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Así me convertí en el marginado de la clase

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Yo era un niño normal. En el colegio no destacaba por ser el líder de la clase ni por tener un éxito desmesurado con las chicas (ese era Rubén, ¡menudo espabilado!) pero tenía mis amigos (no muchos, para qué negarlo) con los que compartir esos tiempos vagos que llamaban recreos. Jugábamos al fútbol, al escondite, vaya, que mi vida era igual que la del resto de chavales de mi edad. No era feliz yo ni nada…

Sin embargo, mi cuerpo un día dijo basta. No sé si alguien me echó un mal de ojo pero cuando empecé el instituto (recién cumplidos los 14 años), pegué el estirón como los compañeros con los que venía del colegio pero en vez de hacerlo a lo alto, lo hice a lo ancho. Empecé a engordar y a engordar, a sumar kilos y más kilos y a ver como lo único que perdía en mi vida era amigos.

De un día para otro, me di cuenta de que estaba solo. Laura, Lorena, Raúl, Rubén (el ligón). Todos esos niños que habían sido parte de mi vida habían desaparecido por completo de mi alrededor y cuando se cruzaban conmigo en el instituto, bajaban la mirada o cuando lo hacían era para demostrarme que ellos estaban en otro rango.

Y vaya que si lo estaban. Primero me atacaron con la indiferencia y más tarde empezaron a utilizar otras armas mucho más ofensivas y más propias de mayores de edad que de niños que están en plena edad del pavo. «Gordo marginado», «estás más sólo que la una»… estos calificativos se hicieron rutinarios en mi vida, llegando la situación hasta tal punto que deseaba que la hora del recreo jamás llegara.

Y sí, ellos tenían muchos prejuicios. ¿No puede ser un niño gordito amigo de otro que está en su peso? Para ellos, no. Me pasó a mí en su momento pero tengo claro que le pasa a cientos de niños en España y en el resto del mundo.

Y lo peor no es eso, lo peor es que cuando llegas de nuevas a un lugar (el instituto) y necesitas a tu gente para superar esos duros momentos. ¿Y quién podía ayudarme a mí? Nadie. Ellos se habían ido en un abrir y cerrar de ojos. El periodo que pasé en el instituto fue el peor de mi vida. Mis profesores decían que era mi culpa. Ellos no hacían absolutamente nada, tendrían otras preocupaciones más importantes que integrarme a mí en el grupo de la clase ¿Tengo yo la culpa de tener el cuerpo que tengo?  Quizás sí pero cierta responsabilidad tenga la sociedad.

¿Tengo yo la culpa de que un niñato me insultara con 13 años constantemente y me hiciera difícil la vida en el colegio? ¿Y qué me robaran la merienda en el recreo constantemente? Seguro que muchos de vosotros pensáis que este tipo de cosas sólo pasan en las películas pero yo os aseguro de primera mano que esto sucede… y seguro que muchas veces.

Sería un hipócrita (y a la vez un mentiroso) si dijera lo que much@s chic@s, que la adolescencia ha sido la mejor etapa de mi vida. Siendo claritos: ¡y una mierda para ellos! Cuando todos ellos deseaban que llegaran las 14:10 para quedar ese mismo viernes por la tarde para hacer sus planes, yo anhelaba que llegara el lunes para intentar salir de un bucle que parecía no tener fin. Mientras ellos reían en el parque a esa hora, yo lloraba en mi casa por estar solo y no tener una adolescencia normal como la suya.

Ninguno de esos niñatos que me amargó la existencia y mi adolescencia hace años sabe la cantidad de lágrimas que derramé durante esos años. Lágrimas de rabia por perderme los mejores años de mi vida y lágrimas de impotencia por no poder hacer nada y replicar a esos mocosos con alma de diablo que seguían con 17 años haciendo lo mismo que cuando acababan de entrar en el instituto.

Ahora, diez años después de todo ese nubarrón que ennegreció y de qué manera mi vida, he de reconocer que soy una persona totalmente distinta. Le di la razón a la sociedad (egoísta y en la que el físico predomina por encima de todo para no ser mal visto) y perdí peso. Mis amigos de la universidad (esos son los que valen, ¿verdad?) me dicen que estoy demasiado delgado y les cuento esta pequeña historia que hago pública con vosotros y me dicen «que sí, que normal que me ponga a dieta y todas esas cosas».

Pese a todo lo que sufrí en el pasado por estar gordo (obeso, tonel o cómo queráis llamarlo), no le guardo rencor a ninguno de esos niños que putearon y terminaron haciendo mi adolescencia como lo más cercano al infierno que he vivido en mi vida.

De hecho, a Rubén le veo habitualmente por el barrio y le saludo afablemente. Es entonces cuando, de pasada, hecho la mirada atrás y digo aquello de «quién era y quién soy». A él, la vida no le ha sonreído (ni estudia ni trabaja) y de tanto ligar en el pasado, se le han debido de acabar los bono-novias, ya que está soltero. Será el ‘karma’, digo yo.

Yo, en cambio, que sufrí lo mío en el pasado, tengo mi trabajo, que oye, no es para tirar cohetes pero que junto a mi chica me hace disfrutar de una juventud tardía que suplanta a la adolescencia que finiquitaron personas como él. La vida me debía algo como esto y ahora, poco a poco y paladeando uno de sus bollos que me comía cuando era pequeño, lo estoy disfrutando…

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