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Este es el barrio más pobre de España

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Para los niños de Los Pajaritos, que en vez de comer filetes se malnutren con bollos y consecuentemente destrozan sus dentaduras y sus vidas, la Giralda está tan cerca como la torre Eiffel: aproximadamente en otro planeta. Viven casi en el centro de Sevilla, a unos cientos de metros del estadio Sánchez Pizjuan, pero cuando salen del barrio dicen, como si fueran extranjeros, que van «a Sevilla».

El Mundo / Para estos chavales cruzar la calle Clemente Hidalgo, la que separa su siglo XIX del XXI de los demás, es atravesar un océano Atlántico de 100 metros, hecho de asfalto y arcenes. Por eso la asociación de vecinos, único Estado presente en un lugar donde el otro se las piró, les presta bonobuses y les organiza visitas «como si fueran turísticas», explican allí. «Para que los críos vean lo que hay», rematan estruendosamente.

A sus padres y sus dignidades polvorientas, pálidas en la miseria, no les va mucho mejor. Algunos han de tener cuidado, cuando salen de casa, para no pisar los lagos de pis y cosas peores que llevan semanas flotando en la planta baja: el Ayuntamiento, propietario de muchos de estos bloques de renta antigua, no invierte en ellos desde hace décadas y deja que se caigan a pedazos. A otros les basta con sortear el enjambre de yonquis junto al mercado, pero bastante más peligrosa es la desesperación. El pánico sordo que, por ejemplo, lleva a un padre de familia en la cincuentena, con dos hijos, a decirte: «Sólo me queda llamar a la puerta de la cárcel para que me dejen entrar».

Mientras alguna Europa llora a los sirios chapoteando en mierda en Grecia, no sería exagerado decir, tras un par de días vagando por aquí, que en Los Pajaritos malviven varios miles de refugiados protegidos, al menos, por techos dudosos. El franquismo les recostó aquí en los años 50. Unos venían de unas riadas, otros de la chabola, otros más llegaban del pueblo botijo en mano. Las dos docenas de bloques iban a ser provisionales hasta que a esta gente se le encontrara otro acomodo. Setenta años después, aquí siguen.Un largo periplo el de esta barriada, en fin, para alzarse ahora con el maldito honor de ser, estadísticamente, superando por poco a su vecino de Las Tres Mil Viviendas, el barrio más pobre de España en renta familiar: 12.614 euros anuales por cabeza.

Las Tres Mil, la barriada que el caletre sevillano denomina «la Villa Olímpica», porque «está llena de gente muy delgada y en chándal», al menos tiene la droga. Los Pajaritos no tiene nada que no sea el olvido. Probablemente ni siquiera existe, más que para sí mismo.

«¿Rumano? Rumano no me jodas. Rumano tu puta madre», dice sonriendo Silva. Se está comiendo un bocadillo de queso apoyado en la bici con la que recoge papel para luego revenderlo.Al redactor se le ha ocurrido la estupidez de que el español no es tan diferente del rumano, pero en el barrio, en una fría mañana de marzo, ni existen las lenguas romances ni cristo que lo fundó: «No soy racista, pero me falta esto», junta dos dedos Silva. «Porque son mierda. Mierda». Hay que querer a Silva, que fue camarero «desde el 89 hasta que se fue todo a tomar por culo». Hay que quererlo por lo que suelta de pronto: «Yo tengo a mi angelito en el cielo, y sé que algún día me reuniré con él». ¿Mi angelito? «Mi niño. Se fue con una vecina a la piscina y no volvió». ¿Cuándo fue eso? «Hace tres años. Él tenía ocho… Pero oye, no pasa nada, ¿eh? Yo soy feliz. Me descojono de todo. De todo, ¿me oyes?».

La idea era que el incombustible gracejo andaluz desengrasara este reportaje/letanía, pero hasta eso parece abollado en Los Pajaritos. Lo intenta por ejemplo Iván, 25 años y uno de esos héroes involuntarios del idioma: «¿Tú sabes cómo hacen los cabrones de los polis, que te pillan una bellota de hachís, se la quedan y encima te dan una colleja y te amenazan con una multa de 500 euros?». Iván asegura que no vende droga y nosotros queremos creerle, pero en 15 minutos se le acercan, en actitud dubitativa, unos cuantos chavales que él ahuyenta con un arcano agitar de cabeza. «Yo hago lo que puedo. ¡Lo que puedo! Vivo de pelar cabezas, a cinco euros el corte, aprendí solo… Pero si un día no tengo para darle de comer a mi hijo de dos años y hay que vender, pues vendo y tacatá. ¿Tú no lo harías?».

Iván no habla, ametralla. Dice que también rapea -viene de cortarle el pelo al rapero Haze, jura-. Dice que llamó a su hijo Arán «porque aquí todo el mundo le pone al crío Aarón… Pues yo, Arán». Dice, mientras repele con la mirada a otro par de chavales, que vive en casa de su tía, «un piso de 30 metros enano, una mierda». ¿Podríamos verlo? «Es que vas vestido como un poli, tío. Y si nos ve la peña me crucifican». Tiene un juicio pendiente por okupar otro pisito en el barrio durante tres meses, un apartamento abandonado. La lucha por la pobreza, la pelea rapaz por las sobras, es aquí el pan de cada día.

«Los Pajaritos se funda en 1956», explica Salvador Muñiz en la asociación de vecinos, y enfila un relato tan heroico como lo contrario: Aquí llegó gente que trabajaba en una fábrica de caballitos de cartón, otros que se quedaron sin casa al desbordarse un arroyo… En parte los tres barrios, Pajaritos, Candelaria y Madre de Dios [21.000 personas hoy], proyectados por una cosa que se llamaba Real Patronato de Casas Baratas, eran provisionales. Y hasta hoy». Cuenta, con un orgullo que abrasa, cómo alucinaban los recién llegados al estrenar pisos con baño propio. Cómo «flipaban» al abrir el grifo «y ver que salía agua» -casi el último adelanto tecnológico que ha visto Los Pajaritos-.

Salvador, lo más parecido al alcalde Pepe Isbert en el lugar, es ese personaje que redime y sublima un barrio como Los Pajaritos en un reportaje como éste. Mientras habla en su despacho, un cuartito forrado de vestigios sentimentales de lo que fue y ya no es, reparte comida a cuatro vecinos parados y sin ingresos, peleados con la vida. La reparte literalmente. Hay cuatro tupperwares en la mesa de oficina, y la grasa del guiso gotea sobre el plástico cuando echa la comida en los recipientes que ellos traen. No hay lamentos. Sólo hambre. Como la que tiene Bernardo: 43 años, ningún subsidio, algo de «vergüenza» y casi ni recuerdo de cuándo trabajó por última vez: «Yo tengo 14 años cotizados como encofrador, y otros nueve sin cotizar por culpa de los hijos de puta de una empresa…».

También está aquí Pepe. Hoy le dan de comer a él, que estuvo 20 años alimentando, como cocinero, a los clientes de un Vips -los 20 por cierto «cotizados», una palabra que reluce como una moneda de oro en plena noche en Los Pajaritos-. Comer es un verbo que hay que esforzarse por conjugar por aquí, como explica Francis Jiménez, de la asociación Candelaria: «Empezamos a detectar que nos llegaban niños sin comer, y encima veían a otros merendar… Por suerte nos ayudó Cáritas».

Desde que el Estado se ausentó -un banco catalán aporta casi el doble de recursos que la Junta de Andalucía a estas asociaciones-, la mayor parte de los vecinos decidió salirse del sistema, cuenta Francis: «Mucha gente, la mayoría, tiene la luz y el agua enganchados, no pagan porque no pueden. Muchos han vuelto a meter al abuelo en casa para tirar de su pensión. La gente se busca la vida como puede». Él es quien presta bonobuses a los chavales para que vean mundo, y los lleva de turismo por el centro, y hasta llegó a comprar despertadores a algunas familias «para que los niños no tuvieran excusas para no ir al cole».

Todo esto, no obstante, no fue siempre así. Salvador vuelve al relato mítico: «Éste fue durante muchos años un barrio obrero, trabajador, y muy batallador. Había una conciencia, un sentido de comunidad. Pero…». Pero los 80 trajeron cierta desindustrialización, y el galope de la droga hizo el resto. Todo comenzó, lentamente, a fenecer. «En esta asociación hemos pasado de luchar por lo mejor a dar de comer a la gente… Hace unos días le cortaron la luz a un anciano: abrimos la caja de la hermandad. Están dejándonos morir».

En uno de sus últimos coletazos, hace meses, los vecinos ocuparon durante unas horas, por la fuerza, la Unidad de Trabajo Social, última embajada del progreso aquí. El cartel que anuncia un centro de mayores de «nueva construción» preside desde hace nueve años una parcela vacía. «La mitad del barrio vive de ayudas». El paro supera el 45%. Ni siquiera la inmigración cabe en el relato, aunque una trabajadora social del centro le espeta a este redactor, refiriéndose a ella, que «en este barrio hay mucha morralla»: muchos inmigrantes se fueron por donde habían venido, «ahora no pasaremos del 15%», dice Salvador. Los pobres de Los Pajaritos son, sobre todo, pobres españoles.

Buscamos un rayo de luz. No aparece en el languideciente mercado, que facturaba «el triple hace pocos años» y en cuyos baños se pinchan los yonquis, dice el pescadero. Tampoco en uno de los bares, donde un borracho asalta al periodista, le cuenta que hace cinco años que ingresó la última ayuda, le pide dinero y finalmente le acaba ofreciendo un encuentro de naturaleza desconocida con su hija. La chica, asegura, tiene 25 años, dos críos y «unas tetas hasta aquí».

Un paseo por entre los bloques de la calle Perdiz recuerda vagamente al Líbano de los 80: techos hundidos «de uralita cancerígena», paredes desconchadas como árboles sin corteza, basura por demás. «Nosotros somos 13 en mi casa, en 36 m²», dice Julia, gitana de 74 años. Hasta allí tiene que subir la mujer, a un cuarto sin ascensor. Algunos pagan aún 41 céntimos de euro de renta, otros han generado un mercado negro vendiendo con escrituras pisos que ni siquiera poseían, como sucedió por ejemplo en la Cañada Real.

Lo de Manuel es un SOS: 53 años, los cinco últimos en paro, 35 cotizados como encofrador, y dos hijos. Trabaja, cuando trabaja, como aparcacoches municipal en Santa Justa: 25 euros al día. «Nos vamos a comer los unos a los otros. Pónlo ahí».

Pero si queda alguna esperanza en Los Pajaritos, en fin, se llama Cristina. Todos quieren irse, pero ella y sus 21 años acaban de llegar -«mis padres ni lo saben, no lo aprobarían, pero el alquiler es baratísimo»-. Viene del pueblo, de una pedanía, estudió Peluquería y hasta ahora hacía cabezas en un local en el centro, «al que va gente de mucha pasta». Ganaba 550 euros al mes por 12 horas al día, pero lo acaba de dejar: se siente maltratada por su jefe: «Un machista, el típico miarma [mi alma] de Sevilla». No está dispuesta a tragar. «Yo tengo una dignidad. No he venido aquí a que me pisoteen. Quiero estudiar Trabajo Social. No voy a comer mierda», dice. El atardecer, de pronto, acaricia con cierta ternura a Los Pajaritos.

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