Por Laureano Benítez Grande-Caballero para elmunicipio.es
La legitimidad de un gobierno se puede medir con arreglo a dos parámetros: en primer lugar, según el grado en el que responda a la voluntad popular ―que se suele expresar en las urnas―; en segundo término, si con su obrar se ajusta o no a unos principios encaminados a lograr el bienestar del pueblo que gobierna, entre los cuales destaca con luz propia el mantenimiento de la ley, el orden y la seguridad de los ciudadanos.
Ninguna de las dos cosas se dieron con la Segunda República, ilegítima desde todos los puntos de vista que se consideren. Para empezar, su advenimiento fue fruto de un golpe de Estado, nombre real que hay que aplicar en este caso, frente al eufemístico «pucherazo».
Los comicios que convocó para el día 12 abril de 1931 el gobierno del almirante Juan Bautista Aznar tenían carácter municipal, por lo cual jamás podían haberse considerado como un plebiscito para elegir la fórmula del gobierno de España: Monarquía o República.
Si llegaron a considerarse así fue porque, cuando el día 5 se proclamaron en primera vuelta los concejales que resultaron elegidos porque en sus circunscripciones no tenían contrincantes, los monárquicos tuvieron un triunfo resonante, ya que consiguieron 14.018 concejales frente a los 1832 republicanos.
Ante esta tendencia de voto claramente favorable a la monarquía, el conde de Romanones, creyendo que la victoria monárquica iba a ser clara, se atrevió a dar a las elecciones alcance plebiscitario, diciendo que en ellas «se ventila el porvenir de España y su forma de gobierno». Esta propuesta fue muy bien acogida entre las izquierdas y los republicanos, que se conjuraron para ganar las elecciones a cualquier precio con la intención de instaurar un régimen republicano.
En los comicios debían elegirse 81099 concejales. A pesar de que triunfaron las candidaturas monárquicas ―que consiguieron, según Javier Tussell, 40.324 concejales frente a los 36.282 de la Conjunción Republicano-Socialista―, los republicanos consiguieron mayoría en 40 capitales de provincia, especialmente en las ciudades más populosas, lo cual les proporcionó la excusa para proclamar que la voluntad del pueblo español era la instauración de la República.
En democracia es un hecho bien sabido que en las grandes ciudades se necesitan más votos por cada escaño que en las pequeñas localidades, pero finalmente lo que decide el triunfo es el número de escaños conseguidos, no el número total de votos que ha obtenido cada formación política.
Lo que resultaba claro en las elecciones en la España rural ―lo que hoy suele llamarse «España profunda»― había votado masivamente a favor de la monarquía, mientras que en las zonas urbanas habían predominado los republicanos. El mismo gobierno republicano y el Anuario Estadístico de 1932 reconocieron el triunfo de las candidaturas monárquicas.
Pero lo más sorprendente de los extraños acontecimientos que llevaron al advenimiento de la República es el hecho de que a las ocho de la tarde del 14 abril, cuando el rey se disponía a partir al exilio, los datos que ofrecía el recuento parcial de votos eran claramente favorables a la monarquía, ya que, aparte de la aplastante victoria de los candidatos proclamados en primera vuelta el 5 abril que ya comentamos, los resultados de que se disponía aquella tarde arrojaban 22.150 concejales monárquicos, frente a 5875 concejales republicanos. A pesar de la meridiana claridad estos datos, se interpretaron sorprendentemente como una derrota monárquica.
Con todo, los resultados definitivos de las elecciones siguen siendo hoy día una incógnita. El hecho de que la República ―practicando una política de hechos consumados― se instaurara ilegalmente dos días después de los comicios impidió que los resultados de un número considerable de municipios llegaran a tiempo al Ministerio de la Gobernación, habiendo otros que no se contabilizaron a pesar de que llegaron antes del día 14.
Frente a la cuestionable fiabilidad del Anuario Estadístico de España de 1932, el investigador Shlomo ben Ami (1990) recurrió directamente a las fuentes, utilizando para ello las comunicaciones enviadas por los gobernadores civiles al Ministerio de la Gobernación, depositadas en el Archivo Histórico Nacional, con el fin de reconstruir los resultados reales de las elecciones, que arrojaron el siguiente saldo: en las capitales de provincia los republicanos consiguieron 1037 concejales, frente a los 552 monárquicos; en cuanto a los concejales elegidos el día 5 abril en primera vuelta, los republicanos obtuvieron 2592 concejales, por 18.616 de los monárquicos; en el resto de las provincias, hubo 5321 concejalías republicanas, por 10.997 monárquicas.
Pese a la clara victoria monárquica, los miembros del gobierno ―excepto dos―, los políticos monárquicos y especialmente los dos mandos militares más importantes ―Berenguer y Sanjurjo― interpretaron las elecciones en clave plebiscitaria, afirmando que habían sido un triunfo de la República y una catástrofe para la monarquía, con lo cual forzaron la marcha al exilio de Alfonso XIII.
En este sentido, es muy revelador es el telegrama que envió el general Berenguer ―ministro de Gobernación― a los capitanes generales de las distintas regiones militares: «Las elecciones municipales han tenido lugar en toda España con el resultado que por lo ocurrido en la propia región de V.E. puede suponer. El escrutinio señala hasta ahora la derrota de las candidaturas monárquicas en las principales circunscripciones […] se han perdido las elecciones […]».
Cuando el almirante Aznar ―presidente del Gobierno― acudió el día 13 al Palacio Real para despachar con el rey, declaró ante los periodistas en clave derrotista que: «¡Que quieren ustedes que les diga de un país que se acuesta monárquico y se levanta republicano!».
En esta misma línea, el conde de Romanones afirmó también en clave negativa que: «El resultado de las elecciones no puede ser más lamentable para los monárquicos. Ésta es la realidad y es preciso decirlo, porque ocultarlo sería contraproducente e inútil».
Pero, por encima de todo, lo que más contribuyó al nacimiento de la República fue el miedo a que los republicanos y las izquierdas tomaran las calles ―como habían hecho en los días previos a las elecciones― y arrastraran España a una revolución de corte socialista.
La misma tarde del día 13, el Comité Revolucionario republicano-socialista emitió un comunicado en el que se decía que las elecciones habían sido «desfavorables a la Monarquía [y] favorables a la República», amenazando con «actuar con energía y presteza a fin de dar inmediata efectividad a los afanes implantando la República».
Esta amenaza revolucionaria ―»actuar con energía»― se planteó como una seria posibilidad cuando el general Sanjurjo ―futuro golpista en el 32 y en el 36, cuando llegó a ser el cerebro del Alzamiento Nacional―, Director de la Guardia Civil, en la noche del 12 al 13 abril mandó un telegrama a las comandancias dejando claro que no haría nada para reprimir un levantamiento contra la monarquía. Poco antes, se había limitado a bajar la cabeza cuando el conde de Romanones le había preguntado si podía responder sobre el acatamiento de la guardia civil a la voluntad del país.
Este mensaje fue conocido inmediatamente por los principales dirigentes republicanos, gracias al chivatazo que les dieron empleados de correo infiltrados por el PSOE. El terreno, pues, estaba expedito para el cambio de régimen.
Temprano en la mañana del 14 abril, el general Sanjurjo se dirigió al domicilio de Miguel Maura, donde se encontraba reunido un nutrido grupo del Comité Revolucionario que había conspirado para derribar a la monarquía en diciembre de 1930. Nada más entrar, se cuadró ante Maura y le dijo: «A las órdenes de usted, señor ministro».
Ante aquella debilidad de la Monarquía, totalmente carente de apoyos, los jerarcas republicanos convocaron manifestaciones y algaradas callejeras, aparentemente con la intención de celebrar un triunfo que todavía no había sido corroborado por la documentación electoral, pero cuyo verdadero objetivo era amedrentar a las escasas fuerzas monárquicas, que contemplaban el paso a la bancada republicana de figuras como Maura o Alcalá-Zamora.
A todo esto hay que añadir la postura indolente y cobardona de Alfonso XIII, quien, con la excusa de que no deseaba ser la causa de una guerra civil, y afectado por la muerte reciente de su madre y por el miedo que tenía su mujer de acabar ante un pelotón de fusilamiento como sus parientes los Romanov en la Rusia bolchevique, se rindió y marchó al exilio. Miguel Maura reconocería: «Nos regalaron el poder. Suavemente, alegremente, ciudadanamente: había nacido la II República española».
Si: la República había nacido, entre adulteración de datos, amenazas revolucionarias, deserciones entre las filas monárquicas, cobardía de la Casa Real, conspiraciones de oscuros conciliábulos republicanos, y mil y una trapacerías, convirtiendo aquellos comicios en un aquelarre golpista. No es de extrañar el curso pucheril de los acontecimientos, si tenemos en cuenta que los mismos que usurparon ilegalmente el poder dos días después de las elecciones interpretando a su manera y manipulando los resultados electorales, son los mismos que unos meses antes habían urdido un siniestro plan para derrocar al régimen monárquico por la vía de los hechos y la fuerza.
Como dijo en su día el masón Churchill: «los fascistas del futuro se llamarán a sí mismos antifascistas».
También puede leer la primera parte:
—Los 400 golpes de la Segunda República (1)—