete mi tacha a la monarquía y a estas alturas del siglo XXI. De aquellos que ni estudian, ni siquiera leen, y no digo ya si expresamente confiesan que no les gusta la Historia, no diré nada por deferencia, por no decir por compasión a su demediada cultura. No conocerla es como ignorar la cronología de la  propia vida desde el día del propio nacimiento. La historia de un verdadero ciudadano es la cronología menor pero inseparable de la Historia de la nación a la que pertenece. Y así se nos debería enseñar desde la escuela y en la familia.

Soy republicano desde la entraña intelectual. Ahora bien, no todos los republicanos somos lo mismo ni todo el republicanismo tiene el mismo origen ni la misma esencia. Existe un tipo de republicano y de republicanismo, quizá el más común y abundante, cuyas razones son distintas a las mías por lo que no le reconoceré como conmilitón de mis ideas. Y para que se oriente y no se confunda conmigo le afirmaré rotundamente que yo nunca seré republicano del tipo de aquella desastrosa  II República española; sí, la que duró del 14 de abril de 1931 al 1 de abril de 1939. En definitiva, y poniendo colores a las banderas, nunca seré un republicano de color rojo. Mi República es de color azul como el del cielo en un amanecer de la primavera. Mi democracia comienza en el pequeño municipio, con elección en concejo abierto del reconocido como mejor y más competente ciudadano del mismo y se culmina en la Jefatura del Estado, ocupada por el mejor y más competente ciudadano de la nación cuyo origen puede ser la cuna del más modesto trabajador de la nación.

Llegado aquí, pido perdón al lector, a los lectores, por tan largo preámbulo, tan extenso prólogo, tan detallado exordio, tan personal prefacio que parece un digresión o salida por la tangente para no abordar el tema anunciado en el título: DOS METROS DE CALZONAZOS.

Espero que ninguno de mis presuntos lectores tome cuanto voy a decir como una irreverencia o una falta de respeto. Siempre me dije que nadie que se la haya perdido a sí mismo puede exigírselo a los demás. La mayoría de los titulares de la Corona Española de los últimos siglos hace tiempo que ofendieron a ésta en su honor y orgullo con sus indignas conductas, más a la altura de unos caballerizos, con perdón de éstos, que a la de unos reyes. Si aquel Felipe II levantara la cabeza, no le hubiera hecho falta esperar al invento de la guillotina para hacer justicia a estos inadecuados e indecorosos sucesores.

Se dice que la monarquía es forma, aura, ceremonia, boato, aparatosidad casi sacral… Se llega a decir que hasta magia, ¿será esto último por el arte del similitruqi con el que suelen emplearse alguno de estos coronados? Pues izar y arriar la bandera de España todos los días es mucho más que eso. Tal acto trasciende a cualquier forma de Estado, monarquía o república, porque la bandera es el símbolo visible de la nación y su soberanía. ¿Quién es un rey o un presidente de la república, que no sea cualquiera de ellos un felón, para suprimir por caprichosa voluntad un acto que forma parte de la esencia y existir de esa nación?

Y no digamos ya si los rumores que acompañan a la noticia son ciertos; si son el capricho y las molestias que le causan a la consorte morganática lo sonidos agudos de la corneta mañanera y vespertina el motivo de la supresión de una tradición, de un acto de disciplina y servicio de la fuerza militar que integra la Guardia Real y que es el mismo que obliga a las Fuerzas Armadas de la nación de la que aquélla es parte.

Pues si no le gusta, que le pongan en vez de la florida y vistosa Guardia Real guardianes de seguridad privada de austeros y pardos uniformes cortados en serie. Claro que ya tendríamos otro gasto añadido a costa del bolsillo de todos los ciudadanos. Mejor que siga la Guardia Real con todos sus efectos y reglamentos militares. Nada más y nada menos que 1.500 soldados de los tres Ejércitos, hombres y mujeres, guardando la seguridad de la que un día será su Capitana General, la Princesa de Asturias, esa guapa niña llamada Leonor. “No lo estropees, mamaíta”.

De ser así, valga lo dicho: DOS METROS DE CALZONAZOS. 

            Pedro Conde Soladana

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