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Cataluña, Falange

Por Eduardo López Pascual para elmunicipio.es

Cualquier analista de la vida política de José Antonio, aun desde sus años de estudiante universitario, fuera de las aventuras ideológicas que le llevó a fundar la Falange, sabe de la actitud que el joven Primo de Rivera tuvo siempre respecto a la región catalana y, especialmente, por haber vivido allí en la capital del principado con ocasión del nombramiento de su padre como Capitán General de Cataluña, en 1922, circunstancias que le hizo sentar plaza de soldado voluntario en esa región. Poco después al regreso a Madrid, se matricula en el curso de Doctorado en Derecho, y viene la dictadura en la que él no toma postura alguna dedicándose a sus menesteres de abogado. Sin embargo, su estancia en Barcelona, le acercó como a nadie al sentimiento catalán, a su riqueza como pueblo, a su histórica contribución al ser español desde su “seny”, periférico.

Conoció el alma catalana en sus continuos encuentros con las gentes de las tierras de por allí, del Vallés y del Ampurdá, de Garraf y de los Payeses, porque como soldado raso quiso y pudo conectar con el pueblo. Allí aprendió por primera vez ese carácter catalán, que él consideró siempre como idiosincrasia de una región específica como era y es, la tierra de almogávares artistas y comerciantes constituida en Franco Condado siglos atrás, hasta tal punto esto es cierto que el propio ex presidente de la comunidad autonómica Pujol, declaró al periodista Belloch, que José Antonio era uno de los pocos políticos que mejor habían entendido a Cataluña. Quizás fueran sus mejores palabras.

Así pues, y valorando toda la reflexión que el líder falangista hacía del tema catalán, no es de extrañar tampoco, que sus ideas fueran en todo momento a reconocer la realidad de un pueblo, quizá demasiado castigado a través de la derrota carlista en la guerra de sucesión, pero con la firme convicción de que su existencia no podía justificarse fuera del sentido nacional de España. De ahí que en su discurso en las Cortes españolas, de 30 de noviembre de 1934, acabara su intervención con un claro “no podemos dar el Estatut a Cataluña.” Por eso no debe de sorprender que el amor que sentía por Cataluña estuviera reforzado por su testimonio, junto a Roberto Bassa, y Julio Ruiz de Alda, en la marcha que bajo el cartel “¡Viva la unidad de España!”, realizara sin ninguna reserva. Y era una decisión pensada, pues si José Antonio no justificaba la nación española solo por su geografía, por sus costumbres y usos, o por sus culturas y razas, o por su idioma, no podría considerar a la hermosa e hispana región catalana, como una entidad divorciada de la España edificada desde el siglo XV. Este sentido de la unidad indivisible de España es el mismo concepto que en otras ocasiones diría sobre el conjunto de las tierras hispanas, y así recordamos sus palabras ofrecidas en el artículos “La gaita y la Lira”, que no fecho pues son de todos conocidas, donde explicaba perfectamente esa idea tan defendida por los falangistas de todas las épocas.

La Iberia histórica, madre de todas Las regiones y comarcas españolas, no tiene que defender ahora el origen de su composición política y territorial, que ya desde la llegada de Griegos y Romanos se la conocía como las provincias del imperio Citerior y Ulterior, donde la primera se extendía por casi todo el territorio costero, central y sur de la península abarcando las multitudes de tribus ibéricas, Jascetanos, llerdenses, Bastetanos, etc. que no se trata de hacer aquí un ensayo de Historia-, sino de comprender que ni en el principio de su configuración territorial Cataluña jamás formó unidad política propia e independiente. Posteriormente, sabemos de la comunidad visigótica que tenía en Barcelona uno de sus territorios más queridos. Luego la historia nos cuenta las circunstancias por las que esa región llegó al Franco Condado pero siempre como parte de un destino compartido, que como intuía José Antonio se basaba como idea inherente a un destino común español.

Pues bien, conociendo, respetando y amando el recorrido tradicional de esa región histórica, llena de actos y gestos propios del “alma ibérica”, de la Hispania entera, los falangistas o, cuando menos, gentes como yo mismo, queremos que esa relación con su propia nación, la España que conocemos, siga bajo caminos de comprensión y complicidad honesta, y que cualquier aspiración en defensa de derechos consuetudinarios sea no solo, aceptada como norma lógica, sino como exigencia formal de nuestro Estado de derecho. Eso sí, siempre que no albergue en su seno, ninguna reserva en cuanto a su implicación y pertenencia a la nación española, algo que, como ahora, en demasiadas ocasiones se ha visto ninguneada por los propios dirigentes nacionales, como ya advirtió el fundador falangista en los años treinta acusándolos de ingenuos ignorantes o lo que era peor, de traidores. En este sentido, creemos que el proceso separatista en Cataluña, no ha siso llevado con la transparencia y sobre todo el rigor, que merece una situación como la que tenemos.

La realidad de los países democráticos, de los Estados de derecho y avanzadas Constituciones, es que ninguna de ellas admita la segregación de alguna parte de su territorio, si exceptuamos al Reino Unido, ya que su relación con Escocia se basa en un pacto común entre territorios independientes firmado hace tres siglos, detalle que no se cumple en España y que por razones similares no se contemplan en las legislaciones alemanas, francesa o Italianas entre otras muchas, salvando las nuevas naciones balcánicas con un proceso político e histórico muy diferente a la española derivado de las realidades de los imperios centroeuropeos que desembocaron en las Guerras Mundiales. Por esto, ni las repúblicas del 31 o del 34, el régimen del 18 de Julio de 1936, o la constitución del 78, posibilitan de ningún modo, la separación unilateral de Cataluña, el País Vasco, Galicia o de cualquier región de España.

Dicho y expuesto esto, queda clara que los falangistas, por razones de historia y también -como aducen algunos catalanes-, por razones de sentimiento, que fue uno de los mejores argumentos de José Antonio para comprender el asunto catalán en 1934, no ampararemos nunca una situación de ruptura territorial y apelaremos a todas las instancias legales a fin de evitar una secesión anunciada. No tenemos empacho, al menos quien esto escribe, en llamar a las cosas por su nombre y calificar el intento independentista de una clase política catalana, (niego que sea el pueblo), como un golpe de Estado que requerirá, si es preciso, la aplicación íntegra del artículo 155 de nuestra Constitución, que observa la congelación de las prerrogativas concedidas en el Estado de las Autonomías. En este punto, habría que señalar que no hace falta llegar a repetir los momentos de octubre del 34, y la actitud firme y beligerante del Presidente Azaña, cuando firmaba el Estado de Excepción en Cataluña, con la destitución y prisión de los primeros cargos de la Generalitat. No creemos que se llegue a este punto, más no deberíamos tomar a leve cualquier opción separatista del señor Más y sus adláteres.

Como José Antonio pronunciara en su discurso en las Cortes, el 30 de noviembre de 1934, y no repetiré aquí literalmente sus palabras-, una nación no se justifica por la geografía, las costumbres y ni siquiera por el idioma, sino cuando se interpreta como esencia de un destino universal. No diré imperial, que esa dialéctica formaba parte de una cultura ochocentista y en cierto modo romántica, victoriana, usual en aquellos tiempos pero alejada de nuestra concepción actual de empresa en común, por más que en la terminología joseantoniana se refiriera a una empresa universal de cultura y civilización como a mi parecer, ya apuntaba el filósofo Adolfo Muñoz Alonso.

No, los falangistas, sin calificaciones, amamos a Cataluña y por eso la amamos como española; y entendemos su alma sentimental, respecto a su tierra, pero por las mismas razones creemos en la indivisibilidad de una nación común, madre de todas las tierras de España. Y esto jamás cederemos. Es claro que conocemos el largo camino de Cataluña como región, como pueblo, como hecho histórico de muchos siglos, de sus vicisitudes y experiencias que no vamos a reseñar ahora por ser de todos más que sabidas. Y no cabe aquí una lección de historia más que contrastada por peritos e investigadores de tantos años, no, no hace falta, solo activar la razón, el sentido común, y la verdad para ser fuertes en la identidad de una patria común que es España.

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