Carlos lleva toda la mañana tapando grafitis con pintura en una pista municipal de Madrid. Hace frío, pero ni se le ocurre cruzar la calle para tomar un café caliente. «Si me lo tomo, hoy no compro el pan». Luego, a mediodía, un bocadillo de atún es su único sustento. Mañana el bocadillo será de otra cosa, pero tiene claro que no va a comer caliente en lo que queda de semana. «En trabajos interiores puedo calentar una lata en el microondas, pero cuando estoy al aire libre no me queda otra». ¿Y comer de menú? «Imposible», se ríe. «Sólo algún viernes después de matarme a horas extra me doy un capricho y como bien, pero gastarme seis euros en comida es un lujo. Lo hago poco».
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Carlos pertenece al rango laboral que más crece en nuestro país: el de los trabajadores pobres. Personas que a pesar de tener un empleo estable, de pasar en muchos casos todo el día deslomándose fuera de casa, no llegan a fin de mes. Según el Instituto Nacional de Estadística, un 13,27% del total de la población asalariada (1.868.300 personas) percibe unos ingresos anuales brutos igual o por debajo del Salario Mínimo Interprofesional (SMI), fijado hoy en 655,20 euros al mes. Eso sitúa a España como el cuarto país de la Unión Europea con más trabajadores en riesgo de exclusión social (la media comunitaria es del 9,6%). En la misma línea hay otro dato alarmante: desde 2007, España es el país de la UE en el que más ha crecido la disparidad de la renta, sólo por detrás de Chipre. Los salarios más bajos se han devaluado un 28% mientras los más altos apenas han sufrido variaciones, según Intermón Oxfam.
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«Nadie que trabaje 40 horas cobra por debajo del salario mínimo, sería ilegal», afirmó días atrás Fátima Báñez, ministra de Empleo, en un intento de desacreditar las voces que denuncian la normalización de la pobreza. Sin embargo, esa afirmación en lugar de zanjar la cuestión provocó un incendio aún mayor. Es evidente que nadie que trabaje 40 horas semanales puede cobrar legalmente menos de 655,20 euros. El problema, que la ministra obvió con poca sutileza, es que cada vez hay más contratos técnicamente parciales (menos de 40 horas semanales) que en realidad sí exigen al trabajador cumplir ocho horas diarias o incluso más. ¿La trampa? Las horas complementarias, un agujero negro donde el abuso y la estafa están a la orden del día. Así, un teórico contrato de 20 horas semanales puede contemplar la mitad del salario mínimo (327,60 euros) y cubrir el resto a base de horas a precios humillantes que, en muchos casos, ni siquiera se cobran ese mismo mes, dejando al trabajador literalmente en la miseria.
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Álvaro Santamaría, dinamizador de empleo de la Asociación Vecinal Almendrales de Madrid, señala precisamente estas horas complementarias como el nuevo tumor del mercado laboral. «Yo mismo he tenido que informarme bien sobre cómo funcionan porque cada vez más gente me trae su contrato porque no entiende que trabajando todo el día cobre 500 o 600 euros. Creen que les están engañando. Al revisarlo casi siempre ves que parte del salario se compone de estas horas». Aunque por ley no pueden superar el 60% del total de horas del contrato y deben pagarse igual que las ordinarias, las empresas, según Santamaría, «se aprovechan del desconocimiento y el miedo» de las escalas sociales más bajas, que se convierten en víctimas de contratos técnicamente legales. Por supuesto, nadie denuncia y muy pocos se atreven a dejar el empleo por miedo a no cobrar lo que les deben. «Prefieren agarrarse a lo poco que cobran e ir tirando con la esperanza de que algún día mejore la situación».
Ese ir tirando implica dejar de pagar servicios como el agua o la electricidad, comprar lo más barato del supermercado o directamente no pagar el alquiler. Carlos debe «casi 5.000 euros» a su casero, el equivalente a un año de contrato. Y eso a pesar de que lleva ya dos meses cobrando 1.180 euros en su actual empresa, después de abandonar la anterior por, precisamente, no cobrar las horas complementarias. «Pasé varios años renovando contrato cada seis meses, sin pagas ni liquidación. Me tenían dado de alta cuatro horas, pero yo echaba las ocho y hasta algunos sábados para ganar un poco más. Cobrara unos 900 euros al mes y no levantaba cabeza», cuenta el pintor, de origen dominicano y con pasaporte español.
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Con su salario, Carlos debe cubrir todos los gastos familiares, principalmente los de su hijo de tres años. Su mujer, Carine, también se pasa el día trabajando fuera de casa. Vende productos cosméticos en domicilios particulares y con suerte se saca 30 euros por jornada. «Lo poco que nos queda lo gastamos en el niño: 90 euros de escuela, que coma carne y pescado, comprar ropa casi cada mes porque se le queda pequeña… En nosotros casi no gastamos más que la comida y el transporte. ¿Qué hacemos, le damos 200 euros al casero o dejamos sin ropa a nuestro hijo?», suspira Carine.
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El efecto psicológico de ser pobre a pesar de madrugar cada día para ir a trabajar puede ser incluso más devastador que el del desempleado de larga duración. Este último tiene al menos la esperanza de encontrar un empleo. El trabajador pobre, en cambio, ya tiene una nómina y no ve qué otra cosa puede hacer para escapar de la miseria. «Llega un punto en el que te frustras, te cansas de estar siempre igual. Yo hay noches que no duermo, estoy horas con los ojos abiertos pensando cómo le puedo pagar yo al casero, de dónde saco el dinero. He pensado en irme a una casa okupa por la vergüenza de no poder pagar el alquiler, pero mi mujer dice que con el niño sería una locura», confiesa Carlos.
Santamaría advierte del peligro social que implica normalizar la pobreza entre los trabajadores: «La falta de ingresos conlleva una serie de problemas como depresión, estrés, baja autoestima y puede desembocar en ludopatía y hasta suicidios. Eso lo vemos cada día quienes trabajamos en los barrios más deprimidos».
No llegar ni con dos nóminas
Andrés y Carla van incluso un paso más allá: son pobres a pesar de que los dos tienen un contrato fijo como teleoperador en la misma empresa. Él cobra 850 euros gracias a un plus de nocturnidad y ella 700 euros. Entre semana apenas se ven media hora al día. «El tiempo de llegar ella a casa y salir yo hacia el trabajo», dice Andrés. «Tenemos jornada reducida y horarios distintos para poder cuidar a nuestro hijo de cinco años. Llevarlo a la escuela, recogerlo, prepararle la cena…». Los 1.550 euros que juntan en casa se evaporan entre el alquiler (520 euros), los gastos del hogar, la cesta de la compra, las necesidades de su hijo y la gasolina para el coche.
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«Pagamos el alquiler y todas las facturas a tiempo. Así que sobrevivimos bien, pero vivimos bastante mal», resume Andrés. En su cartera no hay mucho margen para disfrutar. «El único ocio es comer fuera una vez al mes. Vamos a un ‘burguer’ tipo McDonald’s y gastamos menos de 20 euros entre los tres. Con los amigos quedamos en casa. Compras un pack de cerveza en Mercadona por cinco euros y pasas la tarde. Y al cine sólo cuando es el cumpleaños del niño y le compramos palomitas». Andrés, teleoperador desde 2008, reconoce que su saldo bancario suele rondar los 200 euros, lo que convierte cualquier imprevisto (avería del coche, dentista para su hijo) en un problema económico grande. «En ese caso tengo que pedir ayuda a mis padres, aunque es algo que odio hacer».
«Se habla mucho de precariedad y mala calidad del empleo, pero no llega a describir la realidad. Hablamos de trabajadores que viven en la pobreza, de que un salario ya no garantiza poder llevar una vida digna», señala Mari Carmen Barrera, secretaria de Políticas Sociales, Empleo y Seguridad Social del sindicato UGT. «El mercado laboral está condenando a gran parte de la población a la miseria, y la gran culpable es la parcialidad de los contratos. Ahora los contratos no son sólo temporales, sino que ni siquiera cubren toda la jonada. El 70% de los contratos nuevos son para menos de un mes, y los contratos de un día se han duplicado», prosigue Barrera. Y denuncia: «Las empresas se han convertido en expertas en exprimir la reforma laboral. Saben perfectamente lo que les permite la ley y abusan. Hacen ajustes para ahorrar en salarios, en cotizaciones. El abanico que les ofrece la desregulación actual es muy amplio».
Tanto Carlos como Andrés coinciden en el primer mandamiento del trabajador pobre: no pedir nunca una baja. «Si estás de baja no cobras», dice el pintor. «Y no cobrar varios días es un problema». Otro mandamiento es dejarse la piel por los objetivos variables. «Antes quizá ni te molestabas en estrujarte por 50 euros extra de salario, pero hoy nos matamos por ese dinero. Eso te genera mucho estrés porque son objetivos cada vez más inasumibles. Al final te acuestas todos los días pensando en dinero. Mi coche tiene ahora 180.000 kilómetros y rezo por que no se le rompa nada», reconoce el teleoperador.
Como indica Barrera, «las épocas de crisis traen cierta depresión colectiva. La gente en España se ha resignado a unas condiciones de vida malas, a que hay que sobrevivir y aguantar con lo que te ofrezcan». En la última semana, por lo menos, los dos millones de trabajadores pobres han recibido un soplo de brisa, después de que el Gobierno, a exigencia del PSOE, haya aprobado incrementar el salario mínimo un 8% en 2017, hasta alcanzar los 707,6 euros. Salario que continuará siendo insuficiente para sacar a un trabajador de la pobreza.