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LA CONSTITUCIÓN QUE NO ERA LA NUESTRA

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Por Eduardo López Pascual para elmunicipio.es

Era 1978 cuando los falangistas democráticos, o sea los ajenos a las dictaduras, nos vimos en la dualidad de aprobar la Constitución que nos ofrecía la nueva situación política después del franquismo o, empecinarnos en mantener una postura de inmovilismo radical no aceptando la oportunidad que se brindaba cara a un futuro todavía incierto, pero llena de posibilidades para una España de todos. La elección tenía sus dificultades, pues el texto de la nueva Carta magna no colmaba, en absoluto, las demandas de los nacional sindicalistas y, desde luego, a los que aun militando en la Falange contraria al régimen del General, aspirábamos- como José Antonio decía en 1931-, a una sociedad amable y democrática, no cubría las expectativas que teníamos-ya que desde el principio observábamos algunas carencias por un lado, y demasiado ambigüedades por otro, con lo que había entre nosotros reservas que todavía pesan.

No era nuestra Constitución, pero era una oportunidad para la democracia que no podríamos eludir, ni obstaculizar, y así nos sumamos alegres a la aventura de construir una nación mejor y más honorable. Los falangistas, ligeros de culpas y de equipajes Machadianos, defendimos la Ley de Leyes que rige al país desde entonces. Sin embargo, es verdad, desde el primer momento advertimos de las fallas que presentaba el recién aprobado articulado, señalando entre sus principales escollos la introducción del término Nacionalidad, que daría pie para una interpretación centrífuga de algunas periferias, la excesiva carga de competencias dejadas a las autonomías en detrimento de la gestión estatal, la dualidad de servicios en los distintos órganos administrativos, provinciales y locales, el distinto grado de desarrollo estatutario – aquél café para todos- de Suarez agravado por el inconformismo del ministro Cavero con su artículo 142 y las dos velocidades, etc., que ponían en riego la igualdad de todos los españoles y lo que era peor, la incontinencia de alguna región.

Así que no era de extrañar las objeciones que los falangistas poníamos ante la nueva Constitución, aún a costa de recibir más de una descalificación, pero estaba claro, que debíamos de apoyar su texto, y votar Favorablemente en el referéndum que se hizo al efecto y la promesa, implícita, de acatarla de buena fe. De ninguna manera podíamos quedarnos fuera, si pretendíamos jugar (en el buen sentido) a la política, pero esto sí, advirtiendo que ni era nuestra Constitución ni la considerábamos inmutable. De ahí que preconizar una reforma, cuando objetivamente fuera necesario no es novedad para nosotros los falangistas que, en muchos años, nos adelantábamos a los partidos de hoy en pedir los cambios que el tiempo y sobre todo la experiencia aconseja. Naturalmente esta posición no implica una condena y negación a la Constitución del 78, en absoluto, solo se exige la modificación de aquellos artículos que su práctica, ha mostrado unas graves deficiencias.

La prueba de que estábamos en lo cierto es que todo el mundo, político, está empeñado en “Reformar la Constitución”; todos los partidos desde la insinuación del presidente del PP, pasando por los del Psoe, Ciudadanos, UpyD, y demás, todos se han lanzado a una pasión por las reformas, y claro, nadie pone en duda, o casi nadie, su amor por la democracia. Resulta entonces, muy hipócrita, cínico, el tratar de anatemizar a los falangistas democráticos, por recabar lo mismo, algo que parece sencillamente inaceptable. No hace falta citar ahora esos artículos que nosotros cambiaríamos pues quiero que este sea un escrito sin aires de erudito, y creo que queda en la mente de todos, sin embargo, no hay porque ocultar el deseo falangista de reformar la Constitución cuando la nación por los cauces adecuados, exija su puesta al día.

Sería necesario también, como aviso a navegantes, que nadie utilice esta lógica adaptación constitucional, a una supuesta invalidación de nuestra Carta Magna, o excusa para descalificar todo el proceso democrático que entraña su aplicación en España: nos sentimos democráticos y eso desmarca a aquellos que, aun llamándose azules, no quieren sino una vueltas al pasado que, de ninguna manera estaríamos dispuestos a contemplar. La democracia tiene, en efecto, sus riegos, pero siempre será preferible a cualquier aventura caudillista.

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