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El voto del cuarto mono

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En España, después de más de 500 años de historia, hubo gallardía, defensa de la fe católica, Siglo de Oro, imperios ultramarinos, furia española, y… ¿qué tenemos ahora?: a Pablo Turrión, a Podemos.

Por Laureano Benítez Grande-Caballero para elmunicipio.es 

En una escena de la película «El tercer hombre», en un cubículo de la noria del Prater de una Viena desttozada por la guerra van Harry Lime (interpretado por Orson Welles), y su amigo Holly Martins (Joseph Cotten). Al llegar a su punto más alto, Harry abre la puerta y desafía a Holly a mirar hacia abajo, a la vez que le dice, con frialdad de entomólogo, señalándole la gente: «¿Víctimas? No seas melodramático. ¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejara de moverse?». 

Harry traficaba en el mercado negro, adulterando medicinas que producían efectos devastadores entre los enfermos, y con esas palabras demoledoras pretendía justificar su conducta inmoral ante Holly.

Cuando descienden de la noria, antes de marcharse del parque de atracciones, Harry Lime suelta otra frase terrorífica ―escrita por el mismo Welles, quien codirigió la película―, con la que completa el horror de su impiedad: «En Suiza hubo amor y fraternidad, 500 años de democracia y paz, y… ¿que tenemos?: el reloj de cuco».

En España, después de más de 500 años de historia, hubo gallardía, defensa de la fe católica, Siglo de Oro, imperios ultramarinos, furia española, y… ¿qué tenemos?: a Pablo Turrión ―el político del reloj de cuco― a Podemos. Lo del reloj viene a cuento de aquel famoso «tic-tac, tic-tac» que el Turrión copió de su gurú Hugo Chávez. En cuanto a lo del cuco, también le cuadra que ni al pelo, pues, además de que el Turrión es astuto y ladino, tramposo y fullero, es tan omnipresente en televisión, prensa y radio, que parece el cuco dándonos los cuartos, las medias y las horas en punto. Así que vaya algarabía la turrionera: cu-cu-tic-tac. Si a esto le añadimos el jajaja con el que este político cuco se ríe de la ignorancia supina de sus votantes abducidos, la fanfarria resultante es excepcional, sí señor.

¿Por qué tenemos en España la patente de este político-cuco? ¿Karma? ¿Mala suerte? Yo lo explicaría diciendo que España es un país goyesco, donde hemos pasado de los majos y majas, del tipismo casticista de los «Cartones y Tapices», al horror de los «Caprichos» y las «Pinturas Negras». En concreto, hay un «capricho» ―el número 43― que tiene la clave de cómo y por qué hemos inventado al político-cuco, aquel que lleva por título: «El sueño de la razón produce monstruos», que Goya explica afirmando que «cuando los hombres no oyen el grito de la razón, todo se vuelve visiones».

Otra explicación podría ser echar mano de las famosas dos Españas, de las cuales la España Roja ―la perdedora de la Guerra Civil― ha creado al Cuco para vengarse de la España Azul, la de siempre. Aunque parezca extraño, una formidable explicación de este fenómeno volvemos a encontrarla en Orson Welles, cuando afirma que: «Por celos y envidias, el ser humano es capaz de todo, desde el crimen hasta la santidad. Es terrorífico». Sí, este engendro político del Cuco es producto de los celos y la envidia de la España Roja, que, de ser víctima del «martillo de herejes», pasa a ejercer de «martillo de cristianos». Las dos Españas en plenitud, un país donde santos y criminales habitan en extraño contubernio.

Traduciendo más a la realidad española las escenas reseñadas de la película y la filosofía orsonwelliana de los puntitos negros, cualquier político de nuestro país podría hacer el papel del siniestro Harry Lime, cuyo desprecio a la gente se explicita en plenitud cuando dice: «Hoy en día nadie piensa en términos de seres humanos. Los gobiernos no lo hacen: ¿por qué nosotros sí? Hablan del pueblo y del proletariado, y yo de los tontos y los peleles, que viene a ser lo mismo. Ellos tienen sus planes quinquenales, yo también».

Decimos que cualquier político de nuestro país podría pertenecer a la logia de los «puntitos negros», pero a quien más se le nota esta filosofía inhumana es, indudablemente, a aquellos izquierdosos a quienes se les llena la boca de palabras como «gente», «pueblo», «los de abajo» ―claro, vistos desde su noria―, etc… Desde sus elevados Pirulís mediáticos ―trasunto de la cabina de una noria en cualquier parque de atracciones―, nos contemplan como hormiguitas, como despreciables peones en el juego, que arrastrarán hasta la Moncloa sus torres y norias de asalto, como una masa amorfa que engañan con sus promesas de «países nuevos» y «cambios» ―solo les ha faltado prometer que con ellos ganaremos, por fin, Eurovisión―, cuando en realidad consideran a sus votantes unos simples lacayos que les extenderán la alfombra roja con la que accederán a lo único que les interesa: el poder monclovita, con el cual ejercerán su megalomanía y sus latrocinios.

Mientras que en Europa la marea populista ha producido un avance de los partidos nacionalistas de derecha ―que llevan en el corazón de sus programas la defensa de sus países frente a los dictados de Bruselas que atentan contra su identidad nacional, especialmente la inmigración masiva y las limitaciones de su soberanía, como ha sucedido en el Brexit―, en nuestro país más de 5 millones de españoles van a votar a un partido de extrema izquierda que lleva en su programa el derecho de autodeterminación de las autonomías, que homenajea a terroristas, que propone la supresión de las vallas fronterizas y la inmigración libre en un país con el 20% de paro, que proclama puño en alto sus querencias neocomunistas, que es un maremágnum de okupas, feminbolleras, pijoprogres, y otros especímenes antisistema.

Se dice que la causa de esto hay que buscarla en el ansia de regeneración que tienen los españoles ante la escandalosa corrupción del bipartidismo tradicional, sin tener en cuenta que con su voto a los ultraizquierdosos están legitimando las corruptelas de unos salvapatrias que, sin tocar mucho poder todavía, ya están siendo investigados a cuenta de su financiación.

Pero hay más corrupciones. En una sociedad cada vez más amoral, no se presta atención a la corrupción moral de los políticos, que les lleva a la peor de las corruptelas: la degradación, la perversión. Por poner un ejemplo, que una asaltacapillas ocupe un puesto destacado en el Ayuntamiento madrileño clama al cielo, y nunca mejor dicho. Que Zapata siga siendo concejal, más de lo mismo.

La causa real de que hayamos inventado al «político del cuco» es que seguimos estando infectados por el virus más atávicamente español: la querencia por la «sopa boba». Esto no es de extrañar, ya que ésta ―además de ser el menú de los pobres― lo es también de los pícaros, que tanto abundan en España, que votarán muy posiblemente a un partido que les promete que el Estado sufragará todas sus necesidades.

Esta perniciosa filosofía de vida se ve además agravada y reforzada por otra de nuestras más insignes lacras: la envidia, anterior a la furia y al reloj de cuco. Así se cierra el círculo: el Estado debe quitar fondos a los ricos, que me han robado, y dármelos a mí, porque en justicia me corresponde. Lo que sucede es que esta chusma del Cuco no sacará el maná de los ricos, sino de la gente que trabaja, dándoles un infierno fiscal de aquí te espero para mantener a un número creciente de apesebrados.

Y desde la «sopaboba» creadora de Podemos hemos desembocado en el «politicodecuco»: asombro mundial, ridículo cósmico, patochada sideral, que podríamos calificar también como «patente de cuco», pues da derecho a manipular hormigas igual que la patente de corso daba licencia para asaltar buques.

Esa patente es la que brilla refulgente en uno de nuestros máximos exponentes de la filosofía de los «puntosnegros» orsonwelliana: Lorenzo Carbonell,  fundador del Partido Republicano Radical Socialista de Alicante, de cuya ciudad fue alcalde entre 1931 y 1934 y en 1936. No estaba en ninguna noria ni ningún Pirulí, pero ―poco antes de las elecciones del 36― dejó una frase dedicada a las hormiguitas católicas que hubiera horrorizado al mismísimo Harry Lime: «El 16 de febrero no dejéis votar a las beatas ni a las monjas; cuando veáis a alguien que lleve en la mano una candidatura de derechas, cortarle la mano y rompérsela en las narices y se la hacéis comer». Así degeneró la «furia española».

Pero tranquilos. ¿Cómo acabó el cuco Harry Lime? Pues de las alturas de la noria pasó a la claustrofobia de las alcantarillas de Viena, donde encontró su final.

Y del «tercer hombre» vamos a los tres monos, esas estatuillas orientales donde se ve a tres simios con distintos gestos, que representan toda una mística frente al Mal: uno se tapa los ojos ―«No veas el Mal»―; otro se tapa los oídos ―«No oigas el Mal―; otro se tapa la boca ―«No digas el Mal»―. Gandhi, que no tenía sino sus sandalias y dos túnicas, las llevaba siempre consigo, pues consideraba a estos monos como sus «gurús».

Ya he dicho en alguna ocasión que las elecciones españolas no son la lucha entre derechas e izquierdas, ni entre «arribas» y «abajos», ni entre «norte y sur», ni entre «casta» y «gente»… Ni siquiera entre «Harrylimes» y «puntitosnegros»: estamos en la lucha entre el Bien y el Mal.

Si queremos inventar algo, es hora de patentar «el cuarto mono»: NO VOTES EL MAL.

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