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Dionisio Ridruejo en la División Azul

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Primero, fue el icono de una Falange sólo ilusoriamente triunfadora. Después, el de esos mismos combatientes desengañados. Por fin, el de una cierta izquierda light. A los diseñadores y timoneles de la Transición les sonrió la suerte cuando Dionisio Ridruejo exhaló su último suspiro unos meses antes que Franco, pues sospecho que, en calidad de virtudes democráticas y en un momento en que –como en todos los cambios de régimen– no cotizaban al alza, su ecuanimidad y honestidad proverbiales les hubieran resultado de lo más tiquismiquis e incordiantes. De hecho, en 1976, Taurus publicó una colección de recuerdos debidos a quienes habían sido amigos y colaboradores del disidente (Juan Benet, Luis Rosales, Narciso Perales, Cela y Aranguren entre ellos) y en tan temprana fecha, con su cuerpo casi todavía caliente, ya se le situaba de modo tácito en un universo pretérito, por no decir que remoto. Cada elogio era como una paletada de tierra sobre un hombre que, en vez de con y contra Franco, hubiese luchado contra el Gran Turco o polemizado en el foro, en unos brumosos Idus de Marzo, con Cicerón.

Desde hace unos pocos años, pasados los suficientes para que de su figura ya se haya desprendido todo eventual ascendente intelectual o moral, se ha procedido a su exhumación. Memorias, biografías… La recuperación por Fórcola, en una impecable y desapasionada edición crítica de Xosé M. Núñez Seixas de sus Cuadernos de Rusia, los diarios de su tiempo de servicio -desde julio de 1941 hasta septiembre de 1942- en la División Azul, con trazas de haber sido en su momento pasados a limpio, pero no modificados, nos parece un acierto, y no sólo por su valor estrictamente literario. También, porque estas páginas vienen a esclarecer -o tal nos parece- la razón última de las dificultades para hallar encaje institucional a Ridruejo lo mismo en el escenario franquista que como comparsa de una burocracia democrática. Al calor de la experiencia directa del frente o del roce sin intermediarios con la gente, el campo, la calle o las páginas de un libro, Ridruejo –aquel poeta soriano recriado en Segovia y que, pese a su frágil constitución, se alistó y partió a Rusia a combatir a cuarenta grados bajo cero en Possad, el monasterio de Otenskij y la cabeza de puente del Volchov, en parte para callar bocas y en parte por su decepción con el nuevo orden– experimentaba sentimientos, es decir: le sobrevenían apreciaciones de conciencia, valoraciones templadas a la lumbre de principios éticos, se conmovía… Ridruejo estaba, en fin, totalmente incapacitado para llegar a ser lo que se entiende por un político, espécimen social al que –ya en su variante gélida, ya en la bravucona– únicamente importan el lucro económico y el disfrute de la erótica del poder.

Redactados por su autor a veces en la comodidad del hospital y a veces en la trinchera, mientras se frotaba las orejas con nieve para no perderlas y rodeado por los últimos románticos del falangismo (Enrique Sotomayor, Luis Nieto, Vicente Gaceo…), sumidos todos ellos en un piélago de dudas y cuya valentía e idealismo quedan en estos cuadernos tan de manifiesto como su muy deficiente comprensión de la realidad política internacional… los diarios de Rusia permiten entrever lo poco que los combatientes españoles sabían acerca de la drástica política de exterminio adoptada por el III Reich contra la población judía, y también las reacciones de repulsa que las inquietantes escenas que a veces presenciaban despertaban en sus conciencias. No obstante, Ridruejo ve las columnas de inocentes de ambos sexos, conducidos sin distinción de edades hacia destinos presumiblemente poco halagüeños, y expresa su compasión… pero matizando que eran judíos y, claro, esa compasión no significaba simpatía (¡!).

La «matización» de Ridruejo nos dejaría estupefactos de no saber bien que tal era el parecer característico del occidental medio de entonces, y en gran medida lo sigue siendo del de hogaño, aunque ahora los blancos de sus «matizaciones» puedan ser otras comunidades distintas de la hebrea. De hecho, y por varias razones, ni el III Reich ni el comunismo nos serían inteligibles de hacerse abstracción de la costra de antisemitismo subyacente en la sociedad europea de entreguerras (algunas poblaciones invadidas por los nazis, observa Ridruejo, odiaban menos a sus invasores que a su propia minoría judía). Tórnase inevitable pensar en que, más o menos mientras Ridruejo escribía estas meditaciones, Irene Nemirovsky era deportada a Auschwitz, donde ella y su marido fueron asesinados a la vez que, en París, la prensa colaboracionista con el ocupante nazi elogiaba sus virtudes como escritora y publicaba su última novela. Nemirovsky cometió el trágico error en el que nunca podemos permitirnos caer quienes pertenecemos a una minoría étnica: asumir, dar por sentado que debemos ponernos siempre en el lugar de la mayoría, sin exigir a ésta que, al menos de vez en cuando, se ponga en el nuestro.

Por debajo de un barniz de emociones y lecturas de escasa consistencia, Ridruejo nunca fue, en propiedad, un nazi. Confía en que Alemania habrá de renunciar a los aspectos más desagradables del nazismo: al «mito germánico-pagano», «la presión sobre la función libre de la inteligencia», «el utilitarismo dictatorial», su «política racional»… Y en que dichos lastres caerán o se morigerarán por su propio peso. Quizá sea demasiado fácil y muy poco justo enjuiciar con los libros de historia sobre la mesa y el tiempo oficiando de confidente las cualidades proféticas del natural de un continente –Europa– en el que por la democracia, cuyas instituciones sólo fueron restauradas en 1945 por la victoria de ejércitos de ultramar, prácticamente no combatía nadie. ¿Hubieran sucedido así las cosas, como pretendía él? Trasladado al caso del comunismo, el pronóstico de Ridruejo se mostró acertado: Andropov no era ya tan sangriento como Trotski, cierto. Pero la suavización del régimen precisó de tres generaciones de rusos y europeos orientales masacrados por la tortura, el asesinato, la humillación intelectual y el campo de concentración. ¿Mereció la pena?

Pienso que el propio Ridruejo, tal y como su trayectoria posterior ilustra, no tardó en darse cuenta de que no, de que no la merecía. Jamás renegó de su idealismo juvenil ni de su aventura bélica en las estepas, pero allá por 1955 ya se había adherido al: «No es esto, no es esto» de Ortega… Un poco a lo que el otro Ortega, Domingo, sentenciaba sobre el toreo mal planteado y peor puesto en práctica.

Quizá empezara ya Dionisio Ridruejo a entreverlo en alguno de los carteles de toros –seis para Juanito Belmonte, Gallito y Andaluz– que decoraban las chabolas de la División Azul, la única unidad de aficionados a los toros –y ya, sólo por eso, nos caería simpática– de todas las movilizadas por la Wehmacht… y que, como el Ortega de Borox, lidió y despachó con éxito toros cuya lidia parecía imposible.

Dionisio Ridruejo, o un matador condenado a lancear a la verónica a toros de nieve…

Joaquín Albaicín en Cultura transversal

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