Por Pedro Conde Soladana para elmunicipio.es
Como se ve, y una vez más, los asuntos propios de una profesión parece que no le atañen a ésta sino a quien sabiendo mucho menos de ellos y sus intríngulis meten sus manos, a veces muy sucias, en aquéllos.
Ejemplo paradigmático de lo dicho arriba y repetido en la Historia es la política y la guerra. Cuántas veces los políticos, cuya mayoría no sabe del arte de la guerra ni de su oportunidad para el momento, han levantado la espada, que no saben blandir, para amenazar incluso desatar un conflicto contra otra nación. Y muchas veces por puros intereses económicos de clase. Es el caso de un momento del presente, en el que la Primera Ministra británica, Theresa May, intenta intimidar a España en la secular disputa que nos enfrenta sobre una propiedad cuyo título corresponde a nuestra nación por Historia, geografía, veredictos internacionales como los de la ONU, sentido común y alteridad, etc.
De los conceptos anteriores, que acuerdan ese derecho de propiedad de España sobre el Peñón de Gibraltar, este último, alteridad, es quizá el más difícil de esgrimir y entender porque si siempre ha sido arduo y penoso ponerse individualmente en el lugar del otro, no digamos ya las dificultades para hacerlo colectivamente. En este caso, que una nación se ponga en el lugar de la otra para comprender las razones de la otredad, es casi imposible.
Todo por el “Brexit”. Decisión que no vamos a analizar ni discutir porque ha sido tomada por la ciudadanía británica en votación. Otra cosa es que tal decisión ha venido a tener efectos revulsivos sobre la situación más anómala que existe en el territorio del continente europeo, una colonia en su geografía, nada más y nada menos que a las alturas del siglo XXI. Y precisamente en el espacio nacional del más viejo de los Estados modernos de Europa y la nación sobre la que aquel se sustenta, que tuvo nacencia y se fue formando durante dos mil años con la herencia cultural clásica del Imperio Romano. Es decir, no se trata de una colonia de las que los modernos imperios: el español, el propio británico, el francés, el alemán, etc. formaron en su expansión mundial propia de la era moderna. Es ni más ni menos que la entrega de un enclave territorial perteneciente a una nación soberana en la lucha de dos dinastías antagónicas, la austracista y la borbónica, por la corona de España. Y en la que no tuvieron ambas otra ocurrencia que pactar en beneficio de un tercero, Inglaterra, que había ayudado a una de las dos, la austracista, que entregar un Peñón que había sido tomado por ésta y por la fuerza, dando por hecho y bueno una ocupación ilícita permanente. Todo basado, después, en la fuerza del poder emergente de la Gran Bretaña de entonces.
Que aquella situación creada por el Tratado de Utrecht haya durado tres siglos puede tener explicación geoestratégica para Inglaterra, mientras su flota dominaba los mares y el Peñón de Gibraltar era lugar de paso, vigilancia y control del tráfico marítimo en el Mediterráneo. Con generosidad, tal dilatación en el tiempo de un acuerdo que nació como un toma y daca en la lucha sucesoria de dos dinastías por la corona de España, podríamos aceptarla hasta el siglo XX pasado, teniendo en cuenta las convulsiones internacionales y la lucha por el predominio universal de las potencias europeas. Pero fue ya en la segunda parte de este siglo XX cuando, después de revoluciones y guerras mundiales, el equilibrio de fuerzas fue variando y trajo a primer plano el protagonismo y poder de nuevas naciones triunfadoras en esos conflictos, que con nuevas configuraciones políticas y territoriales como la URRS o los EEUU relegaron a un segundo o tercer plano a las hasta entonces poderosas naciones europeas, por ejemplo, Gran Bretaña. Es en este momento y con ese decaimiento político militar y estratégico cuando tales potencias decadentes debieron ya revisar pactos, acuerdos, tratados del pasado que, como el de Utrecht, lleno de polvo de legajos seculares, le habían dejado en herencia hechos y actos que para otras naciones como es el caso de España no son más que una humillación de la nación y su pueblo; dejada como un legado atávico por el acuerdo de dos dinastías con tan poca proyección y poder a estas alturas de los tiempos que no están ya para firmar más que los documentos que sus gobiernos les pongan delante de sus narices. ¿Qué tiene que ver la situación actual con la de hace tres siglos?
Hoy, aquella soberanía de los reyes y sus coronas sobre sus naciones no existe. Hoy, es la nación y su soberano es el pueblo que la encarna. Aquí y en Gran Bretaña. Por tanto, no tiene sentido, sino todo lo contrario; es un absurdo que dos naciones europeas mantengan, porque una lo impone, un litigio colonial sobre el territorio de la otra, después de tres siglos y llegados a esto momentos que exigen los tiempos en pro de la paz universal. Por eso han resonado en el mundo entero como totalmente extemporáneas esas amenazas de guerra lanzadas por algunas de sus personalidades políticas. Sin que por otro lado, tales personajes no calibren que tales amenazas las han lanzado contra una vieja nación, España, con tanta o más antigüedad que la propia Inglaterra, y con una Historia, a pesar de sus momentos de decadencia, que ha demostrado durante los dos milenios de su formación, desde el nacimiento hasta su madurez actual, una espíritu guerrero y de resistencia frente a ofensores que podría volver a resurgir. Parece mentira tener que recordar lo que es una tragedia bélica: todo podría acabar en un baño de sangre para ambas naciones. ¿Es eso deseable para nadie? No. Pues, señores, no creen un enemigo que no existe y encima lo azucen. Tampoco quiero traer al recuerdo lo que el gran mariscal británico, Montgomery, vencedor en El-Alamein, de la II Guerra Mundial, dijo en cierta ocasión con una clara alabanza a la sangre bélica de los españoles.
Si, visto lo visto, el motivo, entre otros más pedestres, fuera el orgullo nacionalista de los hijos de la Gran Bretaña para mantener el estatus colonial del Peñón, habría que lamentar lo poco que hemos aprendido de las duras lecciones, para todos, de esa madre y maestra que es la Historia; en este caso la Universal.
¿Qué es y representa hoy el Peñón de Gibraltar para los ingleses? No sé si para todos los británicos. El interrogante merece otro artículo.
Pedro Conde Soladana
Sí, yo también creo haber leído por aquellas fechas de la guerra de las Malvinas, de Gran Bretaña contra Argentina, que fue este mariscal, Bernard L. Montgomery, el que vino a decir que si los soldados con los que se iban a enfrentar los ingleses en aquellas islas, tenían sangre italiana la conquista sería fácil; pero que si tenían sangre española la cosa iba a ser más difícil. Estas declaraciones motivaron el enfado en Italia hasta el extremo de que, si no recuerdo mal, un diputado del Parlamento italiano desafió a muerte a dicho mariscal. Este era ya un anciano y si su opinión no fue muy afortunada, la actitud del diputado italiano no parecía tampoco muy gallarda frente a un hombre de esa edad. Creo yo.