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La liberación de Ortega Lara y el secuestro de Miguel Ángel Blanco

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Ortega Lara
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Cuatro nombres y un posible éxito rotundo en la lucha contra ETA. Los agentes de la Guardia Civil de la 513 Comandancia, situada en el famoso cuartel de Intxaurrondo, en San Sebastián, sabían que el primer reto de la madrugada del 1 de julio de 1997 era detener de la forma más rápida y limpia a cuatro terroristas de ETA: Jesús María Uribetxeberria Bolinaga, Javier Ugarte Villar, José Luis Erostegui Bidaguren y José Miguel Gaztelu Ochandorena.

LD / De que todo sucediera así podría depender la liberación del funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara, que había sido secuestrado por la organización terroristas 532 días antes, el 17 de enero de 1996. La profesionalidad de los agentes quedó de manifiesto y los cuatro etarras fueron detenidos según lo previsto. Tres de ellos fueron trasladados entonces al complejo de la Guardia Civil en la capital guipuzcoana.

Un importante dispositivo de guardias civiles se trasladó entonces, acompañados por el cuarto terrorista, hasta una nave industrial de Mondragón. Junto a ellos iba también el entonces magistrado de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón, que había llegado desde Madrid para coordinar el operativo antiterrorista. Los agentes entraron por la fuerza a la nave, sin encontrar ningún tipo de resistencia en su interior.

Pese a que estaban preparados para la posible presencia de terroristas de ETA en la nave industrial, la misma estaba vacía. Sólo había maquinaria. No había rastro tampoco de la posible presencia de un secuestrado en su interior. El etarra allí presente, Josu Uribetxebarria Bolinaga, negó a los agentes que hubiese persona secuestrada alguna en la nave y mantuvo que solo guardaba un perro, condenando a Ortega Lara a morir de hambre si no se le hubiera localizado.

Las horas fueron pasando y el nerviosismo y el desánimo cundía entre agentes y magistrado, que no conseguían localizar el paradero del funcionario de prisiones. Cuando todo parecía perdido, uno de los agentes notó que en la nave había dos grandes máquina iguales, pero que el anclaje al suelo de las mismas era diferente. Decidieron mover una de las máquinas, la que su anclaje al suelo parecía más endeble, y comprobaron que la base se desplazaba, por lo que podría haber algo debajo.

Los etarras habían diseñado un sofisticado sistema para entrar al zulo que evitaba que el secuestrado fuese librado si ellos eran detenidos. Habían creado un sistema hidráulico que elevaba la máquina, de 3 toneladas de peso, dando acceso a la entrada del zulo. Pero el mecanismo que lo accionaba todo estaba camuflado. Como los guardias civiles no localizaron el botón la levantaron a pulso entre unos 60 agentes, dejando al descubierto la trampilla que daba acceso al zulo.

El zulo de Ortega Lara

Los guardias civiles prepararon el dispositivo para bajar. El primero en hacerlo fue un agente de la Unidad Especial de Intervención (UEI) de la Guardia Civil, una unidad de operaciones especiales preparada, entre otras cosas, para misiones de asalto. La posibilidad de que hubiese terroristas armadas en el interior del zulo complicaba la operación cuando todo parecía indicar que la misma estaba cerca de resolverse con éxito.

Este agente fue el primer en bajar al zulo, en el que no había presencia etarra y, por tanto, fue el primero en encontrarse la estructura que habían preparado los terroristas para retener a sus secuestrados y, en caso de ser necesario, enterrarlos en vida. Por el pequeño ascensor hidráulico preparado por los etarras bajó hasta un pequeño cubículo que daba acceso a una sala un poco más amplia.

Esta sala, muy fría y húmeda, permitía ver de primera mano el esqueleto metálico que soportaba la estructura del zulo. Los terroristas la habían decorado, en su macabro delirio, con un cartel de varios surfistas y una imagen de la Playa de la Concha cubierta de nieve. Ambas estaban corroídas por los hongos. Las paredes estaban llenas de mugre y de flora debido de la humedad que producía la cercanía del río Deba.

En la pared también había un ventilador, utilizado para remover el aire, y un halógeno, encendido de manera permanente, junto a una cortinilla negra que corrida sobre el mismo marcaba la noche. En uno de los lados, una pared con una puerta, una mesa y una trampilla para que los terroristas pasaran los alimentos a los cautivos. El tamaño de la sala era tan reducida que una persona de envergadura normal podría tocar casi ambas paredes con poner sus brazos en forma de cruz.

Con la sala vacía fueron bajando más agentes del Instituto Armado y la comisión judicial encabezada por Garzón. Fue entonces cuando abrieron la puerta de madera y se encontraron con la persona a la que habían ido a buscar, José Antonio Ortega Lara. Con 23 kilos menos que cuando fue secuestrado y el cuerpo entumecido, el funcionario de prisiones pidió en un primer momento a los agentes que le mataran, pues los confundió con etarras. No era consciente de que 532 días después podía volver a retomar su vida en libertad.

«Ortega 5K BOL», la pista clave

Los investigadores de la Guardia Civil siguieron durante meses decenas de pistas para localizar a Ortega Lara, pero ninguna les llevada a nada en claro. Hasta que una operación antiterrorista en el sur de Francia puso un poco de luz al final del túnel. La policía francesa desarticuló buena parte de la estructura logística de ETA en una operación en el País Vasco francés y en la misma fue arrestado el máximo responsable de la misma, Julian Atxurra Egurola Pototo.

En una de las páginas de la agenda personal del dirigente etarra, que con anterioridad había formado parte del grupo Vizcaya de ETA, encontraron la inscripción «Ortega 5K». Junto a la misma, estaban escritas las siglas «BOL». Los investigadores relacionaron la inscripción con el posible pago de una cantidad económica –presumiblemente, 5 millones de las antiguas pesetas– para el sostenimiento del secuestrado del funcionario de prisiones.

Quedaba por descubrir qué significaban las siglas «BOL», pues con una alta probabilidad podrían corresponder a una persona en contacto con los secuestradores o, directamente, con uno de ellos. Comenzó entonces una carrera contrarreloj para buscar un nombre a esas siglas, que terminaría desembocando en Josu Uribetxebarria Bolinaga, un hombre de mediana edad de Mondragón muy próximo a las estructuras político-sociales de ETA.

Los agentes del Instituto Armado comenzaron entonces a seguir de cerca al posible secuestrador y descubrieron una rutina diaria sospechosa. Frecuentaba junto a otros tres hombres una nave industrial a las afueras de Mondragón de la que entraban y salían varias veces al día. De manera habitual, compraban comida que aparentemente no consumían y con la que entraban en la nave pero no salían. La opción de que pudiesen mantener allí a una persona secuestrada ganaba enteros.

El secuestro y el traslado

La liberación de Ortega Lara ponía fin a 532 días de secuestro. Los terroristas habían recibido la orden de secuestrar a un funcionario de prisiones para que ETA pudiese chantajear al Gobierno: su liberación a cambio del acercamiento de los terroristas encarcelados a centros penitenciarios cercanos al País Vasco y Navarra. Siguiendo esas directrices, hicieron varios seguimientos y mandaron sus macabras propuestas a la dirección de la banda. 

Pototo da el visto bueno para el secuestro de Ortega Lara y los terroristas se ponen manos al delito. El citado 17 de enero de 1996, sobre las cinco de la tarde, el funcionario de prisiones llega desde la cárcel de Logroño donde trabaja hasta su domicilio familiar en Burgos. En el garaje, le estaban esperando Bolinaga y Erostegui, que lo abordan pistola en mano. Pese a que ofrece resistencia, finalmente le vendan los ojos, esposan y amordazan, y lo introducen en el maletero de su vehículo. 

Los dos etarras condujeron hasta las afueras de Burgos, donde les estaban esperando los otros dos terroristas –Ugarte y Gaztelu– con un camión que transportaba lo que aparentaba ser una pesada máquina. La misma no era tal, sino que era un artilugio hueco fabricado para poder transportar secuestrados sin levantar sospechas alguna. Dentro de esa máquina trasladaron a Ortega Lara hasta la nave industrial de Mondragón, donde lo introdujeron en el zulo.

Un grupo etarra con mucha trayectoria 

Los terroristas detenidos formaban un grupo de ETA que comenzó a actuar sobre 1978. Ninguno estaba a sueldo de la organización, sino que realizaban vida normal acudiendo a sus respectivos puestos de trabajo y socializando con la gente de la localidad como si no formaran parte de una estructura criminal. Además, su actividad terrorista aparecía y desaparecía durante temporadas en función a los intereses de ETA, que cambió el nombre del grupo etarra en varias ocasiones.

Este modo peculiar de funcionamiento hizo que fueran muy difícilmente detectables para los expertos de la lucha contra el terrorismo. Sabían que la organización criminal tenía o había tenido una estructura estable en la zona, pero no eran capaces de dar con ella. Mientras tanto, los cuatro terroristas realizaban importantes labores artesanales para ETA, aprovechando que tenían cierta maestría en el trato del metal y el acero.

Fue en el año 1987 cuando alquilan la nave industrial a las afueras de Mondragón y constituyen de forma conjunta una sociedad mercantil –Jalgi– dedicada a la fabricación de piezas de repuesto. Un año más tarde, en verano de 1988, realizan la primera excavación en el interior de la nave, un zulo de cinco metros cuadrados destinado a guardar armas y explosivos para que otros grupos de ETA puedan realizar atentados en la zona de Mondragón y Vergara.

Ese depósito de armas se convirtió en zulo para secuestrados en 1993. Allí los terroristas mantienen retenido al ingeniero Julio Iglesias Zamora durante 116 días, desde el 5 de julio al 29 de octubre de ese año. El tío del secuestrado, propietario de la empresa Ikusi, se había negado a pagar la extorsión que le exigía ETA y, ante la dificultad de secuestrar al tío, los terroristas decidieron secuestrar a su sobrino, un objetivo mucho más fácil.

Meses después de la liberación de Iglesias Zamora, los cuatro terroristas de ETA realizan nuevas obras en el zulo subterráneo para acondicionarlo definitivamente a los secuestros. Lo amplían con un segundo habitáculo de 3,5 metros cuadrados que recubren, para evitar la humedad que producía la cercanía del río Deba, con madera, algunos metros de forro de plástico, un toldo y algo de aislante acústico.

Miguel Ángel Blanco, la venganza 

La liberación de José Antonio Ortega Lara fue una explosión de júbilo para la sociedad española. Las portadas de los medios de comunicación y las declaraciones de los dirigentes políticos fueron una demostración de ello. Sin embargo, hubo quienes se salieron de la senda y aquella operación de la Guardia Civil no les hizo la más mínima gracia. Es el caso del diario Egin, que al día siguiente abría su portada con el desagradable titular «Ortega vuelve a la cárcel».

El diario clausurado posteriormente por ser altavoz de ETA jugaba con el hecho de que Ortega Lara era funcionario de prisiones y que, por tanto, volvería a su puesto de trabajo en el centro penitenciario de Logroño tras quedar libre. Para colmo, en su editorial de ese día lamentaba que tras la operación de rescate de los agentes del Instituto Armado «había cuatro prisioneros políticos más», en alusión a los cuatro secuestradores.

Tampoco hizo ninguna gracia el éxito policial a los dirigentes de Herri Batasuna, brazo político de ETA. Su dirigente Floren Aoiz, entonces miembro de la Mesa Nacional de HB y actualmente miembro de la Ejecutiva de Sortu y director de la fundación del partido batasuno (Iratzar), compareció ante los medios de comunicación y lanzó una advertencia-amenaza que se entendería mejor varios días después: «Después de la borrachera policial vendrá la resaca». 

La advertencia-amenaza cristalizó tan sólo nueve días más tarde. El jueves 10 de julio de 1997, tras un intento fallido la tarde anterior, ETA secuestró al concejal del PP en Ermua (Vizcaya) Miguel Ángel Blanco. La etarra Iranzu Gallastegui Amaia le abordó a punta de pistola en la estación de trenes de Eibar (Guipúzcoa), localidad donde trabajaba el joven edil, y lo trasladó a un coche en el que esperaban Francisco Javier García Gaztelu Txapote, futuro jefe de los pistoleros de ETA, y José Luis Geresta Múgica Oker.

Los terroristas le trasladaron hasta el lugar de su cautiverio, el cual todavía se desconoce, y telefonearon a Egin Irratia para reivindicar el secuestro. De este modo, hicieron también público su nuevo chantaje al Estado de Derecho: si antes de las 16:00 horas del sábado 12 de julio (48 horas) el Gobierno no trasladaba a prisiones en el País Vasco a todos los terroristas de ETA encarcelados, el edil del PP sería asesinado.

La sociedad española salió a la calle para reivindicar la liberación del joven concejal del PP. En el plazo del ultimátum marcado por ETA, más de 6 millones de personas se congregaron en más de 1.500 manifestaciones celebradas por todo el país. Más de una treintena de ellas se celebraron en el País Vasco. Como ejemplo, el mismo día que se cumplía el ultimátum, medio millón de personas pidieron la liberación de Miguel Ángel Blanco en las calles de Bilbao. Pero todo fue en balde.

Pasada la hora clave, los tres terroristas del grupo etarra trasladaron al edil del PP hasta un paraje boscoso cercano a la localidad de Lasarte-Oria (Guipúzcoa). Mientras Gallastegui permanecía en el coche, Geresta y García Gaztelu se adentraron entre los árboles con Miguel Ángel Blanco. El primero hizo que el joven se arrodillase y le sujetó mientras el segundo etarra le disparaba dos tiros en la cabeza.

El cuerpo moribundo de Miguel Ángel Blanco fue encontrado por dos hombres que pasaban por la zona sobre las 16:40 horas del sábado 12 de julio. Aún con vida, se encontraba boca abajo y con las manos atadas por un cable eléctrico. Fue trasladado de urgencia al hospital donostiarra de Nuestra Señora de Arántzazu pero, tras pasar más de doce horas en coma neurológico, se decretó la muerte cerebral alrededor de las 4:30 horas del domingo 13 de julio.

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