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TRES MUJERES

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Por José Ignacio Moreno Gómez para elmunicipio.es

Amelia Azarola y Echevarría

Ocurrió que, estando encarcelada, uno de sus carceleros vino a contarle, no sin cierta y ostensible complacencia, cómo le habían asesinado al marido, el cual, antes de morir, había increpado con una arrogancia impresionante a sus verdugos. La mujer se hizo de esparto, y seca, sin una lágrima, respondió: “Ruiz de Alda tiene un hijo, que será digno de él y le sabrá vengar”

Esto lo cuenta Julián Zugazagoitia en su libro “Guerra y vicisitudes de los españoles”. Aunque la veracidad del episodio no le parece segura al cien por cien, en ningún modo la estima inverosímil, dada la personalidad de la joven navarra que acababa de quedar viuda: Amelia Azarola y Echevarría.

Amelia Azarola y Echevarría (que no Fernández de Celis, como aparece en algunas citas) era hija del ingeniero y político radical-socialista Emilio Azarola y Gresillón, alcalde de la localidad navarra de Santesteban, y sobrina del contraalmirante de la Armada y ministro de Marina con Portela Valladares, Antonio Azarola y Gresillón, fusilado por negarse a secundar el levantamiento del 18 de Julio.

Amelia Azarola había sido alumna de la Institución Libre de Enseñanza y estudiado medicina, algo poco común en aquellos años para una mujer. Tras haber sido alumna de Fisiología con el doctor Juan Negrín, llegó a tener gran amistad con quien luego sería presidente del último gobierno frentepopulista durante la Guerra Civil. Amelia era la misteriosa joven que había servido como vehículo para que José Antonio Primo de Rivera intentara atraerse a Indalecio Prieto a su movimiento; pues valiéndose de la amistad de la esposa del héroe del Plus Ultra con Negrín, el fundador de Falange intentó que esta, tanteara al catedrático de medicina y líder socialista sobre una posible toma de contacto con don Indalecio, ya que Prieto y el doctor, en aquella época, eran personas cercanas en el partido y compartían la misma línea moderada frente a los seguidores de Largo Caballero. Amelia había advertido también al médico socialista de como algunos incontrolados planeaban atentar contra él. Este, a cambio, según cuenta Julius Ruiz en su libro “El Terror Rojo”, velaría por la seguridad de ella en prisión mientras estuvo interna en las cárceles republicanas por ser esposa del cofundador y jefe falangista. Estando presa y, más tarde, una vez obtenida la libertad, Amelia Azarola se dedicaría, siguiendo su vocación, al servicio a los demás como médica.

Cuando Julián Zugazagoitia fuera luego injustamente condenado a muerte por los tribunales de la España vencedora, Amelia Azarola junto con Wenceslao Fernández Flores, Rafael Sánchez Mazas, y Antonio de Lizarra testificarían inútilmente a su favor. Sobre el alma de Amelia pesaban, y pesarían para el resto de su vida, las muertes que la España roja y la España azul se habían cobrado en personas tan entrañablemente cercanas: esposo, tío, amigos…

Margarita Manso Robledo

También le ocurrió a una joven, que había tenido simpatías por el comunismo, y era mujer vanguardista y de mentalidad adelantadísima para su época, que unos milicianos comunistas la separaron en pleno Paseo de la Castellana de su marido. A él se lo llevaron a la Checa de Fomento, la del antiguo Círculo de Bellas Artes, donde lo torturaron y lo mataron, apareciendo luego su cadáver en una cuneta. Paradójicamente, el marido era un artista de los grandes. En el Museo Reina Sofía está colgado uno de sus cuadros, el que lleva por título “Accidente”. Él era Alfonso Ponce de León, pintor señero, e injustamente olvidado, del realismo mágico español; telonero de la Barraca de García Lorca y, como falangista, diseñador del emblema del SEU y de los carteles de propaganda más provocativos de la Falange anterior a la Guerra Civil. Alfonso Ponce de León y Margarita Manso Robledo escandalizaron al sector más conservador de la sociedad madrileña por su conducta transgresora, ya que, por un tiempo, vivieron y viajaron juntos antes de estar casados. En París entablarían contacto con Pablo Picasso y con la llamada Escuela de París, de la que formaba parte Manuel Ángeles Ortiz.

Margarita Manso Robledo ingresó como estudiante en la Academia de San Fernando de Madrid, donde tuvo como profesor a Julio Romero de Torres; amiga íntima de Federico García Lorca y de la pintora surrealista Maruja Mallo. El romance “Muerto de amor”, incluido en el “Romancero Gitano” lo dedica el poeta granadino a Margarita Manso. Ella había participado en las aventuras del grupo de provocadores artistas compuesto por Emilio Aladrén, Salvador Dalí y los mencionados Federico García Lorca y Maruja Mallo, llegando a protagonizar, según contó Dalí a Ian Gibson (¿relato fantástico del genio ampurdanés?), un episodio con Lorca y él mismo, en el que el poeta le hizo el amor al pintor cadaqués «con la seductora Margarita Manso interpuesta».

Hacia el fin de la guerra Margarita es invitada por su hermana Carmina, otra de las “sinsombreristas”, a marcharse de España, a donde ella, casada con un primo del teniente Castillo (aquel cuya muerte sirvió como excusa endeble para el asesinato consumado en la persona de Calvo Sotelo y frustrado en la de José María Gil Robles), vivía exiliada con la madre de ambas. Tras una breve estancia en Italia, Margarita se incorpora en Burgos al grupo de intelectuales de Ridruejo y se casa con el médico y escritor Enrique Conde Gargollo, recopilador de las obras de José Antonio, con quien tuvo tres hijos. Margarita Conde Robledo murió de cáncer en 1960.

Mercedes Sanz Bachiller, viuda de Onésimo Redondo Ortega, según Paul Preston, estaba más próxima a Margarita Nelken que a Pilar Primo de Rivera. José María García de Tuñón, en la revista El Catoblepas, nos da detalles de la vida de esta tercera viuda valerosa de la Falange que, hija de padres separados, quedó huérfana a los catorce años. Con diecinueve contrajo matrimonio con Onésimo Redondo, y con veinticinco enviudaría cuando aquel fue acribillado en una emboscada, no exenta de circunstancias sospechosas, en Labajos.

Mercedes Formica la describe: “…alta, morena, delgada, vestida de luto riguroso, un velo negro sobre los cabellos –signo de dolor vigente en Castilla–, la joven aparecía en los despachos de los personajes envuelta en su desamparo. Llevaba en el vientre un hijo muerto que los médicos le obligaban a guardar hasta el término del embarazo, interrumpido a causa de las penalidades sufridas por la muerte del marido…»

Mercedes Sanz Bachiller no se hunde en su tristeza, sino que, con la ayuda de Javier Martínez de Bedoya –con quien se casaría en segundas nupcias–, se emplea a fondo en ayudar a los más desamparados de aquella guerra y funda el Auxilio de Invierno, luego Auxilio Social. Su preocupación era que los niños, blancos, rojos o azules, no pasasen hambre. Igualmente le preocupaba y conmovía la soledad de las madres solteras, embarazadas de soldados, poco importaba tampoco si rojos o azules. Acoge a huérfanos en comedores y ayuda a madres desvalidas, superando críticas y zancadillas de los sectores del rancio fariseísmo pseudoreligioso y de la propia Pilar Primo de Rivera.

Criticaría luego como la representación sindical en las Cortes no tenía a ninguna mujer; y en el Congreso Internacional de la Mujer celebrado en Madrid en 1970, Mercedes presentó una comunicación en la que se refirió a las mujeres que, al casarse, abandonaban el trabajo que venían realizando y quedaban excluidas de la protección personal de la Seguridad. Terminaba preguntando: «¿Qué hicieron con sus cuotas?» «¿A quienes beneficiaron?». Mercedes Sanz Bachiller murió en Madrid el 11 de Agosto de 2007.

Sirva esta breve semblanza biográfica de tres valerosas viudas de la Falange para situarnos y situar a quien, sin prejuicios, se quiera acercar a conocer lo que de verdad representó, o quiso representar, el movimiento falangista en la España de los años treinta del siglo pasado. Y que fue algo muy lejano a las deformaciones y los estereotipos posteriores diseñados tanto a diestra como a siniestra: así en lo que concierne a la visión de la mujer y su papel en la sociedad, como a las verdades más hondas que portaba aquella Falange Española. Sirva también para fijar nuestra atención en la tenue línea, difuminada y discontinua, que separaba a las dos Españas que se enfrentaron en la Guerra Civil. Y es que estas no eran tan extrañas la una a la otra; y culpas hubo por ambas partes en provocar las atrocidades que se cometieron. Por mucho que la rigidez de una ley quiera escamotearnos la historia, convirtiendo a la “Memoria” en dogma descarnado, doctrinario y maniqueo, no podemos dejar de preguntarnos si acaso aquella guerra fue realmente un conflicto irremediable entre dos Españas irreconciliables, o se trató, más bien, de una sola España –terca y contradictoria, pero irrigada por vasos comunicantes numerosos– enfrentada consigo misma.

José Ignacio Moreno Gómez

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