- El régimen comunista ensayó un programa de reeducación para exterminar el alma, minando los fundamentos religiosos y de la familia.
- En el penal de Pitesti, los estudiantes cristianos que no renegaban de Dios eran bautizados a diario en una cuba de orina y excrementos.
- También se martirizó a obispos y sacerdotes.
- “¿Un infierno en la tierra? Peor. Creo que ni siquiera en el infierno pasa lo que he visto en Pitesti”, dijo uno de los supervivientes.
Rumanía tardó tiempo en enjuiciar su pasado comunista, demasiado, y eso ha dejado una pesada losa de silencio sobre todo lo que realmente ocurrió en los llamados años negros del estalinista Gheorghe Gheorghiu-Dej o después, con Nicolae Ceaucescu. Sólo la tenacidad ha permitido salvar del olvido lo que sabemos ahora de las brutalidades perpetradas por una dictadura sin escrúpulos en penales como los de Ramnicu Sarat o Pitesti. Genocidio político en la primera y genocidio moral, sobre todo, en la segunda.
Ramnicu Sarat fue conocida como la cárcel del silencio por el sórdido régimen de aislamiento al que se sometió a los presos. De hecho, algunos de ellos llegaron a olvidar cómo se vocalizaba. Esa cárcel volvió a la actualidad en julio, tras la condena a 20 años de prisión de su comandante, Alexandru Visinescu. Pero esa condena, en realidad, ha sido una excepción. La mayoría de los culpables ya quedaron libres en los años noventa, por razones de salud, o simplemente nunca serán juzgados.
La cárcel de Pitesti fue conocida porque ahí se puso en marcha el llamado experimento Pitesti, que consistió en reeducar a los presos, con los principios del comunismo, a base de torturarlos para que a su vez torturaran a sus compañeros. La intención última era exterminar el alma de los detenidos, minando, en primer término, los fundamentos de la familia y de la religión. Como explica uno de los que sobrevivió al experimento: “Hasta Satanás podría aprender de lo que había allí dentro”.
Me ha contado un buen amigo y colega lo tremebundo de aquella cárcel especial, situada a 120 kilómetros de Bucarest y que funcionó entre 1949 y 1952. En ella se encerró al principio -sin juicio ni proceso- a unas mil personas, sobre todo universitarios creyentes y sacerdotes greco-católicos (católicos de rito bizantino), sometiéndoles a las pruebas más bárbaras.
En sus celdas, la temida Securitate (policía secreta) probó mil formas de tortura para destruir psíquicamente a los presos y que acabaran confesando delitos que nunca habían cometido. Entre las torturas, palizas, descargas eléctricas, inmovilización en posturas insoportables, abusos sexuales, comida insuficiente o a base de excrementos o gusanos… También se martirizó a obispos y sacerdotes, con prácticas degradantes, simplemente por el hecho de serlo. Para Solzhenitsyn, en fin, que había sufrido en carne propia el gulag soviético, lo ocurrido en Pitesti fue “la más dura barbarie del mundo contemporáneo”.
Los testimonios de lo que sucedió en Pitesti se han conocido a cuentagotas, gracias, entre otros, a Marius Oprea, el principal investigador de los crímenes de la policía secreta durante el régimen comunista. Y muchos de ellos están recogidos en el libro de Guido Barella La tortura del silencio, una lúcida e implacable crónica de lo que ocurrió en Rumanía durante el régimen comunista. En ese periodo fueron torturados, física o psicológicamente, más de 23 millones de rumanos y hubo también persecución implacable contra los católicos.
De Pitesti hay revelaciones inquietantes que prueban hasta qué punto llega la crueldad humana cuando se empeña. Marius Oprea cuenta que una de las cosas que más le sorprendió cuando preguntaba a los presos supervivientes por las macabras torturas que se habían ensayado con ellos, aquellas personas “no hablaban de dolores físicos sino psíquicos”. ¿Cuál había sido el peor día de su vida? “Muy pocos me contestaron -dice-, pero todos se echaron a llorar”.
El objetivo de las torturas era que confesaran una realidad imaginaria o se autoinculparan de algo para complacer teóricamente a los interrogadores y escapar así de la tortura (otra ficción porque las torturas seguían). “Lo primero que minaban eran los fundamentos de la familia y la religión y después destruían esos sentimientos para destruir el alma”, cuenta Oprea, y a partir de ahí, cualquier cosa, como que “los presos se alimentaban unos a otros con las heces” o que “los sacerdotes fueran obligados a celebrar la liturgia ante una cruz hecha con excrementos”.
El cineasta rumano Sorin Iliešiu intentó condensar las macabras tropelías ejecutadas en Pistesi en el documental El genocidio de las almas, después de grabar horas y otras entre testigos y expertos. Es un documento duro y valioso, pero silenciado y boicoteado por las autoridades rumanas postcomunistas.
Muchos de esos testimonios se pueden ver gracias al propio Iliešiu, que los ha colgado en la web El genocidio de las almas. Tiene una versión para leer los documentos en español.
Es escalofriante lo que dice uno de los supervivientes, Aristide Ionescu (en la imagen junto a una placa que recuerda las atrocidades en Pitesti), entrevistado en 1990, cuando tenía 60 años. “Todavía hoy, cuando estoy en una iglesia, tengo la impresión de no tener derecho a estar allí, de no poder siquiera entrar después de haber visto lo que he visto y no haber luchado bastante para oponerme a lo que pasaba”.
Ionescu se refiere a las torturas que tenían que infringirse los propios presos, unos a otros. Y cuando el cineasta le pregunta por ello, responde: “¿Un infierno en la tierra? Peor. Creo que ni siquiera en el infierno puede suceder lo que yo he visto, temo que incluso Satanás podría aprender de lo que había allí dentro”.
El superviviente de Patesti se refiere a las víctimas de aquella barbarie: “Algunas de ellas podrían, deberían, ser canonizadas: personas que han dado a un compañero el último trozo de pan que tenían. Me parece que al fin y al cabo Satanás le ha hecho un favor a Dios: todas esas personas están ahora allí, en el cielo, y no pueden menos que ser santos. Este sistema fue un intento diabólico de aniquilar al individuo, de convertirlo en algo menos que un animal. El régimen buscaba que allí dentro cada uno terminase por matar su propia alma. Pero yo digo que no lo consiguió”.
El cineasta se resistió a desvelar algunos de los testimonios recogidos porque, como explica, tenía “la impresión de profanar algo”. “Está documentado -cuenta- que los estudiantes cristianos que no renegaban de Dios eran bautizados cada mañana metiéndoles la cabeza en una cuba llena de orina y excrementos”. Y si hacían eso con los estudiantes, imagínense lo que obligaban a hacer a los sacerdotes entre blasfemias…
Los relatos de lo sucedido en Pitesti han salido a la luz entre grandes dificultades. El régimen comunista se encargó de silenciarlos con severas amenazas tanto a los presos como a sus familias. Y a la postre, muy pocos afectados quisieron hablar después de lo que habían vivido, por vergüenza o por miedo a las represarías.
Tampoco se supo mucho más tras el levantamiento contra Nicolae Ceaucescu (1989). Se trató, en realidad, de un simple golpe de Estado, en el que los propios generales comunistas juzgaron y condenaron a muerte al dictador y a su mujer, y se consolidaron en el poder (con ropaje democrático), poniendo un velo cegador sobre lo ocurrido durante 41 años de comunismo.
Un dato para acabar: en 1948 había un millón y medio de fieles greco-católicos en Rumanía, cuando Stalin obligó a la Iglesia a disolverse. De sus doce obispos, fueron asesinados nueve. En 2002 murió uno de los supervivientes, el cardenal Alexandru Todea, encarcelado durante 11 años y 27 años más en arresto domiciliario. La Iglesia logró sobrevivir después de 41 años en la clandestinidad y en 1990, Juan Pablo II restableció la jerarquía en sus cinco diócesis. Sin lugares de culto, superó la represión en secreto y en la actualidad hay entre 1 y 1,2 millones de católicos en el país, de 20 millones de personas.
Como dice mi buen amigo y colega, consuela, y atormenta a la vez, saber que sólo Dios sabe todo lo que pasa en la tierra…
Información ofrecida por Rafael Esparza en el diario Hispanidad.