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Crítica del homosexualismo como ideología imperante

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Crítica del homosexualismo como ideología imperante


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Por José Manuel Bou Blanc 

Este año las celebraciones del día del “Orgullo Gay” han sido precedidas de la sentencia de la Corte Suprema de Usa que obliga a los estados de la Unión a implantar el matrimonio homosexual, ya vigente en muchos de ellos, lo que ha aumentado aun más la alegría de los activistas de este colectivo. En España, país pionero en la legalización del matrimonio gay hace 10 años, los recientes cambios de gobierno de algunos ayuntamientos, han propiciado que los edificios municipales de las ciudades más importantes se hayan teñido con los colores del arco iris, engalanados con numerosas banderas multicolores, en una muestra de institucionalización de este movimiento. Parece que las reivindicaciones de los grupos erigidos en defensores de los derechos de gays, lesbianas y transexuales se están llevando a cabo punto por punto con una velocidad sorprendente. A los éxitos de convocatoria de sus desfiles se suman éxitos políticos y judiciales sin precedentes. ¿Qué representan estos cambios legales y sociales? ¿Avanzamos a una sociedad más igualitaria y libre de discriminaciones o nos precipitamos hacia una decadencia moral y cultural?

Nadie duda de que los homosexuales sean personas con dignidad y derechos que merecen ser protegidos, y que las discriminaciones, estigmatizaciones y persecuciones que han sufrido en el pasado, y que sufren aún en muchas partes del mundo son inaceptables. Sin embargo el activismo de las asociaciones de homosexuales no parece limitarse a reclamar esta dignidad, sino que se adentra en exigir cambios sociales y jurídicos que afectan a nuestro derecho matrimonial y de familia y al propio concepto que manejamos de estas instituciones sociales. Los debates sobre este tema, a menudo más emocionales que racionales, suelen acabar en una unanimidad políticamente correcta o en trifulcas airadas, con partes sincera o fingidamente ofendidas, en cuanto esta se rompe. Sin embargo, la cuestión merece ser abordada con todas sus consecuencias, desde la educación y el respeto, pero también desde la sinceridad.

HOMOSEXUALIDAD Y HOMOSEXUALISMO

Conviene diferenciar entre estos dos conceptos para acometer cualquier análisis serio, ya que su confusión solo puede generar debates estériles. La homosexualidad es una orientación sexual, el homosexualismo una ideología política. Ni todos los homosexuales son homosexualistas, de hecho, algunos de los más significados activistas contra el matrimonio gay en Francia fueron reconocidos homosexuales, ni obviamente, todos los homosexualistas son homosexuales. En realidad, dado que el homosexualismo ha pasado en las últimas décadas a integrar la que podríamos llamar “ideología oficial políticamente correcta”, la inmensa mayoría de la población se adscribe al homosexualismo, aunque no lo llame de esa manera.

Según una reciente encuesta más del 80% de los españoles está a favor del matrimonio homosexual. Puede que la encuesta esté manipulada, práctica común para crear opinión y asentar las verdades oficiales, pero es incuestionable que la mayoría de la población acepta las tesis del homosexualismo, independientemente de cuál sea su orientación sexual.

Podemos adelantar, según lo visto, una primera definición provisional de homosexualismo, como la ideología en la que se funda la aceptación de las reivindicaciones de los colectivos que dicen defender los derechos de gays, lesbianas, transexuales y otras etiquetas como bisexuales o intersexuales, que ocasionalmente se añaden a las anteriores, a los que se suele denominar “lobby gay” o, como vemos más propiamente, “lobby homosexualista”. Obviamente para completar esta definición necesitamos saber en qué consisten tales reivindicaciones, en que se fundan y cuáles pueden ser las consecuencias de su aceptación social, política y jurídica. Lo que sí podemos observar ya, es que estamos hablando de una ideología social y política, por tanto, racionalmente cuestionable y susceptible de crítica. Discrepar del homosexualismo no es, en consecuencia, faltar al respeto o discriminar a los homosexuales, sino un derecho congruente con las libertades de pensamiento y expresión, y una exigencia del sano sentido crítico con el que deben abordarse las transformaciones sociales y más cuando estas derivan de “verdades oficiales” social, cuando no institucionalmente impuestas.

HOMOSEXUALISMO COMO PROPAGANDA POLÍTICA

Hubo un tiempo en el que tanto la publicidad comercial como la propaganda política se dirigían principalmente a hombres adultos y heterosexuales, el “target” favorito de los anunciantes, fuera de productos o de consignas políticas. Este colectivo era el que tenía el dinero, el que consumía, el que tenía opiniones políticas y el que votaba. Sus preferencias condicionaban el éxito o fracaso tanto de un producto como de una idea. Con el tiempo los publicistas y propagandistas fueron descubriendo que colectivos fuera de este modelo también tenían poder adquisitivo e influencia social, que consumían, opinaban y votaban. El mundo comercial y el mundo político unidos en este capitalismo-democracia en el que la política es solo un mercado más.

El primer colectivo virgen a explotar fueron los jóvenes. La generación del baby boom de la Segunda Guerra Mundial eclosionaba y, por primera vez, su poder adquisitivo era alto, pese a la dependencia paterna. La moda juvenil y la música pop fueron ejemplo de productos destinados a este nuevo “target”. Políticamente las movilizaciones por los derechos civiles en USA y el Mayo del 68 francés mostraban que había un vivero de votos muy particular, que se movía con criterios distintos al de sus padres.

Las mujeres fueron el segundo objetivo de anunciantes y propagandistas. Con los cambios sociales y la incorporación de la mujer al mercado laboral, este colectivo ya no solo consumía productos destinados a amas de casa, sino de todo tipo. Las mujeres no eran ya el público de los anuncios de detergentes y compresas sino de coches, casas, viajes, etc. La ideología feminista, incorporada a lo políticamente correcto, exigía una publicidad “no sexista” y las necesidades comerciales, una que fuera atractiva para ellas. La independencia económica también reforzaba el criterio político y las hacía destinatarias de políticas concretas y, sobre todo, de mensajes políticos de índole más o menos feminista, a la vez que las asociaciones con esta etiqueta se hacían acreedoras de subvenciones sin límite y marcaban los tiempos de este tipo de políticas.

Agotados los mercados juvenil y femenino, otro nuevo se abría: el gay. En efecto, la homosexualidad había dejado de estar mal vista en amplios sectores sociales y que asociasen marcas con ella no resultaba ya una desventaja. Por otra parte los homosexuales podían tener el mismo poder adquisitivo que los heterosexuales o aun mayor, porque al tener menos hijos podían destinar más recursos al ocio. Desde las primeras tiendas “gay friendly” (concepto copiado después por la política) hasta los últimos anuncios homosexualistas de coca-cola, la publicidad de los últimos años ha sido una carrera por conseguir el “target” homosexual, a la vez que se aumenta el prestigio entre los demás consumidores, al revestir a la marca o comercio de una pátina de “tolerancia” y adhesión al “political correct”.

En política el mercado gay se abría también y no era raro ver a políticos en el desfile del orgullo gay “apoyando la causa”, especialmente de izquierdas, pero también alguno de centro-derecha liberal. No solo en la estética, nuevas normas aparecían para agasajar a este colectivo y conseguir su apoyo político. Las leyes de parejas de hecho propulsadas por el PP fueron un primer ejemplo en España, pero pronto el PSOE de Zapatero recuperó la iniciativa (jugando a ver quién es más de izquierdas, la izquierda siempre tiene las de ganar) con el matrimonio homosexual y la adopción de niños por parejas gays y lésbicas. Conseguía de este modo el PSOE los votos cautivos de muchos homosexuales, intimidados porque pudiera venir el PP “a quitarles sus derechos”. Obviamente cuando el PP, fruto de la crisis económica, acabo “viniendo” las normas homosexualistas quedaron intactas.

Se dio entonces la paradoja, muy habitual, de que el mismo Zapatero entregado a la “alianza de civilizaciones” y extremadamente tolerante con los regímenes totalitarios islamistas y comunistas, se presentara a nivel interno como el adalid de los derechos de los gays, derechos que sus amigos exteriores pisoteaban sin reparos, con unos niveles de brutalidad impensables en ningún gobierno católico o conservador, por mucho que las asociaciones de homosexuales señalasen a la Iglesia como su enemigo. Recientemente hemos visto al líder de podemos Pablo Iglesias aparecer en la marcha del orgullo gay y en la televisión de Irán en el mismo día.

Cumplía Zapatero entonces, como Pablo Iglesias ahora, como casi toda la izquierda y el centro-derecha liberal, con el mandato evangélico de no dejar que la mano derecha supiera lo que hacía la izquierda, a su peculiar manera. Así, mientras con una mano (no sé si la izquierda o la derecha) se alineaban con las reivindicaciones de las asociaciones gays y lésbicas, de manera incondicional, sin pararse a pensar si eran lógicas o absurdas, con la otra, apoyaban y acariciaban a regímenes que perseguían a los homosexuales por el simple hecho de serlo, que los hostigaban, los encarcelaban y, en algunos casos, incluso los ejecutaban, mediante la lapidación o cualquier otro método bárbaro y sádico.

EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL

La reivindicación estrella de los colectivos homosexualistas ha sido, en los últimos años, el reconocimiento legal del matrimonio homosexual. España fue pionera hace 10 años y ahora la práctica totalidad de países occidentales contienen esa regulación. La Corte Suprema de Estados Unidos acaba de sentenciar que los estados no pueden oponerse a la existencia del matrimonio homosexual en sus territorios, lo que parece redondear el éxito de esta reivindicación. ¿Tiene sentido? ¿Es un logro de la igualdad o un triunfo del absurdo?

El primer escollo con el que choca el concepto de matrimonio homosexual es de naturaleza semántica. Todos los idiomas occidentales o de cualquier cultura en la que exista la institución matrimonial la definen como una relación entre hombre y mujer. De hecho, la palabra matrimonio procede de “madre” o, según otras versiones, de “matriz”. No parece que en ninguno de los dos casos pueda aplicarse a una relación entre dos hombres. Es cierto que la concepción del matrimonio ha cambiado a lo largo del tiempo, pero siempre ha mantenido unas notas constantes, entre ellas su heterosexualidad.

Un segundo escollo es de tipo legal. Las normas supremas de los países de nuestro entorno suelen definir el derecho al matrimonio “entre hombre y mujer”. Así lo dice la Constitución Española del 78, de las más avanzadas del mundo en materia de reconocimiento de derechos cuando afirma en su artículo 32: “El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica.” Es cierto que la Carta Magna no especifica que tenga que ser “entre ellos” pero la mención a ambos sexos, que no se produce en ningún otro derecho, deja pocas dudas. También se puede defender que el que la Constitución no recoja un derecho no impide que no puedan hacerlo las leyes, salvo que se interprete, de acuerdo al diccionario, que lo que hace la norma suprema es definir el derecho al matrimonio.

La cuestión que subyace es si el matrimonio homosexual viene a corregir una ancestral discriminación, reconociendo a los gays un derecho que no tenían, o si por el contrario esto es un equívoco. Aquí hay que tener en consideración que una cosa es ser titular de un derecho y otra ejercerlo. Los homosexuales son y siempre han sido titulares del derecho al matrimonio… al matrimonio con una persona de sexo opuesto. Otra cosa es que no sientan deseos de ejercerlo porque, dado que el matrimonio es, por definición, una unión heterosexual, no concuerde con sus gustos. Llamar matrimonio a lo que, por su naturaleza, no lo es, no supone aumentar los derechos de nadie, solo confundir el lenguaje. Antes los gays podían casarse con personas de sexo contrario, aunque ello les desagradase, o podían unirse a personas de su mismo sexo. Ahora también. Lo único que ha cambiado es que ahora a eso pueden llamarlo matrimonio. No se les ha reconocido ningún derecho que antes no tuvieran, salvo el de violentar el lenguaje.

Se argumenta aquí que el régimen jurídico matrimonial comporta unos derechos en materia de sucesiones, fiscalidad, etc., que se negarían a los homosexuales de no permitirles contraer matrimonio con personas de su mismo sexo. Tampoco parece sostenible, porque el régimen jurídico matrimonial no es un régimen privilegiado, que solo comporte derechos, sino que también conlleva deberes, cuyo sentido (el de los derechos y el de los deberes) está íntimamente relacionado con la potencialidad para la concepción que tiene el matrimonio tradicional y que no necesariamente resulta lógico en uniones que carecen de ella. En caso contrario, los solteros o cualesquiera personas que vivieran juntas sin formar pareja en sentido sexual o sentimental: compañeros de piso, hermanos, etc., podrían sentirse igualmente discriminados.

Jurídicamente hablando, la conclusión inevitable a la que llegamos es que las normas por las que se establece el matrimonio homosexual son nulas de pleno derecho, no tanto por inconstitucionales, que como vemos, posiblemente también, como por tener un contenido imposible, que es una de las causas de nulidad de las leyes reconocidas en todos los sistemas jurídicos. Ninguna ley ni ningún gobierno tienen la facultad de cambiar el significado de las palabras.

Existen quienes, puestos ante esta realidad, contra-argumentan que, si bien esto puede ser cierto, carece de importancia, ya que si los homosexuales (o algunos de ellos) se sienten mejor llamando matrimonio a su unión, ¿por qué no van a hacerlo?

Podemos definir el matrimonio como la unión entre hombre y mujer con vocación de permanencia, constituida mediante un acto formal y con potencialidad para la reproducción natural. El matrimonio ha sido la institución social sobre la que se han fundado la inmensa mayoría de las familias en los 2000 años de civilización cristiana y en 5000 años de civilización, en general, desde Egipto y Mesopotamia. El matrimonio ha sido, además, el primer núcleo socializador y la base primaria de las construcciones sociales más complejas, hasta terminar en los estados modernos. Aun hoy, el matrimonio sigue siendo la base más estable para formar una familia y la que eligen la mayoría de las personas. Parece pues, que el matrimonio, sin presuponer ninguna superioridad del casado sobre el soltero, es una institución importante y que no contribuye a reforzarla sembrar confusión sobre su naturaleza y su propia definición.

Es una crítica común de los argumentarios homosexualistas desligar el matrimonio de la facultad reproductiva, apelando a los matrimonios sin hijos, tanto si han decidido no tenerlos como si no pueden concebirlos por algún problema de salud. Si una pareja heterosexual puede no tener hijos y una homosexual puede adoptarlos, no hay motivo, aducen, para no considerar un matrimonio la unión homosexual. Aquí se confunden términos: Un avión está diseñado para volar, independientemente de que vuele o no, por tener el motor estropeado o carecer de combustible, por ejemplo. Un coche no está diseñado para volar, aunque si se le colocan explosivos suficientes se eleve unos metros antes de caer. La pareja hombre-mujer está diseñada para tener hijos, independientemente de que, en efecto, llegue a tenerlos o no. La pareja hombre-hombre o mujer-mujer no lo está y eso es una realidad biológica irrebatible, por lo que está critica parece poco sólida.

Un paso previo para el establecimiento del matrimonio homosexual en España fueron las leyes de parejas de hecho, cortesía de los gobiernos autonómicos del PP. Los debates sobre estas nuevas normas establecieron la mayor parte de los equívocos sobre los que luego se ha cimentado el matrimonio gay. Para empezar, estas leyes presuponían que el régimen matrimonial era un régimen privilegiado, por lo que suponía una discriminación no acceder a él. Esto ya es un error como hemos explicado antes. De ser así los solteros serían los discriminados. El régimen jurídico matrimonial es un régimen adecuado a una determinada situación, que establece derechos, pero también deberes, y que no es necesariamente adecuado para otras uniones no matrimoniales, sean homosexuales o heterosexuales.

Los derechos que el matrimonio confiere a los cónyuges, y también los deberes y obligaciones que conlleva, se explican en el contexto de la institución matrimonial establecida a través de la historia como un uso social recurrente, integrado en los valores morales y religiosos de las sociedades occidentales, en este último caso como sacramento, y que ha planteado, a lo largo de siglos, infinidad de cuestiones de justicia, relacionadas muchas de ellas con su vocación de estabilidad y con su potencialidad para establecer un marco idóneo para la concepción, que se han ido resolviendo de determinadas maneras, conformando una institución jurídica particular. Extender las normas matrimoniales a otro tipo de uniones con la excusa de estar “discriminándolas” de no hacerlo, carece de fundamento. Otras uniones sin esa vocación de estabilidad y permanencia o sin esa potencialidad biológica para la reproducción pueden no necesitar ese tipo de regulación, porque sus circunstancias no son las mismas. Como además, lo que se extiende, básicamente, son los derechos, pero no así tanto los deberes, son los matrimonios los que, en todo caso, quedarían como discriminados, si hubiera que plantear así las cosas.

Una vez se ha aceptado que el matrimonio conlleva una serie de derechos, entendidos como poco menos que privilegios, resulta obvio que negar el matrimonio a cualquier colectivo supone discriminarle. Como por otra parte, las uniones homosexuales ya pueden disfrutar, a través de las leyes de parejas de hecho, del régimen jurídico matrimonial, no parece haber motivos para negarles también la propia denominación de matrimonio.

La gravedad de estas transformaciones solo se entiende en el contexto de unas sociedades con unas tasas de natalidad que no alcanzan a garantizar la reposición social. La pirámide poblacional no tiene ya en los países occidentales forma de pirámide sino de boñigo o, incluso, de pirámide invertida. Esto no solo implica problemas financieros a la hora de poder garantizar a largo plazo el sostenimiento de la sanidad pública o las pensiones, sino que además pone de manifiesto que nuestras sociedades están heridas de muerte. No se nos ocurre otra forma de invertir el proceso que la solida recuperación de los valores familiares y en ese ahínco la institución matrimonial como el marco más estable y propicio para la concepción de los hijos y el crecimiento de las familias puede ser trascendental. La extensión del régimen jurídico matrimonial e incluso del mismo nombre del matrimonio para referirse a uniones no matrimoniales no parece que pueda ayudar en este empeño sino más bien lo contrario.

Una sociedad que aprueba una norma sobre el matrimonio homosexual, que ya supone en sí misma un oxímoron, incluso simplemente una en la que se plantea este debate, es cuanto menos, una sociedad que no tiene claro el concepto de matrimonio. Y eso augura profundizar en la decadencia.

Por otra parte me parece una arbitrariedad, como los colectivos homosexualistas pretenden, cifrar el nivel de tolerancia y aceptación social de la homosexualidad o de los homosexuales, en la aprobación de una ley que establezca el matrimonio homosexual. Se puede, perfectamente, defender la no estigmatización de los homosexuales y la dignidad de la persona independientemente de su orientación sexual, sin apoyar una norma que juzgamos absurda.

Quizás esa necesidad de vincular matrimonio homosexual con aceptación social surja, además de una estrategia meramente propagandista y victimista, de cierta necesidad de demostrar que el “amor homosexual” tiene la misma “jerarquía” que el heterosexual o tradicional. La idea de jerarquizar los afectos y, aun más, el amor romántico o de pareja, ya resulta por sí cuestionable. No parece descabellado sostener que el amor conyugal necesita de la complementariedad hombre-mujer, pero eso no devalúa el cariño o el amor romántico o de pareja que puedan sentir dos personas del mismo sexo, que en todo caso es una cuestión intima, que cada persona o pareja vivirá de una forma u otra, en función de sus sentimientos, de una parte y de sus valores morales o religiosos, de otra.  

Se valore como se valore el amor de las parejas homosexuales, ello no afecta a lo improcedente de considerar a estas uniones como matrimonios. No caeremos en el cinismo de decir que el matrimonio no tiene que ver nada con el amor, porque tampoco es así, pero sí que es cierto que no todas las clases de amor dan lugar a un matrimonio. El amor entre padres e hijos o entre hermanos o entre amigos no da lugar a matrimonios. Ni siquiera todo el amor, acompañado de atracción sexual, da lugar necesariamente al matrimonio entre parejas heterosexuales. El amor entre dos personas del mismo sexo nunca, por definición, puede dar lugar a un matrimonio, pero eso no significa que sea menos importante o tenga menos valor para sus protagonistas, que cualquier historia de amor de cualquier matrimonio tradicional.

Poco después de que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos abalase la imposición del matrimonio homosexual a los estados, varios “matrimonios” polígamos (costumbre aun arraigada entre los fieles de varias iglesias mormonas) exigieron su reconocimiento en base a los mismos argumentos por los que fue admitido el matrimonio gay. Ciertamente, si la heterosexualidad deja de ser, por mandato legal, una característica esencial del matrimonio, no existe razón porque no vaya a dejar de serlo también la monogamia. De hecho, existen en distintas culturas varios ejemplos de matrimonio polígamo, pero no existe ninguno de matrimonio homosexual.

Así como las leyes de parejas de hecho abrieron las puertas al matrimonio gay, el matrimonio homosexual puede abrir las puertas a que cualquier unión pueda ser considerada matrimonio. El resultado inevitable es que la palabra matrimonio pierde todo su sentido. Distintas webs progresistas ya van anticipando que el matrimonio “plural” será lo siguiente a legalizar. Lo siguiente, pero no lo último. Realmente, en virtud de la misma lógica que ha llevado a poder hablar de matrimonio homosexual, se puede justificar cualquier tipo de matrimonio por estrambótico que parezca. No se trata de comparar a los homosexuales con ningún otro colectivo, pero si las razones que han llevado a implantar el matrimonio homosexual igual justifican llamar matrimonio a uniones que nos resultan impensables, tal vez es que esas razones estaban equivocadas desde el principio.

ADOPCIÓN DE NIÑOS POR PAREJAS HOMOSEXUALES

El derecho de los homosexuales a adoptar niños ha sido la otra gran reivindicación homosexualista satisfecha a lo largo de los últimos años y de nuevo podemos estimarla basada en un equívoco, si bien el equívoco viene de lejos. Esto conecta con los “nuevos modelos de familia” y con la concepción capitalista y materialista de la unidad familiar, como una elección o como un derecho, en lugar de cómo una realidad o como un don.

Decimos que es absurdo hablar del derecho de los homosexuales a adoptar, porque también es absurdo hablar del derecho de los heterosexuales a hacerlo, de ahí que el tema venga de lejos. El derecho relevante en esta relación jurídica no es el del adoptante sino el del adoptado, del que el primero es solo una consecuencia. No se trata, por tanto, del derecho de los futuros padres a adoptar, sino del derecho del niño a que se le dé la mejor solución posible a su situación y, si se considera que es la adopción, con los adoptantes más adecuados posibles.

Resulta fácil convenir que en igualdad de condiciones es mejor que un niño tenga padre y madre a que carezca de uno de ellos. Por supuesto es mejor que un niño esté con una pareja homosexual de bellísimas personas, que con una pareja heterosexual de psicópatas, como reza uno de los argumentos homosexualistas más recurrentes, pero es un planteamiento capcioso, porque también existen homosexuales psicópatas y heterosexuales que son maravillosos. Una pareja heterosexual adecuada, en la que existen modelos de padre y madre que desempeñan distintos roles, siempre será mejor opción que una persona sola o una pareja homosexual como adoptantes, ceteris paribus.

Como en el caso del matrimonio gay con las parejas de hecho, la adopción homosexual se vio precedida de las adopciones individuales. Ciertamente, resulta muy difícil explicar porque si un homosexual puede adoptar a un niño de forma individual, como cualquier otro soltero, como ya venía ocurriendo desde algunos años antes, sin que ello originara ningún revuelo, una pareja gay no va a poder hacerlo de forma conjunta. Vemos como poco a poco, de manera metódica y segura, los absurdos van acumulándose, haciendo parecer hoy normal lo que ayer era inexplicable, del mismo modo que harán parecer mañana inevitables, cosas que ahora juzgamos imposibles.

Puede tener sentido que familiares de niños huérfanos, con los que el niño tiene vínculos ya formados, puedan adoptarlos en caso de ser aptos para ello y requerirlo las circunstancias, como en el caso de fallecimiento repentino de los padres por algún accidente, sean homo o heterosexuales y vivan solos o en pareja. Como regla general, sin embargo, considerando que el derecho predominante es el del menor y no el del adoptante, habría que priorizar a parejas de hombre-mujer como adoptantes sobre las homosexuales o los adoptantes individuales, porque garantizan la presencia de padre y madre, modelo masculino y femenino, rol paternal y rol maternal, mientras que las demás alternativas no lo hacen. Que se ignore una realidad tan obvia, por muchos anuncios de coca-cola lacrimógenos y demagogos que se hagan, no debería dejar de sorprendernos. Lo que también es cierto es que esa misma lógica dificulta también las adopciones individuales que tan frecuentes han sido en los últimos años, sin que los sectores sociales más conservadores hayan opuesto ninguna resistencia.

EL HOMOSEXUALISMO COMO PARTE DEL PROGRESISMO Y DEL MARXISMO CULTURAL:

Frente a la visión lineal de la historia, que en la ideología progresista llega al ridículo de, como decía Chesterton, considerar que el jueves es mejor que el miércoles tan solo por ser jueves, existe otra visión de la historia de carácter cíclico. Los periodos históricos, según esta idea, se suceden cíclicamente como la noche sucede al día o la primavera al invierno. Las edades de oro se sucederían con las de hierro y el crecimiento de las culturas a su decadencia. Independientemente de la visión que defienda cada uno, es incuestionable que los periodos de decadencia, a distintos niveles, existen y no hay más que contemplar la actual crisis para comprobarlo.

En su conocida obra “La Decadencia de Occidente” Spengler advierte de la decadencia de nuestra civilización, constatando como antes cayeron otras culturas y encontrando notas comunes a todos los ciclos descendentes o edades de hierro. En ese sentido y aunque el homosexualismo es una peculiaridad de nuestra cultura y de nuestra época, que no tiene antecedente en sentido estricto, si es verdad que las culturas en su proceso de crecimiento siempre ponen en valor a la dualidad hombre-mujer, fuente de vida, mientras que es propio de los periodos de decadencia exaltar la confusión de sexos. En ese sentido, junto al homosexualismo y a la ideología de género encontramos la “teoría queer”, que afirma que las identidades y las orientaciones sexuales de las personas, son el resultado de una construcción social y que, por lo tanto, no están esencial o biológicamente inscritos en la naturaleza humana, que la dualidad hombre-mujer no es biológica sino meramente social. Resulta llamativo como una teoría que contradice a la experiencia más evidente haya podido encontrar aceptación en una época que se llama a sí misma racionalista. Debe ser que el racionalismo es muy poco racional.

Las ideas modernas consideradas “progresistas” como la ideología de género o el homosexualismo, lejos de ser buenas, simplemente porque son recientes (el jueves mejor que el miércoles, solo por ser jueves) serían expresiones de decadencia y conectarían con las tendencias generales que se popularizan en cualquier cultura en su fase autodestructiva, según la perspectiva spengleriana. Viendo la crisis de valores y la desorientación de las sociedades modernas no se puede evitar pensar que este punto de vista tiene, cuanto menos, parte de razón.

Uno de los sustentos teóricos principales del progresismo y por lo tanto, del homosexualismo, es el marxismo cultural. Se trata de una interpretación del marxismo de especial éxito en las naciones occidentales, en las que el comunismo político no triunfó nunca, surgida en la escuela neo-marxista de Frankfurt, que basándose también en el freudianismo, sustituye los parámetros económicos del materialismo dialéctico por los socioculturales. Bien mirado: ¿Qué es el feminismo radical sino marxismo aplicado a la lucha de sexos? ¿Qué son el antirracismo y el indigenismo sino marxismo aplicado a las etnias y las razas? Y finalmente: ¿Qué es el homosexualismo sino marxismo aplicado a las orientaciones sexuales en lugar de a las clases sociales?

Así, mientras el marxismo clásico interpretaba toda la historia como una tensión entre explotadores y explotados, entre poseedores y desposeídos, desde el punto de vista económico, el marxismo cultural, interpreta toda la historia como una tensión entre “discriminadores” y discriminados, entre hombres, blancos y heterosexuales opresores, y mujeres, minorías raciales y homosexuales oprimidos. Mientras el marxismo clásico consideraba las bases y principios de la Civilización Occidental, como la religión o la familia, instrumentos de los explotadores para dominar a los proletarios, el marxismo cultural muestra idéntica repulsión a estas instituciones, pero no ya por un afán de justicia social y redistribución económica, sino como elementos “opresores” de las minorías raciales o sexuales.

Resulta evidente, que si el marxismo no funciona a nivel económico y lleva a la ruina a las naciones en las que se aplica de un modo u otro, a nivel sociocultural tampoco funcionará. No hay más que ver en las naciones occidentales, en las que está teoría tiene éxito a través de la dictadura de lo políticamente correcto, como las muestras de mala salud social: suicidios, abortos, violencia doméstica, alcoholismo y drogadicción, aumentan sin parar, mientras que las tasas de natalidad, como decíamos antes, no alcanzan las de reposición social, condenando a nuestras sociedades, aparentemente, a la extinción.

No deja de ser llamativo que mientras que el marxismo real de las dictaduras comunistas persigue a los homosexuales y los reprime encarcelándolos o agrediéndolos, el marxismo cultural ampliamente aceptado y exitoso en las democracias occidentales, enarbola la bandera del homosexualismo, como elemento de deconstrucción de los conceptos de matrimonio y familia, como hacen también el feminismo y la ideología de género.

EL HOMOSEXUALISMO COMO ANTROPOLOGÍA CULTURAL

El homosexualismo, como estamos viendo, sobrepasa la mera reivindicación de “derechos” con más o menos sentido, para el colectivo al que dice defender, para adentrarse en el plano filosófico, hasta constituir una auténtica antropología cultural, en colaboración con otras ideas “progresistas” llevadas a extremos absurdos y ridículos, que toman los valores occidentales como enemigos. Apunta el historiador Pio Moa en esta linea:

“El homosexualismo no se limita a decir que un homosexual es una persona y debe ser respetado. En realidad eso le importa poco y va mucho más allá. Hace de su condición sexual el centro de su pensamiento y de su acción, y pretende que la sociedad se conforme según sus teorizaciones. Necesita creer y hacer creer que el apego social a una sexualidad normal, a la reproducción, a la familia, al pudor, etc. son ‘prejuicios’ que deben desarraigarse por todos los medios. El homosexualismo, el feminismo y otras ideologías ‘radicales’ suelen ir juntos, con efectos ‘progresistas’ como el creciente fracaso matrimonial y familiar, el auge de la prostitución en mil formas y otros muchos…“

Es otra forma de decirlo. La falta de pudor no tiene que ver con la homosexualidad, puede haber homosexuales en extremo pudorosos y heterosexuales exhibicionistas, pero sí con el homosexualismo. No hay más que ver los desfiles del orgullo gay y su cuestionable estética, desagradable para muchos homosexuales. A ello podemos añadir lo que escribe el escritor Jordi Garriga Clavé:

«La homosexualidad no es ningún problema: siempre ha existido y siempre existirá. Tal como muchas otras tendencias. El problema resulta de elevarla a la condición de cultura, de extrapolarla del hecho privado al público, y sobre todo de convertirla en un gran negocio planetario al servicio de la disgregación identitaria de las personas. Objetivo: borrar el sexo (ser hombre o ser mujer) como la base biológica sobre la que se construye la familia, para convertirlo en un mero accesorio de ocio al servicio del ser asexuado (ni hombre, ni mujer) que jamás tendrá familia, luego raíces, luego nación, luego tradición, luego historia… Y finalmente dejar de ser humano.

No se trata de los derechos de las personas homosexuales, sino de los derechos de todos. La homosexualidad, tal como la heterosexualidad, es un asunto privado que concierne a su portador. Y a esa persona debemos exigirle que sea, ante todo, un ciudadano responsable de sus actos.

El respeto a las minorías es señal de civilización. El respeto a la voluntad popular y mayoritaria, señal de democracia. El respeto a la naturaleza, señal de sabiduría».

La cita me parece acertada. La homosexualidad puede ser un problema personal, de índole moral o religiosa, o no serlo, según los criterios al respecto que maneje cada uno, pero no es un problema público ni político y, desde luego, no es “el problema”. El que siempre haya existido no demuestra que sea ni buena ni mala, porque tanto entre las cosas buenas como entre las malas, las hay que siempre han existido. Lo que sí que demuestra es que esa no es la cuestión, sino la del homosexualismo como antropología cultural, que sí es una novedad de nuestra época. Las consecuencias de esta nueva antropología se intuyen desastrosas en nuestros contextos sociales envejecidos. Si, como feminismo y homosexualismo insinúan y la teoría “queer” reconoce abiertamente, lo que se pretende es “borrar el sexo (ser hombre o ser mujer) como la base biológica sobre la que se construye la familia” la disgregación a la que apunta Garriga es inevitable.

Como vemos esto no tiene ya nada que ver con defender la dignidad de los homosexuales sino que se adentra en terrenos pantanosos habitualmente obviados por la propaganda homosexualista políticamente correcta.

EL HOMOSEXUALISMO COMO IDEOLOGÍA IMPERANTE

El homosexualismo no es una ideología más, que compita con el resto en el “mercado de las ideas” y que pueda ser defendida y discutida como las demás, es una ideología imperante. Esto quiere decir que ha sido integrada como parte de la “ideología oficial” de nuestro sistema y se inserta en el núcleo central de lo políticamente correcto. Resulta paradójico que además, siendo un ideario que reclama, en primer lugar, tolerancia para los homosexuales, devenga pronto en una imposición profundamente intolerante, para quienes no la compartan.

Una de sus estrategias es la acusación de irrespetuosa a toda opinión que lo contradiga. Suponer, como hacen los homosexualistas, que si no te dan la razón te están faltando al respeto, no solo es victimista, sino a la larga, totalitario. Como hemos insistido muchas veces, la exigencia de respeto y dignidad a todas las personas, independientemente de su orientación sexual, no implica que se deba estar de acuerdo con todas las reivindicaciones que plantean los grupos que dicen defenderlas, si estas no se estimas razonables, y argumentar contra ellas es un ejercicio de libertad irrenunciable. Citando, de nuevo, a Pio Moa:

“La homofobia, como el antiobrerismo, el machismo o el anticatalanismo, son, en ese sentido, palabras-policía, intimidatorias, a fin de paralizar la expresión de ideas o puntos de vista no conformes a tales ideologías. Estas rebosan odio a sus contrarias, pero no toleran el mismo odio en las demás. Pretenden, incluso, crear leyes para perseguir criminalmente a quienes piensan u obran de modo diferente, y cultivan asiduamente el victimismo sobre el pasado para justificar privilegios y opresiones presentes a los que aspiran –y a menudo logran.”

La palabra “homofobia”, en efecto, además de un error lingüístico (en todo caso debería ser “homosexualfobia”, por mal que suene, ya que homofobia etimológicamente sería, simplemente “odio a lo igual “, lo que no parece tener mucho sentido) es, como dice Moa, una “palabra policía” tendente a estigmatizar cualquier opinión adversa y, en último término, censurarla o, incluso, criminalizarla. Existen ya leyes que censuran y persiguen opiniones, comentarios o actitudes que arbitrariamente califican como “homofobas” los guardianes de lo políticamente correcto, cuando simplemente son discrepantes. Un sencillo ejemplo podría ser la multa a Intereconomía por una “promo” crítica con el desfile del orgullo gay, desfile sin duda cuestionable y de dudosísimo gusto, y que no representa a todos los homosexuales en absoluto, como el comunismo no representa a todos los trabajadores, el feminismo a todas las mujeres ni el nacionalismo catalán a todos los catalanes.

La manipulación del lenguaje hasta en punto de crear una “neolengua”, como en las pesadillas orwellianas, vemos que es un sello de fábrica del homosexualismo y de todos los idearios encuadrables en el “political correct”. Realmente hace falta un diccionario específico para seguir las conversaciones con los guardianes de lo políticamente correcto. Esto es más importante de lo que parece, porque las palabras son la materia prima del pensamiento y si alguien controla las palabras que usamos, también controla, a la larga, nuestra forma de pensar, que es, de hecho, el verdaero objetivo de la neolengua políticamente correcta.

Respecto al desfile del orgullo gay se da la paradoja de que, en los lugares en los que podría tener un sentido reivindicativo por estar los homosexuales discriminados o perseguidos, dicho desfile no se celebra y sería impensable, como en una dictadura comunista o en un régimen islamista. Sin embargo, en los lugares en los que se celebra, las tesis homosexualistas no solo han sido ampliamente aceptadas sino que, como decimos, se han convertido en imperantes e, incluso, indiscutibles, de modo que este desfile, más que un acto reivindicativo asemeja más a un “desfile de la victoria”. La colaboración institucional con este acto privado e ideologizado, cada año mayor hasta el punto de engalanar edificios públicos con la bandera homosexualista del arco iris, compromete la necesaria imparcialidad ideológica de las instituciones y confirma al homosexualismo como parte de la “ideología oficial del sistema”, por así llamarla. Y no contentos con ello, incluso se permiten multas, coacción y censura hacia quienes osen criticarlo saliéndose de los cauces de los políticamente correcto. Cuando lo cierto es que estos desfiles, cada año muestran un peor gusto y una estética más repulsiva, hasta el punto de horrorizar a gran cantidad de homosexuales, que no se sienten identificados en absoluto con ella. Si en su origen fueron actos reivindicativos, hace años, o tal vez decadas, que dejaron de serlo, habiendo derivado, básicamente, en apologías del mal gusto.

El homosexualismo tiene, como vemos, una vocación totalitaria. Con la excusa del victimismo, comienza pidiendo “tolerancia” y “respeto”, para luego negarlos a quienes no comulguen con sus ruedas de molino. No es el respeto y la dignidad de los homosexuales lo que en última instancia persigue, como demuestra su silencio ante las persecuciones que sufren fuera de Occidente, sino una visión antropológica de la realidad sexual del ser humano acorde a unos parámetros disgregadores y antisociales.

Esa vocación totalitaria se plasma, frecuentemente, en su repulsión a la religión, en general, y especialmente a la Iglesia Católica. Ciertamente para la mayoría de las religiones mayoritarias tener relaciones homosexuales resulta pecaminoso. Así se dispone en el catecismo de la Iglesia Católica, entre otras muchas. ¿Merece la religión censura por su carácter “homofóbico”? Esa parece ser una de las consecuencias del homosexualismo como ideología imperante y una de las muestras más claras de su carácter totalitario. En esa línea hemos visto la actitud hostil hacía la religión católica de la ONU o la terrorífica declaración de la posible futura presidenta de los Estados Unidos, Hillary Clinton, sobre usar el poder coercitivo de los gobiernos para “redefinir los dogmas religiosos tradicionales”.

Lo cierto es que los representantes de cualquier religión, en uso de sus libertades religiosa, de pensamiento y de expresión, pueden considerar pecado lo que les venga en gana, sin tener que temer nada más que la perdida de fieles o la ira de Dios, si no están acertados en la interpretación de su voluntad, pero no “el poder coercitivo de los gobiernos”, porque ello sería liberticida. Lo que no podrán, obviamente, será imponer sus principios por la fuerza a quienes no los secunden, cosa que, de hecho, no hacen y, sin embargo, sí hacen ateos comunistas o musulmanes islamistas en los países en los que detentan el poder político. Tampoco los homosexualistas, en lógica consecuencia, pueden (o deberían poder) imponer los suyos y decirles a las confesiones religiosas lo que pueden considerar agradable o desagradable a los ojos de su dios.

Una religión puede prohibir comer cerdo, como hacen el Islam o el Judaísmo, lo que no puede es impedirme a mí, que no soy fiel suyo, comerme un bocadillo de jamón. Desde luego, los ministros de esas religiones me considerarán un pecador por injerir la pierna curada del animal prohibido y están en su derecho. No tendría sentido que yo me mostrara ofendido por ello ni que lo considerara una falta de respeto ni que les exigiera “redefinir sus dogmas” para adecuarlos a mis costumbres alimentarias. La tolerancia funciona en los dos sentidos. Ellos deben tolerar que yo, que no sigo su religión, coma cerdo sin impedírmelo violentamente y yo debo tolerar que me consideren un pecador y me prometan el infierno en el más allá por hacerlo. Tomar por pecaminosas las relaciones homosexuales no es más arbitrario que tomar por pecaminoso comerse un bocadillo de jamón o chorizo. Lo que al homosexualismo le molesta de las religiones y en especial de la católica es que es una barrera, tal vez la última, para la imposición general de su antropología cultural, para el borrado se sexos disgregador que pretenden.

La estrategia mediática de acoso y derribo a la religión como una de las últimas resistencias a la aceptación general de la corrección política es común a todos los idearios enmarcables en el marxismo cultural y el homosexualismo no es una excepción. Los gritos de un sector de los asistentes al último desfile del orgullo gay (el que iba bajo la pancarta de Podemos) en Madrid de “hay que quemar la conferencia episcopal” son un cruel ejemplo. Nada decían esos manifestantes de Irán, donde los homosexuales son lapidados y en cuya televisión aparece su líder.

CONCLUSIONES

Mientras el ser humano se reproduzca mediante la sexualidad y no por esporas o duplicándose como las amebas, un gusto sexual focalizado en personas del mismo sexo, con las que dicha reproducción es imposible, y que muestra desagrado por el sexo contrario, con el que esa reproducción sí es posible, será un gusto biológicamente anómalo o, cuanto menos, reproductivamente disfuncional. Que eso tenga más o menos importancia en unas sociedades en las que la sexualidad cumple también una función recreativa y en las que la mayoría de las relaciones sexuales heterosexuales se practican usando métodos anticonceptivos, para evitar precisamente la reproducción, es otra cuestión que dependerá de las creencias morales o religiosas de cada uno, que están en todo caso protegidas por las libertades religiosa y de pensamiento, y en absoluto supone el menoscabo de la dignidad de las personas homosexuales, que debe quedar fuera de toda cuestión.

Si la identificación completa entre la sexualidad y la reproducción no es exigible a quien no comparta los postulados religiosos o morales en los que se basa, toda vez que también está relacionada con la obtención de placer y como forma de expresión de la más profunda intimidad de las personas, una disociación total de ambos conceptos, reduciendo la sexualidad a un carácter meramente hedonista y de satisfacción de impulsos, tampoco parece razonable, toda vez que esa es la manera de perpetuarse de nuestra especie.

Lo que en ningún caso es admisible es que una persona pueda ser discriminada, estigmatizada, humillada o perseguida por su orientación sexual, independientemente de como la consideremos, cosa que afortunadamente no ocurre en occidente, salvo casos extremos, aunque sí en otras partes del mundo, donde los derechos humanos son pisoteados. Si el lobby gay se limitara a exigir eso, nadie podría estar en desacuerdo. Pero, como hemos visto, no es así.

El homosexualismo, como ideología enmarcada en el ámbito del progresismo y del marxismo cultural, no se conforma con defender la dignidad de los homosexuales, que él mismo menoscaba con los festivales de mal gusto en que derivan sus celebraciones, sino que genera una antropología cultural, junto con el feminismo radical, la ideología de género y la teoría queer, en la que la dualidad de sexos cede ante un confusionismo artificioso.

El matrimonio homosexual no concede a los homosexuales ningún derecho que antes no tuvieran, salvo el de alterar el lenguaje, y menoscaba la institución matrimonial extendiendo su régimen jurídico, en absoluto privilegiado, e incluso la propia denominación de matrimonio, a otras uniones que, por su naturaleza, no pueden serlo, alterando así el propio concepto de lo que significa. Esto es especialmente grave, dado que el matrimonio ha sido la base de la inmensa mayoría de las familias en nuestra civilización y solo de la solida recuperación de los valores familiares puede surgir un renacimiento de nuestras sociedades, que impida continuar su decadencia hasta la misma extinción, si la tasa de natalidad no alcanza la de reposición social.

El homosexualismo tiene además una vocación totalitaria que lo lleva no solo a exigir tolerancia a los posicionamientos religiosos o morales que no comparten sus postulados, sino que pretende una adhesión completa a las reivindicaciones de su lobby, usando la palabra “homofobia” como palabra-policía con la que, a partir de una pose de victimismo, proceder a la censura o la represión de todos los planteamientos que se le opongan, de forma que la tolerancia que exige para sí, la niega a los demás.

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