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El Papa Francisco está loco; Donald Trump, ya veremos

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Por Federico Jiménez Losantos

Podría haber titulado este artículo más truculentamente: «Mirando a Washington desde Paracuellos»; porque ayer el Papa canonizó a varios mártires de los 6.000 civiles asesinados hace 80 años por los comunistas en Paracuellos, entre ellos Pedro Muñoz-Seca, autor de la joya cómica «La venganza de Don Mendo», y el ingeniero Ricardo de la Cierva, padre del historiador muerto recientemente y hermano del inventor del autogiro, el primer helicóptero. De Ramiro de Maeztu, ni noticia. Y como han escrito en LD Fernández Barbadillo, Lainz, Ruiz y otros, esa masacre, auténtico genocidio cometido contra un grupo humano indefenso que sólo tenía en común el ser católicos -tal vez ni eso, porque a los 256 menores de edad asesinados no les dieron tiempo a madurar en la Fe ni en la Política-, ha sido escandalosamente ocultado por los mismos medios que se muestran escandalizados e indignados contra los norteamericanos por votar a Trump.

Pero esta aplastante mayoría mediática izquierdista que, acaudillada por Cebrián, vive de luchar contra Franco muerto tras medrar sirviéndolo vivo, tiene como capellán castrense al mismísimo Papa Francisco, o sea, Bergoglio, que antes de canonizar a esas víctimas, símbolo de la mayor masacre de civiles jamás perpetrada en nuestra historia, había respaldado el plebiscito que hubiera convertido a Colombia en la Narcolombia del cártel de las FARC de Timochenko y Santoschenko. Que antes había bendecido la rendición de Obama y la UE ante la dictadura de los Castro. Que antes aún, había justificado la masacre islamista de Charlie Hebdo con esta frase: «si alguien insulta a mi madre (chistes sobre Mahoma), yo le doy con el puño». Y que sólo dos días antes de canonizar a esos católicos españoles escogidos entre los 6.000 asesinados por los comunistas, ha declarado al diario La Repubblica:

«Son los comunistas quienes piensan como cristianos» (…) «Cristo habló de una sociedad donde los pobres, los débiles y los marginados sean quienes decidan» —»tengan o no fe en Dios»— ellos «deben ayudar a lograr la igualdad y la libertad» (…) «Sólo me interesa el sufrimiento» (que los políticos) «pueden provocar en los pobres y excluidos».

La gran mayoría de los asesinados desde julio de 1936 en las chekas de comunistas, socialistas o anarquistas (aunque éstos últimos, desde mayo de 1937 en Barcelona, acabaron siendo víctimas también de los esbirros de Stalin) lo fueron por ser católicos. Ocho mil sacerdotes, frailes y monjas fueron detenidos, torturados y asesinados. -«¡Y ni un apóstata!» –escribió admirado el francés Péguy, que obviamente desconocía la traición de Vidal i Barraquer y del clero separatista catalán y vasco a sus hermanos en la Fe.

Dado que no creo que Bergoglio alcance la categoría intelectual de Anticristo, hay que concluir que quien en la misma semana canoniza a las víctimas españolas de los comunistas y dice que los comunistas imitan a los católicos que asesinan, está muy mal de la cabeza. Lo que se dice loco de remate. Que «Cristo habló de una sociedad donde los pobres y marginados decidan» es una falsedad o una majadería de primero de Peronismo. Y si al Papa realmente le importara «ayudar a lograr la igualdad y la libertad», lo que debería hacer es combatir el comunismo, como hicieron sus admirables predecesores Wojtyla y Ratzinger, porque cien millones de muertos en su historia y mil millones de esclavos en la actualidad prueban que no hay sistema que promueva tanto la desigualdad y la tiranía como el comunismo.

Juan Pablo II y Benedicto XVI fueron sañudamente injuriados por los comunistas, y con razón. Si este Francisco no de Asís sino de Perón es tan alabado por los comunistas que él halaga, algo está haciendo muy mal. Por de pronto, infamar a los católicos españoles asesinados por los que él llama sus imitadores. ¡El verdugo imitando a la víctima! De frenopático.

Psicopatología de Trump y patología anti-Trump

Pero resulta que el gran debate en España no es que mientras el Papa debe canonizar -el proceso, como el de los olvidados cristeros de México, lo ha heredado de Woytyla y Ratzinger- a los asesinados en Paracuellos, siga vigente la Ley de Memoria Histórica, que es la venganza de ciertos canallas vivos sobre muchos indefensos muertos. Lo que se debate no es que la izquierda resucite la guerra civil cuando quiera, que los separatistas se cisquen en la Constitución y que España se vaya al garete, sino que los norteamericanos hayan elegido presidente a Trump, pese a la más feroz campaña política y mediática contraria que haya padecido un candidato.

Se dice que todos deberíamos votar en los USA, ya que lo que en Washington se decide afecta a todo el mundo desde hace un siglo. Yo creo que deberíamos empezar por copiar sus instituciones, con separación de Poderes y Justicia independiente, antes de elegir Gobernador de Indiana, que algunos situarán en la India. Pero la obsesión antiamericana de los europeos que describió magistralmente Revel y el hombre-espectáculo que es Trump, amén del circo de los Obama-Clinton, nos obliga a opinar. Hay elementos psicopatológicos en el narcisismo paranoide de Trump, pero hay también elementos archipatológicos en la caricatura del monstruo Trump.

Como muchos españoles que aman y respetan a los USA, tal vez porque los conocen, yo quería que perdiera Hillary y que no ganara Trump. Pero no soy norteamericano. Y ellos tienen la sana costumbre de votar a un Presidente de la República cada cuatro años y, la verdad, me parecería muy injusto discutirles tan noble tradición. En poco más de doscientos años de vida, el régimen constitucional diseñado por los Padres Fundadores ha impedido la existencia de un dictador, civil o militar. ¿Qué país europeo, salvo Gran Bretaña, puede decir lo mismo? Y en esa breve existencia los USA han atravesado toda clase de guerras y conflictos: de Secesión, contra los indios, contra México y España y dos grandes guerras mundiales. Nunca cayeron en la dictadura y, poco a poco, democratizaron el régimen liberal. ¿Vamos alemanes, franceses o españoles a darles lecciones de democracia?

Dos siglos de guerra sucia electoral

Sin embargo, la guerra sucia en las campañas electorales americanas empezó ya en 1828, en la de Andrew Jackson contra John Quincy Adams, que presenta semejanzas realmente asombrosas con la de Trump y Clinton. Tras los cinco primeros y formidables presidentes -Washington, Adams, Jefferson, Madison, Monroe- la generación que creó la República había desaparecido. También el consenso de aquella élite ilustrada y liberal que miraba con recelo la democracia directa, porque su éxito había creado un país parecido a un magma volcánico en vertiginosa expansión continental. Llegó la campaña de 1824 y Andrew Jackson, héroe militar de la segunda guerra contra los ingleses a los que derrotó en Nueva Orleans, pero que no dejaba de ser un paleto de Tennesse, ganó las elecciones, aunque no por mayoría absoluta. Y John Clay cocinó una mayoría parlamentaria que votó a John Quincy Adams, hijo del segundo presidente, hombre preparadísimo y decentísimo, pero que no soportaba el aspecto populachero de la política.

Durante cuatro años se desarrolló la reconquista electoral de Jackson, que tuvo el apoyo del que sería luego su sucesor, el brillante Van Buren, en lo que ambos entendían como una lucha para que las élites del Este no se apropiaran de la democracia y las libertades republicanas. El blanco de la campaña contra Jackson fue su esposa, que había huido con él de los malos tratos de su primer marido, incurriendo temporalmente en la bigamia. Esa sucia campaña en la prensa dirigida por Clay contra la decentísima señora Jackson la contrarrestó Van Buren mediante otra campaña que consistió en convertir en noticia el encuentro de Jackson y señora con los electores. La noticia no era sobre Jackson: era sencillamente la presencia de los Jackson.

Jackson ganó por mayoría absoluta. Pero su esposa, atribulada por los ataques que la pintaban como una golfa, murió de un infarto antes de ocupar la Casa Blanca. Y ni Jackson fue a saludar al presidente saliente ni John Quincy Adams quiso estar en la toma de posesión y se fue a Boston. O sea, que todo lo que ahora se presenta como nuevo y escandaloso en los USA, culpa del triunfador pero paleto Trump, data de hace casi dos siglos. Ah, y también Jackson era de temperamento violento, había matado a un hombre en duelo y se le atribuía, con cierta razón, un carácter imprevisible. Sin embargo, las instituciones resistieron muy bien ocho años de Jackson.

El populismo de Podemos y el de Trump

¿Hay razones para temer la inestabilidad o la imprevisibilidad en la personalidad de Trump? Sinceramente, sí. ¿Hay razones para temer que las instituciones de la democracia norteamericana -Congreso, Senado, Tribunal Supremo, Estados- sean incapaces de embridarlas? Sinceramente, no. Y el programa o borrador de sus primeros 100 días de Gobierno lo demuestra. No hay una sola palabra, proyecto, anuncio o amenaza de menoscabar el poder de los contrapoderes: la independencia judicial, las atribuciones de los Estados o la capacidad de decisión de los ciudadanos. Al revés: todo el anunciado programa fiscal, escolar, familiar y de subsidios, incluido el de salud mediante ahorros acumulados y legables a los hijos, van justo en la dirección contraria: descentralización del Poder y autonomía individual.

Por supuesto, todo eso y lo que va en dirección contraria -política exterior, comercial, de defensa y de inmigración- debe pasar por Congreso, Senado y Supremo, pero no creo que ni los Republicanos ni los Demócratas ni los Jueces vayan a permitir que Trump se cargue la Constitución. Se dice que hay elementos fascistas en Trump. En su interior, bien puede ser, pero si él no ha sido nunca fascista, ni el republicano es un partido fascista, ni ha anunciado ministros fascistas ni quiere convertir el régimen norteamericano en fascista, ¿dónde está el fascismo de Trump? Sinceramente, creo que en los temores de los que creen que el Presidente de los Estados Unidos puede hacer cualquier cosa. Y no es así. Nunca ha sido así. Difícilmente será así.

Creo que, en realidad, todos somos víctimas del embrujo de una palabra o un concepto: populismo, que aplicamos a cualquier político sin reparar en el sistema político e institucional en que ese político debe actuar. Ayer señalaba Domingo Soriano siete aspectos en el programa de Trump que, literalmente y como ha admitido el carmenita Alberto Garzón, podría hacer suyos la Banda de la Tuerka, formalmente conocida como Podemos.

Es verdad. Y si supieran leer, les saldrían más de siete. Pero hay más de setenta que no podrían hacer suyos jamás, desde el cheque escolar a la bajada del 35% del IRPF, del Impuesto de Sociedades y de las rentas de capital, por no hablar de la abolición de los de Patrimonio y Sucesiones. ¿Alguien se imagina a Giuliani pidiendo la libertad de Alfon y Bódalo? ¿Alguien se imagina a Gingrich respaldando a los Castro y Timochenko? ¿Alguien imagina al secretario de Justicia haciendo jurar a jueces y fiscales su adhesión al proyecto político de Trump? ¿Alguien cree, de verdad, que Trump, su partido, sus instituciones, su país quieren abolir la propiedad privada, empezando por los medios de comunicación, como quiere Iglesias, para implantar en Washington un régimen despótico como el de Caracas?

Que Trump es un populista, no lo dudo. Que los argumentos anti-Trump han asumido el populismo como única vara de medir, no lo que hace o dice que hará sino lo que cada cual teme que haga, también. Pero yo cambiaría gustoso el estado de las instituciones norteamericanas cuando Trump deje el Poder por el de las españolas cuando, al fin, lo deje Mariano Rajoy.

Artículo de Federico Jiménez Losantos publicado en el diario digital Libertad Digital

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