Lo que más recordamos de “La Ballena Alegre” es la risa de José Antonio. La elocución en él, tallada diamantinamente, se atuvo a formas regulares de las que comunican firmeza al pensamiento. No fue la suya, eso no, la brevedad lapidaria que se recrea en si misma y se engríe con la inscripción o el aforismo. El don de dones en José Antonio fue su entereza de príncipe y otro don, ese saber disuelto en la sangre antigua al que llamamos gusto. Pero la concisión no configura por sí, aunque coopere el gusto, la brevedad imperatoria a que el fundador propendía. El estilo de José Antonio es, ante todo, estirpe, y como tal, privilegio que se recibe en la cuna. Antes que canon y que precepto es el latido de una casta que ha sabido mandar e imprimir nobleza a los deberes difíciles. Antes que pulcritud o que orden lúcido en el idioma es diafanidad en el comportamiento. Su pasión destilada en teoría, a veces, es sobre todo ademán del noble que se vigila y que se exige. La alta varonía del hombre, hecha de lealtad, de pensamiento y de honra es la que hace al estilo y lo sella con sus armas. Quien le elogie con justeza no le llame artista, sino señor del habla. En el arte de amar como en el de morir o en el de hacer la guerra nobleza obliga; en el de componer discursos no siempre. Con los suyos, José Antonio cambio el destino de un pueblo, o lo que vale más, el destino de una época; pero no porque sean perfectos, sino porque el resplandor de un alma egregia los toca además. Así, más o menos, respondimos no hace mucho a una pregunta de “Ya”; ¿Fue José Antonio un artista de la palabra?” Este dictado de artista, según nosotros, no añade nada al que, conductor de naciones o consejero de reyes, acierta con su palabra a atraer, a reconciliar y a construir. Oreó nuestro amigo su mente en las cumbres de la Filosofía, de la Historia o el Derecho, más no se le llame docto porque no es en libros donde se aprende lo que él sabía.
Más lejos aún y con toda intención iba nuestra respuesta. Muy sobriamente como se repuje y se bruñe el acero de la armadura, repujó su idioma alguna vez José Antonio, aunque más atento al temple que al ornato. En ese idioma bien martillado se grababan para siempre las incitaciones al honor y al sacrificio que la juventud ha hecho suyas. Recusó en el estilo y en la vida la facilidad que es el octavo de los pecados capitales contra el que, ojalá, pueda más la justicia que la misericordia. Cuidemos de que la Naturaleza tan varia en sus asaltos, no nos aniquile, pero cuidemos antes de que no nos embote. Resistir al universo se nos manda, y durar y no disolverse, para que dominando las cosas no sean ellas las que nos dominen.
Y en fin, por cruel que sea había que decirlo, y hoy, además, reiterarlo. En los hombres el saber vale menos que el barro de que están hechos. La poesía antigua y hasta el Evangelio, aluden a los odres que mejoran los vinos y a los odres que, inevitablemente los agrian. Hombres hay, dentro de los cuales, las esencias más puras del saber se corrompen. De esta verdad fundada en privilegio hay que partir para entender a José Antonio, señor de la palabra, en quien la estirpe se ha adelantado al arte.
Prefería el fundador en “La Ballena Alegre” a los temas de la política los temas generales. Hablaba diáfanamente y con sencillez cordial de ciudades, libros, exposiciones, figuras del saber, de la guerra o del gran mundo y episodios de toda suerte. Más que la palabra de José Antonio, en “La Ballena” con sernos inolvidable, recordamos su risa. ¿Cómo los biógrafos de José Antonio no recogen en sus memorias aquel raudal de luz, su risa, que nos reanimó tantas veces y nos hizo mejores? De las cosas memorables de “La Ballena”, la que retenemos más complacidamente es la risa de maravillosa fluencia del que allí, como en todas partes, nos presidía y nos mandaba.
Estafeta literaria, junio 1944
Visto en Plataforma 2003