Por José Ignacio Moreno Gómez para elmunicipio.es
Se frotan las manos todos los corifeos de la Nueva Derecha paneuropea ante la entrada de Donald Trump en la Casa Blanca. Los más descarados secuaces de la ultraderecha ramplona se atreven a presentar al hortera americano como una alternativa válida a la globalización y calientan ya sus más exaltados fervores nacionalistas encapsulados en mitologías diversas. Es verdad que el triunfo del magnate norteamericano supone un mazazo a la estrategia globalizadora, y que el rumbo de nuestro mundo puede cambiar de sentido, pero no nos quepa duda de que lo hará dentro y a lo largo del mismo eje alrededor del cual viene girando hasta el momento presente. Por el horizonte al que apuntan los recientes acontecimientos del Brexit británico y de las elecciones en los Estados Unidos asoma nítidamente un repunte de las llamadas políticas identitarias, como expresión del más puro reaccionarismo político y social. Puede que se apuntalen las maltrechas soberanías nacionales, pero la soberanía, en la coordenada mítica de la volónte générale, no es, en absoluto, garantía de una mayor justicia.
El pivote en torno al cual venimos fluctuando está firmemente atornillado a aquella modernidad europea racionalista, sostenida por un deseo de búsqueda de fundamentación autónoma del ser humano. No es casual la hispanofobia actual del yanqui, pues hubo una anticipada modernidad española que repele a todos los identitarios del mundo, y que es aquella que, frente a la autofundamentación, se orientó hacia una sobrehumanación del hombre, tal y como nos enseñaba con extraordinaria lucidez Manuel Lizcano. El hombre sobrehumano es lo contrario de ese superhombre tan caro al fascismo multifacético. El hombre sobrehumanado es aquel que reconoce una filiación que le permite escapar desde la naturaleza hacia la utopía y, al mismo tiempo, hermanarse con aquella y con sus semejantes, así como relativizar las leyes de los hombres. El hombre sobrehumanado de la modernidad hispánica fue el que reconoció clamorosamente al indio como igual; fue el iniciador o, acaso continuador, de una tradición comunera y libertaria, coincidente en muchos aspectos con el comunalismo indígena; fue el rebelde calderoniano y tiranicida que hace frente sin miramientos al Leviatán hobbesiano.
Donald Trump y su cohorte nuevo-derechista muestran la cara más esperpéntica del hombre viejo del occidente posmoderno; pero se trata del mismo tipo insolidario para con la humanidad sufriente. Si acaso, han matizado el ideal fáustico que lo subordinaba todo a la técnica y, según el cual, todo era posible éticamente si era técnicamente realizable, para recuperar una mitología nacionalista de idéntica categoría moral: ¡América es lo primero!; o ¡los españoles primero!, como dicen por aquí. Y caiga quien caiga, pues, según ellos, no todos los hombres están llamados a la gracia, y el éxito será señal inequívoca de divina predestinación, de acuerdo con el paradigma calvinista.
No es descartable que, víctimas de las contradicciones de su presidente, los Estados Unidos sufran una crisis próximamente, ya que el neoliberalismo preconiza justamente la disminución del poder del Estado y la abolición de los controles. La continuidad del sistema capitalista y la vigencia de sus postulados teóricos exigen la etapa actual de globalización, caracterizada por la contracción del espacio y del tiempo. La comunicación inmediata y la agilidad para moverse por el planeta son una particularidad de esta etapa del desarrollo capitalista. Y en comunicación y movilidad, el capital adquiere una innegable ventaja adicional sobre el trabajo. El movimiento rápido y cierto don de ubicuidad otorgan una definitiva victoria al capital sobre el trabajo y, por ello, la globalización está resultando nefasta para la humanidad y para los recursos de la Tierra.
Para los que, sin embargo, no creemos que se haya llegado tan lastimosamente al fin de la historia, ni que asistamos al crepúsculo de las ideologías, pensamos que una política fundamentada en otras bases, en otro modelo de cooperación más auténticamente solidario, podría aún resolver los problemas de nuestro maltrecho mundo; mucho más, desde luego, que la técnica, que no pasa de tener un valor instrumental. Se hace necesario un cambio, desde un paradigma que genera simultáneamente el derroche y el lujo junto a la miseria más insultante, a otro más austero y más cercano a las antiguas unidades de convivencia. Esto implica multiplicar la cooperación y el mutualismo, fortalecer los sindicatos independientes, promover vínculos de unidad, establecer mecanismos que aseguren una democracia integral, poner las reservas de capital al servicio de todos. En definitiva asumir la dignidad, la libertad y la igualdad esenciales del hombre como valores supremos y liberarse de toda falsificación de nuestras tradiciones desde un interés reaccionario, así como liberarse de retóricas falsamente progresistas. La Iberoamérica mestiza guarda en el sustrato de sus tradiciones comunales preciosas lecciones que ofrecer al mundo entero. Solo hace falta que acertemos a encontrar políticas de cooperación y de unidad para dar tanto al señor Trump y sus secuaces identitarios como a los explotadores de la globalización la respuesta que merecen.
José Ignacio Moreno Gómez