Por Pedro Conde Soladana para elmunicipio.es
Más información —Con el permiso de elmunicipio.es me permito añadir una reflexión: 29 de OCTUBRE. Por Pedro Conde Soladana—
Parece una redundancia. Por desgracia, no lo es. Desgracia es la constatación de un mal que aqueja a nuestra Patria de tiempo atrás y que ahora, en estos tiempos, parece agravarse. Como toda enfermedad, ésta de la que adolece España tiene sus causas y raíces en los terrenos profundos de su propia Historia. Han sido varios los pensadores e intelectuales que han buceado en el proceloso mar de nuestro pasado buscando el porqué, el origen de nuestra dolencia identitaria como nación. A poco que sondeemos en ese pasado se descubre una contradicción inmediata. España, y ahí está el origen etimológico de su nombre para acreditarlo, la Hispania de los romanos, comenzó a formarse hace dos mil y pico años como parte de aquel Imperio. En aquellos inicios, arraigan los primeros elementos y conceptos que, en su desarrollo a través de los siglos, acabarán formando lo que hace quinientos años se considera el primer Estado moderno, con los Reyes Católicos como fecundadores y ejecutores. En el intermedio, lo visigodos logran ya una unidad peninsular. Tras éstos vienen los musulmanes de los que, después de ocho siglos de invasión y reconquista, que parecieron hacerse eternos, hubo que rescatar, con sangre, “polvo, sudor y hierro”, la empresa y destino común del pueblo hispano que se remontaban hasta aquel gran Imperio de Roma y cuyos primeros vagidos de la unidad, el derecho, con el bagaje de la cultura grecolatina, madre del saber moderno, su concepto del hombre, de la sociedad, del orden, de la organización política y social, etc., están en esos orígenes de la provincia romana de Hispania. Y el cristianismo como cemento aglutinador y código espiritual y ético de conducta de todos los pueblos europeos que vinieron, al fin, a conformarse como naciones y estados. Es decir, España y sus contenidos como nación moderna no es una creación espontánea; es el fruto de un milenario, largo y doloroso, a la vez que fructífero, parto de la Historia Universal, cuya personalidad está viva en las páginas de ésta a las que contribuyó a escribir, llenar e inmortalizar con hechos imborrables. La desorientadora, inquietante y simple pregunta que le sigue a esta breve crónica histórica, pero irrefutable, salvo para ágrafos y carentes de lecturas, es: ¿por qué hoy existen nativos, españoles de nacencia, que niegan la vieja personalidad de España, en la que ellos tienen tantas raíces genealógicas como aquellos otros que la afirman y la quieren y a la que tienen con todo derecho y razón como Patria?
Quizá la respuesta más cercana y contundente que yo hallo pueda ser muy simplista, frente a las elucubraciones de aquellos pensadores e intelectuales a los que ha inquietado este mismo problema. Ha sido la escuela o, mejor, la falta de escuela de las clases humildes que durante decenas de años han padecido, frente al menosprecio o, peor, el desprecio a su derecho al saber y la cultura, de las clases superiores -torpes y egoístas aristocracias y burguesías- cuya conducta era una mofa del amor patrio que decían sentir. José Antonio Primo de Rivera, por cierto, un aristócrata, marqués de Estella y Grande de España, denunció la hipócrita actitud de esas clases altas cuando, para defender sus intereses particulares y de clase, se envuelven en la bandera del patriotismo. Esa quiebra o fractura cultural y sentimental de la sociedad española que viene de tiempo atrás, acompañada de odios, enfrentamientos e incomprensión, hay que achacársela a las clases altas, que se creían superiores cuando su conducta ha demostrado lo contrario, de esta sociedad, porque en sus manos estaba el poder, el saber y el dinero, mientras el pueblo llano, aquel del que se dijo en el Mío Cid, “que buen vasallo si hubiera buen señor”, no tenía más que sus manos para trabajar y sus potenciales inteligencias para ser cultivadas en pro de la Patria común. Pude vivirlo, constatarlo y sufrirlo en mi propia niñez de la posguerra. Cuántas inteligencias se perdieron a pesar de aquello que, el fusilado en un paredón por estas ideas, José Antonio, había dicho y programado para que no se perdiera una sola inteligencia por falta de medios económicos. Sin embargo, durante años se siguieron desaprovechando y con ello un enorme potencial en eso que se conoce como materia gris, y gratuita en su explotación, la inteligencia, de miles y miles de españoles que hubieran llevado a nuestra Patria, como a cualquier nación que no desprecie esa energía inmaterial, a las más altas cotas de prestigio e influencia universal. Contaré mi propia anécdota personal y familiar. Primeros años de la década 1950-60. Éramos siete hermanos, hijos de un modesto secretario de ayuntamiento de un pueblo. Todos, con acreditadas condiciones para el estudio, reconocidas por las gentes del pueblo. Ninguno tuvo más allá de los estudios primarios, escolares se decía entonces. Elevaron su cultura práctica en los ayuntamientos como ayudantes de mi padre en los mismos. Sacaron sus oposiciones o se hicieron secretarios con la práctica. Yo, el sexto, fui llevado a un colegio religioso para serlo porque mi madre, católica a machamartillo, quería tener un hijo “jesuita, misionero y predicador”. Lo máximo para ella; con la mala suerte de que ese hijo, el sexto, que era yo, no tenía tal vocación. Cursé el primer curso, en Oña (Burgos). Me salí, dándole un disgusto de padre y muy señor mío. Mi padre ya no vivía, había muerto cuando yo tenía siete años, en 1947. En ese momento de mi despedida de la vida religiosa tenía once. Pero pude comprobar, por mis notas colegiales, que valía para estudiar. Me tiré un año en el pueblo. Ya no podía asistir a la escuela, no sé por qué, quizá porque en ese curso con los religiosos había recibido una formación superior a la que podían darme en escuela rural. Mas, ese año fue suficiente para inquietarme por mi futuro, por mi saber y cultura. Entonces, conociendo como conocía lo que José Antonio Primo de Rivera había dicho lo que anteriormente he citado, sobre la no pérdida de intelectos, dirigí una carta al General Franco exponiéndole mi caso y pidiéndole el cumplimiento de aquello que había dejado escrito el “Ausente”, como se le llamaba a José Antonio. No tengo copia de la carta porque entonces, hace sesenta años, no había fotocopiadoras y estaba escrita a mano. Sin embargo, en la casa de mis padres estoy seguro que entre los papeles que se conservan estará la contestación que se me dio. Recuerdo que aquello fue una manera de quitarse de en medio deberes, compromisos ideológicos y responsabilidades; se me contestó que me dirigiera a no sé qué organismo, al que, creo, me dirigí, sin obtener respuesta. En todo caso, a mí no se me concedió la beca que buscaba. Tales becas estaban destinadas a los hijos de los jerarcas, y funcionarios cercanos al régimen; si bien, y hay que reconocerlo, en el final del franquismo aquello se arregló mucho con la filosofía de la “igualdad de oportunidades”, concediendo becas en razón del potencial intelectual de cada ciudadano.
Mientras, durante casi treinta años, se perdieron dos generaciones al menos de españoles, entre los que había muchos con ese potencial intelectual para haber hecho carreras brillantes que hubieran beneficiado a la nación además de a cada persona. En definitiva, un derroche de energía intelectual que ninguna nación debería permitirse. Todo su saber había quedado reducido a lo aprendido en la escuela hasta los catorce años, que era el máximo de la edad escolar. Por otro lado, esto quedaba en pura teoría para muchos de aquellos niños, a muchos de los cuales sus padres, obreros con familias numerosas, cuando llegaban los meses abril, mayo o junio tenían que sacarlos de la escuela para ir a escardar o entresacar remolacha, entre otras tareas del campo, porque se necesitaba su ayuda para que la familia pudiera comer. Lo recuerdo perfectamente. El padre que llegaba a la escuela a ver al maestro para decirle: “Señor maestro, el chico tiene que dejar la escuela estos o este último mes porque tiene que echar una mano”. ¿Qué cultura podía quedar de aquellos estudios al niño, adquirida en una enciclopedia que compendiaba todos los saberes: Gramática, Geometría, Historia Sagrada, Historia de España, etc.?
Y ya que de Historia de España vengo hablando arriba, es para preguntarse qué identificación podían tener con ésta aquellas clases bajas, de familias numerosas, con hambre y miseria en los hogares, desatendidas en sus derechos más elementales como el Pan y la Justicia. Si de estos dos derechos, pan y justicia, no había, cómo iban a sentir y tener Patria. Podría contar muchos hechos, grabados en mi alma de niño, que darían consistencia y carne a este relato, como el del algún vecino y compañero de escuela que de vez en cuando venía a pedir un trozo de pan a casa del secretario, al que tampoco le sobraba mucho porque también era familia numerosa; o el del padre, de este mismo niño, encarcelado por haber cazado unos conejos en la finca de marqués para comer o vender alguno y comprar pan. Tal relato de cosas lo dejaré para otro momento.
De los momentos presentes y otros muchos de nuestra Historia viene la desidentificación con ella de una gran parte del pueblo español, la más desvalida pero la más numerosa. Una sociedad de clases pero sin clase, en el sentido de calidad y categoría moral, en muchos de los individuos que integraban las llamadas clases superiores a los que les importaba un bledo el estado humillante en que se encontraban los individuos de las inferiores, muchos incultos hasta el analfabetismo y famélicos en su estado físico real. Toda la importancia que les daban era la de mano de obra barata a la que se podía explotar. Dejemos esa larga etapa, secular, de menosprecio de las clases superiores por las inferiores, porque el tema sería materia de un largo ensayo, para centrarnos en los tiempos inmediatos y presentes.
Tales tiempos se identifican con los de la presunta democracia en que vivimos después del régimen de Franco. Tiempos que se identificaron también con la esperanza, la ilusión de un tiempo nuevo, la alineación de España con los regímenes democráticos del mundo occidental, por ello, identificados con una nación más moderna y modernizada, etc., etc. ¿El balance? Para España como nación: absolutamente negativo. Más modernizada sí en lo tecnológico, en su definición más amplia, ¡faltaría más!, cuando el mundo entero en eso ha seguido los avances y dinámica que la ciencia y la investigación globalizadas le marcan. Pero en lo político: un desastre; sin paliativos El desbarre como nación está llegando a punto tan peligroso de disolución como no ha acontecido a ninguna de las viejas naciones del mundo occidental. Todos los atributos que deben ornar y cimentar un Estado de Derecho están siendo en España una bochornosa pantomima. Y aquí, para sintetizar y concretar, dentro de las muchas fallas en el uso de la democracia en España como deseable sistema de convivencia, los fallos, la falta de comprensión y valoración de la propia democracia, han hecho que sea nuestra nación la pagana de tanta ignorancia e insensatez de la clase política que nos gobierna, poniendo en riesgo lo que debería ser intocable: su entidad e identidad como tal nación.
Entre las esperanzas y retos que traía la actual democracia estaban la cultura, la educación, el saber… Sin embargo, nadie, que sea objetivo, ¿puede negar que el panorama en éstos, que deberían ser excelsos y fructíferos terrenos, es, sin embargo, desolador? De toda la estructura que compone el estamento de la educación: escuelas, colegios, universidad, etc., como elementos y escalas componentes de la docencia y el aprendizaje, sobra con señalar a ésta, la universidad, como ejemplo de la degeneración de los saberes, de la calamidad de lo que debería ser una institución guía de la ciencia y del caos de su orden. En cuanto a saberes, el ataque y menosprecio de las ciencias humanísticas, las lenguas clásicas, es el síntoma de que la universidad, con su atributo de “Alma Mater” engendradora y trasformadora del hombre “por obra de la ciencia y el saber”, deja mucho que desear al respecto. Más bien, con todas las salvedades individuales que se dan, los alumnos que salen de ellas parecen individuos programados para complementar las nuevas tecnologías como brazos o complementos mecanizados de las mismas; pero sin alma. Y en aquellas facultades en las que parece haber alma por sus movimientos con repercusión al exterior, lo que existe es un espíritu maligno de demagogos sobrevenidos de la política, cuya talla intelectual como docentes, indecentes, está a la vista, moviendo, levantando y guiando al alumnado a caminos que nada tienen que ver con la ciencia sino con ideologías políticas trasnochadas, arrojadas por la propia Historia al desván de los malos y pesarosos recuerdos. Si bastantes de los profesores universitarios actuales son estólidos populistas, no puede extrañarnos que bastantes de sus alumnos se estén formando en la insensatez, como estamos viendo en sus “escraches” a la libertad de expresión.
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—Entrevista por elmunicipio.es a Pedro Conde Soladana. II Parte.—
Este es el panorama intelectual de España, la nación desnacionalizada y desespañolizada por sus propios políticos y por los partidos-partidas que los tienen en nómina, cuyos planes de estudio propuestos por unos y por otros, durante lo que ha resultado ser una pseudodemocracia, treinta y tantos años ya, son una trinchera de combate partidaria para confrontar sus ideologías e intereses particulares más que un plan de avance en la ciencia y el saber del pueblo español.
¿Cómo españolizar a España? El tema queda pendiente para una segunda parte.
Pedro Conde Soladana
¿Españolizar España? A estas alturas y hasta donde los políticos del Estado Nacional han consentido que lleguen las cosas con el abandono de sus deberes en un asunto de Estado como es la educación, en manos de las «taifas» autonómicas, y los silencios y falta de autoridad ante los desafíos separatistas, parece una tarea imposible. Pero ¿cruzarnos de brazos ante la desespañolización de España? Eso ya es una traición a nuestra Patria. ¿Vamos a consentirlo los verdaderos españoles?
Pregunta NUÑO DE CASTRO si nos vamos a cruzar de brazos ante la desespañolización de España.
Mi imaginación ha hecho una especie de metafórica fotografía de miles de españoles en esa postura, cruzados de brazos, y seguidamente me sale otra imaginaria foto como secuencia de la anterior en la que toda esa multitud de compatriotas reciben en silencio una manada de tortas en cada carrillo. Y el color rojo efecto de esas tortas no es de la sangre que se acumula en ellos por efecto de las collejas sino que es una sangre de sonrojo y vergüenza. ¿Puede un pueblo, en otro tiempo fiero, aguerrido y luchador hasta la muerte, contra el invasor extranjero, aguantar sin pundonor que una reata de traidores de dentro, nacidos aquí mismo, a nuestro lado, le humillen de esa manera?