En el año 1558, las tropas francesas dirigidas por Paul de Thermes se enfrentaron a las españolas de Felipe II en una lucha que se mantuvo empatada hasta que una flotilla bombardeó por sorpresa la retaguardia gala. Aquella acción determinó en buena parte la victoria en la batalla de las Gravelinas, si bien quedaron dudas sobre cuál era la bandera de aquellos barcos. Los cronistas ingleses no tardaron en afirmar que se trataba de barcos británicos –en ese momento aliados con el Imperio español a través del matrimonio de Felipe II y María Tudor–, a pesar de que lo más probable es que se tratara de la flota guipuzcoana cuya tripulación sirvió en la batalla. ¿Qué pudo llevar a los ingleses a achacarse una participación que nunca tuvieron?
ABC / Nada nuevo bajo el sol. Los ingleses han gozado siempre de la fama de que les gustaba inflar su protagonismo en acciones militares, ocultar derrotas como la acontecida en Cartagena de Indias en 1741 y sostener mitos imposibles a través de una portentosa propaganda. Sus exageraciones van desde que ninguna fuerza ha logrado atacar sobre suelo británico (sin ir más lejos en la batalla de Cornualles, 1595, Don Juan del Águila atacó varias villas británicas), hasta que sus fuerzas han resultado prácticamente imbatibles por tierra y, sobre todo, por mar. Los mitos ingleses tienen distintas formas y se extienden a lo largo de los siglos, pero resultan incapaces de ocultar la obviedad de que todos los países tienen sus desastres y su larga lista de derrotas.
La lista de fracasos de Inglaterra y de las distintas entidades políticas que han heredado su tradición (el Imperio británico y Gran Bretaña) es tan amplia como la de cualquier otro país. La Guerra Anglo-Francesa (1202-1214); la Primera Guerra de Independencia Escocesa (1296-1328); la Segunda Guerra de Independencia Escocesa (1332-1357); y la Guerra de los Cien Años (1337-1453), en este último caso más bien empate técnico, son algunas de las contiendas que perdió durante la Edad Media. No obstante, parte del mito asegura que la imbatibilidad y la superioridad de los ejércitos ingleses comenzó más tarde, durante el reinado de Isabel Tudor.
«A los españoles por mar los quiero ver, porque si los vemos por tierra, que San Jorge nos proteja», afirma una popular cita datada supuestamente de los tiempos de lucha entre el Imperio español y la Monarquía inglesa a mediados del siglo XVI. Dadas las características geográficas de las Islas británicas, los ingleses han podido centrarse a lo largo de su historia en tener la mejor flota, en detrimento de sus fuerzas terrestres, y se han implicado lo mínimo e imprescindible en las guerras continentales. Lo que resulta más complicado es delimitar cuándo se cimentó esta fortaleza naval, que se suele situar de forma imprecisa en aquel duelo al sol entre Felipe II e Isabel I. A decir verdad, Inglaterra ni siquiera salió bien parada del conflicto.
España ganó la guerra de la Armada Invencible
Los exitosos ataques al Caribe español, el fracaso de la Empresa inglesa y los sucesivos saqueos de Cádiz fueron compensados con la llamada Contraarmada, que devino en un desastre casi de la misma magnitud que el de Felipe II y en una serie de victorias españolas a lo largo de la siguiente década. En 1592, el marino Pedro de Zubiaur dispersó en las costas francesas un convoy inglés de 40 buques; en 1596, el pirata Francis Drake y su mentor, John Hawkins, se estrellaron en el Caribe, donde pretendían repetir los lucrativos saqueos de su juventud y hallaron la muerte frente a poblaciones que se habían fortificado en años recientes. Eso sin mencionar las incursiones de Don Juan del Águila tanto en Cornualles como en Irlanda, donde intentó encabezar una rebelión local contra los ingleses.
El Imperio español perdió a largo plazo su cetro de potencia naval en parte por aquel pulso, pero el tratado que puso fin al conflicto evidenció quién había ganado a corto plazo. Las negociaciones entre ambos países desembocaron en el Tratado de Londres del 28 de agosto de 1604. Los historiadores coinciden en señalar que se trata de un texto favorable a España, puesto que no solo obligaba a los ingleses a cesar en su apoyo a los rebeldes holandeses, sino que en uno de sus artículos autorizaba a los barcos españoles a emplear los puertos británicos para refugiarse, reabastecerse o repararse, es decir, que ponían a su disposición toda su red portuaria.
En lo referido al corso que había precipitado la guerra, el artículo sexto obligaba a ambos países a renunciar a la actividad pirata, sin letra pequeña. Muchos creyeron que este punto solo era papel mojado, entre ellos el último de los grandes corsarios isabelinos, Walter Raleigh (adaptado a lo bestia como «Guatarral» por los españoles), quien se embarcó por entonces en una expedición a América que le reportó un botín más bien escaso. De vuelta a Londres, Raleigh fue detenido y ejecutado por un delito de piratería a instancias del embajador español.
Todavía faltaba mucho tiempo para que Inglaterra fuera una potencia realmente temida. Tras el pacífico reinado de Jacobo I, Carlos I inició una guerra contra el Imperio español en parte como represalia a lo que él consideraba un humillante trato durante las negociaciones para casarse con una infanta española. Sin embargo, la guerra no dio los resultados esperados y, en 1625, un ataque naval contra Cádiz terminó con una estrepitosa derrota para Carlos, causándole el descrédito ante sus súbditos. Varias derrotas más, incluida la Rendición de Breda donde había tropas inglesas desplegadas, llevaron a Inglaterra a firmar la paz en 1630 y a dar por finalizada su participación en la Guerra de Treinta Años. Los costes del conflicto y la mala gestión se sumaron a las disputas entre la Monarquía y el Parlamento que se alargaban desde el anterior reinado. Todo ello desembocó en la célebre Guerra Civil inglesa de la década de 1640 y la ejecución del Rey.
El siglo XVIII, no en vano, vivió el ascenso de Inglaterra a gran potencia naval, lo que no evitó que incluso una potencia en declive como España pudiera causarle importantes derrotas. La coletilla «el día que España derrotó a Inglaterra» y fórmulas similares para presentar las victorias hispánicas por mar como algo insólito suponen caer en la simplicidad. El catálogo de éxitos es lo bastante amplio como para hablar de dos rivales con un balance de victorias y derrotas bastante equilibrado. La gigantesca flota de Edward Vernon se estrelló en su intento de conquistar Cartagena de Indias en 1741; una flota franco-española venció a una inglesa en 1744 en Tolón; y durante la independencia de las 13 Colonias de Gran Bretaña hubo apoyo francés y español a los rebeldes, entre otras acciones favorables para los hispánicos.
22 derrotas por mar, y unas cuantas más
En la introducción de su libro «22 derrotas navales británicas» (Navalmil), Víctor San Juan explica que el origen del mito de la imbatibilidad inglesa, sobre todo naval, está en la atronadora sucesión de victorias de la época napoleónica. «La inexacta creencia de la imbatibilidad británica, consolidada con el inagotable aporte literario anglosajón, y llevado incluso más allá por el burdo y crédulo montaje propagandístico del cine, sigue imperando en las mentes a nivel popular, menospreciando a los que fueron adversarios de los marinos ingleses a lo largo de los siglos, españoles, franceses, holandeses, estadounidense, alemanes, japoneses y argentinos, considerados así y todos y por extensión perdedores absolutos», expone en la introducción de dicho libro.
Las derrotas citadas por Víctor San Juan incluyen las incursiones castellanas en la Guerra de los 100 años; el combate de Veracruz en el que John Hawkins fue derrotado en 1568; las derrotas frente a los holandeses durante el siglo XVII; el desastre en Santo Domingo en 1655; la derrota de Nelson en Tenerife; la derrota de Henry Harvey en San Juan de Puerto Rico, en 1797; la tragedia de Coronel en 1914 en Chile; y varios tropiezos de renombre durante la Segunda Guerra Mundial. La lista –advierte el autor– solo contempla unas cuantas del total y no entra a analizar las derrotas terrestres.