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Antes de la llegada de los fanáticos Almohades a la Península ibérica –cuyo expansión fue frenada en la celebérrima batalla de Navas de Tolosa (1212)–, los territorios cristianos habían padecido otra oleada de extremistas del Islam un siglo antes, los almorávides. El Imperio almorávide estaba vertebrado por unos monjes-soldado procedentes de grupos nómadas del Sáhara, que abrazaron una interpretación rigorista del Islam y consiguieron trasladar su guerra santa al otro lado del Mediterráneo en el siglo XI. Viéndose cada vez más acorralados por los reinos cristianos, que en 1085 tomaron Toledo, los musulmanes andalusíes decidieron pedir auxilio a los curtidos guerreros almorávides, bajo el mando de su jefe Yusuf ibn Tasufin. Aquella decisión fue la perdición de los andalusíes moderados, y supuso para los cristianos un nuevo derrumbe de sus fronteras.
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ABC / Alfonso VI de León fue derrotado en la batalla de Sagrajas, cerca de Badajoz, el 23 de octubre de 1086, a manos de ese grupo de fanáticos que vestían con piel de oveja y se alimentaba con dátiles y leche de cabra como los legendarios fundadores del Islam. Después de esta batalla, los almorávides se alzaron como dueños y señores del sur de la Península, obligando de nuevo a los cristianos a asumir una posición defensiva. En 1094, la conquista de Valencia por el Cid Campeador dio un respiro a los territorios próximos a lo que hoy es Aragón, pero la muerte de éste provocó que en 1102 numerosas plazas pasaran de golpe al dominio islámico. La amenaza se cernía de nuevo sobre toda la franja mediterránea.
El reino taifa de Zaragoza se subordinó a los líderes almorávides cuando vio comprometidas sus tierras por el rey aragonés Alfonso «El Batallador», en un pacto con el diablo parecido al que ya hiciera el sevillano al-Mutamid tras la caída de Toledo. En 1110, los almorávides entraron en Zaragoza en medio de los vítores de buena parte de la población para tomar control de la ciudad. No en vano, en una demostración de que la expansión de los recién llegados perjudican tanto a los cristianos como a los musulmanes moderados, Abd Al-Malik Imad Al-Dawla («Pilar de la dinastía»), el último rey de la Taifa de Zaragoza, se replegó al castillo de Rueda de Jalón, donde se declaró vasallo del monarca Alfonso I de Aragón. Solo el rey guerrero parecía capaz de interponerse entre los musulmanes más extremistas y los territorios cristianos.
Alfonso «el Batallador» impone su genio
La leyenda del aragonés afirma que venció a los musulmanes en más de 100 batallas, siendo la principal baza cristiana contra los almorávides. Tras arrebatarles Zaragoza en una suerte de cruzada, Alfonso I tomó Tudela, Tarazona y otras poblaciones de los valles del Ebro, Huesca y Jalón. Frente al avance cristiano, el emir Ali ben Yusuf encargó a su hermano, Ibn Tayast, poner en marcha en el invierno de 1119 un ejército que sacara rédito de las disenciones entre Alfonso y su esposa doña Urraca, reina de León y de Castilla. «El Batallador», lejos de rehuir el combate, levantó el asedio que mantenía sobre Calatayud al saber que Ibn Tayast iba en su búsqueda.
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Alfonso I puso sitio a la fortaleza de Cutanda, una población cercana a Daroca (hoy en la provincia de Zaragoza), con la ayuda de Guillermo IX, conde de Poitiers, y sus 600 caballeros. En Cutanda aguardó a la espera de la llegada del grueso de las fuerzas almorávides. Lo que ocurrió allí solo se conoce a grandes rasgos. Como advierte el historiador Alberto Cañada Juste en su análisis de Cutanda, no caben las narraciones sino «las aproximaciones» en las batallas medievales, dada la escasez y poco precisión de las fuentes del periodo. Por no saberse, ni siquiera se conoce el lugar exacto de la batalla. Se calcula que debió producirse en un valle, hoy totalmente cultivado, que se extiende entre dos lomas de pequeña altura, donde a veces han aparecido huesos al laborear la tierra. Una cañada denominada con el estimulante nombre de la «Celada».
¿Se valió Alfonso de algún ardid para vencer a los musulmanes como sugiere el nombre del campo de batalla, «Celada»? Los que han investigado la contienda insisten en que «Celada» puede leerse como «emboscada de gente armada en paraje oculto, acechando al enemigo para asaltarlo descuidado o desprevenido». Nada que se pueda resolver con los datos hoy disponibles. Un documento extranjero, la Chronique de Saint-Maixent, realiza una narración superficial del choque, poniendo énfasis –como corresponde a una crónica gala– en la presencia de nobles franceses allí: «En el año 1120, el decimoquinto día de las calendas de julio, el conde Guillermo de Potiers y el duque de los aquitanos, y el rey de Aragón, lucharon con Ibrahim y otros cuatro reyes de las Españas, en el campo de Cotanda; vencieron completamente y mataron a 15.000 de los moabitas (mahometanos) e hicieron innumerables prisioneros. Se apoderaron de dos mil camellos y de otras bestias sin número y sometieron un número muy grande de castillos».
Las crónicas musulmanas tampoco son capaces de dar un relato más preciso, pero apenas pueden maquillar el desastre militar que supuso Cutanda para los almorávides. La envergadura de la derrota queda retratada en la vigente de la expresión popular «peor fue que la de Cutanda» o «peor fue la de Cutanda» con el sentido de minimizar desgracias. No parece verosímil, en cualquier caso, que los cristianos pudieran reunir 12.000 jinetes; ni el que fueran capaces de causar 20.000 muertes.
Pero pasara lo que pasara en Cutanda, es incuestionable que Alfonso I salió vencedor. El aragonés entró una semana después en Calatayud y se apoderó de un sinfín de plazas por el camino. En las siguientes décadas, los musulmanes perdieron cualquier interés en la zona y se concentraron en defenderse de la ofensiva imparable de Alfonso I, al que solo su trágica muerte en 1134 le impidió seguir avanzando por el corazón de Al-Andalus. Sitiando la fortaleza de Fraga con apenas quinientos caballeros, el rey aragonés sufrió el contaataque sorpresa de la guarnición musulmana. Aunque el veterano monarca logró huir y salvarse en primera instancia, las heridas del combate devinieron en su muerte el 7 de septiembre de ese año en la localidad monegrina de Poleñino, entre Sariñena y Grañén.
Buscando una batalla nueve siglos después
En fechas recientes, la Asociación Batalla de Cutanda ha planteado la posibilidad de resolver de una vez si realmente la zona conocida como la Celada es el lugar donde tuvo lugar la contienda. «Sabemos de la dificultad de encontrar el raastro, ya sea en forma de huesos o de restos de armaduras, de algo que ocurrió hace 900 años durante aproximadamente un par de horas, pero creemos que merece la pena intentarlo. El valor arqueológico de una batalla de esa magnitud es inigualable. No hay apenas material conservado de una episodio militar de ese siglo», explica a ABC Rubén Sáez Abad, historiador especializado en el campo militar y miembro de la asociación. Este grupo de aficionados a la historia militar nació originalmente para celebrar recreaciones del combate, aunque consideraron que la mejor manera de recuperar la batalla del olvido era desenterrando sus restos. «Una de las razones por las que la batalla ha pasado inadvertida en la historia es porque nunca se ha hallado el campo arqueológico», recuerda Sáez Abad.
Así, un pequeño grupo de arqueólogos, entre ellos Javier Ibáñez, se desplazó a la zona hace pocos meses a realizar un primer análisis. Las prospecciones superficiales han dado lugar a muchas evidencias (4.200 piezas, entre restos de cerámica, fragmentos de huesos y elementos metálicos), pese a lo cual todos los esfuerzos se concentran en encontrar alguna de las fosas comunes donde habrían sido enterrados los musulmanes, así como posibles tumbas cristianas en los alrededores.
La Asociación Batalla de Cutanda ha contado con la ayuda de el Ministerio de Defensa para esta fase de la búsqueda. Una Unidad de Pontonero desplegaron el pasado viernes, día 30 de octubre, sus sistemas de detección geofísica (georradar) y magnética en la tarea de intentar hallar restos materiales. En total, cinco soldados de la Compañía de Desactivación de Explosivos del Regimiento de Pontoneros de Zaragoza rastrearon un espacio de 800 metros cuadrados con cinco equipos –utilizados habitualmente para la detección de explosivos enterrados– para intentar localizar vestigios del combate. El georradar es una técnica no intrusiva que permite detectar la presencia de estructuras (fosas, muros, suelos, etc.) y de remociones e irregularidades del terreno existentes en el subsuelo sin necesidad de realizar una excavación en profundidad.