Son las siete de la tarde y el sol empieza a caer en la playa nudista. De repente, la mayoría de los bañistas que reposaban en sus toallas salen corriendo en bloque hacia un punto concreto de la arena. El motivo es que hay una pareja que ha empezado a practicar sexo. Están rodeados por una masa de hombres desnudos. La chica pide a los presentes un bukkake y ellos, al menos una treintena de desconocidos, empiezan a eyacular sobre ella.
El Español / ¿Es el guión de una película porno? En absoluto. Es una tarde cualquiera, un miércoles laborable, en Cap D’Agde. El auténtico pueblo del sexo en Europa. Sodoma y Gomorra del siglo XXI. Una pequeña villa costera del sur de Francia que está a tres horas en coche de Barcelona. Cap D’Agde es la capital europea (si no mundial) del sexo. Porque el sexo se practica en público cada día y a todas horas. Y no pasa nada. De hecho, esta ‘sexocracia’ ha puesto al pueblo en el mapa y se ha convertido en la principal fuente de ingresos del pueblo.
En Cap D’Agde (pronúnciese Kap Dajd), el sexo es el motivo. De todo. Hay decenas de clubes de intercambio de parejas. Hoteles exclusivos para swingers (parejas liberales). La gente va desnuda hasta a comprar medicinas y el sexo se practica a todas horas en la playa. Por las noches, las discotecas se convierten en bacanales, auténticas orgías multitudinarias. Y esta es la razón por la que Cap D’Agde puede llegar a atraer hasta a 40.000 turistas cada verano. Vienen de todas partes del mundo con un eslogan claro en la cabeza: sexo y nudismo.
Para entender bien qué es el Quartier de Bagnas (auténtico nombre de la villa naturista de Cap D’Agne), conviene ir por partes y dividir la experiencia en tres bloques: la visita al pueblo, la visita a la playa y una noche de fiesta. Como una especie de ópera en tres actos.
ACTO I: EL PUEBLO
Para entrar al pueblo nudista de Cap D’Agde hay que pagar. 8 euros por peatón, 18 por pasar con coche. Esa tarifa es trampa, porque si tienes que salir del pueblo por cualquier razón, no te dejan volver a entrar. No hay sello, como en las discotecas. Para experimentar a fondo lo que es Cap D’Agde conviene hacerse como mínimo con un bono de acceso de 3 días. Cuesta 45 euros. La tasa es innegociable. Aunque hayas reservado un hotel dentro del pueblo, sin el bono no te dejan pasar. Es imprescindible entregar primero el DNI. Todo visitante queda registrado.
Dentro, la atracción no se hace esperar. Casi todo el mundo va desnudo desde la entrada. No se imaginen la playa de Malibú en California. Ni la de Ipanema. Ni la bahía de Sidney, llena jóvenes con cuerpos esculturales y cincelados en el gimnasio. No. La media de edad de los veraneantes de Cap D’Agde es de cincuenta y pico. Hay mucho pellejo colgando. Es todo más… real.
La mayor parte de los turistas son franceses, aunque abundan los alemanes, los belgas y los holandeses. El nudismo no sólo está permitido en todos lados; en algunas zonas es obligatorio. Yo voy vestido y la gente me mira raro. Y como donde fueres, haz lo que vieres, peleo a muerte contra mi pudor: “Está bien, habéis ganado”, pienso. Y me desnudo. No pasa nada. De hecho, es la mejor forma de pasar desapercibido. Sin ropa es todo mucho más fácil. Se puede entrar desnudo al supermercado, a la farmacia o a denunciar ante la policía. Resulta curioso ver a un hombre dándole explicaciones a un gendarme, muy vehemente… y con los genitales colgando y en movimiento. No parece serio.
Las fotos están prohibidas en casi todas partes. La gente tolera a los mirones, pero no a los chivatos. Lo que pasa en Cap D’Agde, se queda en Cap D’Agde. Y más en el siglo XXI, con internet propagando de inmediato cualquier imagen indiscreta. Los veraneantes son gente que luego tiene una vida pública en sus respectivos lugares de origen y no quieren que esta afición por la desnudez y el sexo en público trascienda los límites del pueblo.
Breve historia de Cap D’Agde
Hasta los 50, Cap D’Agde fue un pueblo de pescadores y todos iban vestidos. A mediados de la década se instaló un camping nudista. Poco más tarde, el gobierno de De Gaulle le dio impulso turístico a la zona y permitió la construcción de varios resorts. Ambos conceptos, nudismo y turismo, se entendieron bien en conjunto y acabaron yendo de la mano. A principios de los 70, Cap D’Agde ya era uno de los principales focos naturistas de Europa.
En los 90, atraídos por ese espíritu libertino, llegaron los echangistes. O swingers en inglés. Una palabra que no tiene equivalente en castellano y que designa a las parejas liberales que practican el intercambio. Se empezaron a construir locales para ese tipo de clientela y acabaron levantando hoteles enteros para swingers. Michel Houellebecq retrató el pueblo en su novela “Las partículas elementales”, donde uno de los protagonistas es un pervertido.
El nudismo en Cap D’Agde es vocacional. Tanto, que cuando empieza a refrescar (porque esto es Francia y refresca), la gente se pone sólo la camiseta. Se tapan la parte de arriba y se dejan los genitales al aire, como si fuese una cuestión de principios. Durante el día hay más hombres que mujeres desnudos por completo. Ellas se ponen a menudo un pareo que les tapa la parte de abajo. Ellos, muy coquetos, lucen en su mayoría aros en la base genital. De cuero, con diamantes (supongo que de imitación) o pinchos. Porque ir desnudo no está reñido con ir elegante.
Merengue, merengue
Hay comercios de todo tipo: supermercados, restaurantes, heladerías, un estanco y todo lo necesario para no salir del pueblo en todas las vacaciones. Las panaderías venden el Zizi, el dulce típico del pueblo, que no es nada más que un merengue con forma de pene. Pero más de la mitad de los locales son tiendas de ropa erótico-festiva. Tangas, collares, corsés, cuerdas y máscaras llenan los escaparates. La mayoría de los complementos son de color negro.
Hasta los paquetes de tabaco de los estancos son negros. “¿Eso también es un guiño al tema del sexo?”, le pregunto a la estanquera. “No, eso es porque en Francia vivimos en una dictadura socialista y nos obligan a poner todas las cajetillas de color negro”, me responde ella, visiblemente enfadada. Y así me entero yo de que los paquetes de tabaco en Francia son todos iguales.
Le pido un paquete de Winston Red (que aquí es Black) y le pregunto con pudor: “Me han dicho que aquí se practica sexo en público, pero yo no veo a nadie por la calle…”. Ella me corrige: “En el pueblo no se puede. Si te pillan te puede caer una multa de 15.000 euros. Aquí se folla en la playa”.
ACTO II: LA PLAYA
La playa de Cap D’Agde tiene unos 2 kilómetros de longitud y está dividida en tres partes: la primera es la playa naturista familiar. Es la más grande. Aproximadamente un kilómetro de arena para familias totalmente desnudas. Niños y mayores comparten espacio en perfecta armonía. En esa zona nadie practica sexo.
La segunda parte se llama ‘Le Baie des Cochons’ (Bahía Cochinos, como la de Cuba. Un nombre que le viene al pelo) y es la playa naturista para swingers. Ocupa aproximadamente un tercio de los dos kilómetros de playa y el acceso a los niños está prohibido. La tercera parte es la zona gay. Es la más pequeña (no más de 200 metros) y la más vacía. Cap D’Agde es un destino más demandado por parejas heterosexuales que homosexuales.
Las melés sexuales
En la playa va desnudo hasta el que vende los helados. Helados, por cierto, marca ‘Los Pistoleros’ (en español, no me pregunten por qué). Y a medida que avanza el día, los ánimos se van caldeando. Si por la mañana resulta un lugar relativamente tranquilo, por la tarde empiezan las “melés”. Como en rugby. Se trata de una aglomeración de gente que se forma en torno a una pareja (o grupos de personas) que se animan a tener sexo delante de todos. Para encontrar una melé sólo hay que levantar un poco la cabeza y buscar una montonera de gente formando un corro.
Es llamativo ver a grupos heterogéneos de personas desplazarse de forma simultánea de un lado a otro de la playa, como un rebaño de borregos. Una pareja empieza a tener sexo y se concentran en torno a ellos 20, 30, 40 personas. Cuando acaban (o cuando el pudor les hace desistir), la masa se desplaza hasta otra toalla donde otros estén fornicando. Y así toda la tarde.
Incluso la morfología de cada “melé” es distinta. Cuando hay una especie de corro abierto, significa que las personas que hay en el centro están practicando sexo, pero sólo permiten mirar. Si la melé es muy cerrada, es que los amantes les han dado a los espectadores, de algún modo, permiso para participar.
A veces hay mala suerte; la pareja que tienes al lado se calienta y el corro de los pervertidos se forma justo a un metro de ti. No puedes evitar que se concentren a tu lado como medio centenar de personas, la mayoría hombres, en pelotas y masturbándose. Lo mejor en esos casos es huir a otra parte de la playa, porque la masa no atiende a razones del tipo: “Perdona, ¿te puedes apartar por favor, que me tapas el sol o me vas a sacar un ojo?”.
Fotos = peligro
Hay un pacto no escrito que prohíbe de forma rotunda la captura de imágenes. Un belga saca el móvil y se dispone a grabar sin taparse demasiado. En cuestión de segundos, cuatro personas le echan una buena bronca. El belga, abochornado, guarda el teléfono. Hacer fotos en Bahía Cochinos puede ser motivo de un linchamiento. Es jugársela. Pero aquí hemos venido a jugar.
No publicaremos vídeos por ser demasiado explícitos, pero una búsqueda simple en Google con las palabras “Cap D’Agde Sex” le proporcionará, en las primeras entradas, una aproximación en vídeo de lo que se vive a diario en la playa de los swingers.
Otras cosa que llama la atención es que, cuando la gente sale en estampida en dirección a un corro, deja sus cosas sin vigilancia en la toalla. Me imagino una escena así en cualquier playa de mi Barcelona natal y cuando vuelves, los rateros se han llevado hasta la arena. “¿Es que aquí no roban?”, le pregunto a un matrimonio francés de unos 50 años que lleva 10 veraneando aquí. “No, nunca pasa nada. Presentas el DNI cuando entras. Si falta algo, es fácil identificar al ladrón y pillarlo”, me explica la mujer. El marido aprovecha para tirarme un chiste muy recurrente aquí en Cap D’Adge y que he escuchado varias veces en dos días: “Aquí no hay ladrones. ¿Dónde iban a meterse lo robado? ¿En el culo?” y ríe a carcajadas.
Voces discrepantes
No todo el mundo está de acuerdo con que se practique sexo en la playa. Cerca de mi toalla hay una melé de sexo y al lado una pareja de británicos de unos 60 años. Desnudos, pero con mala cara. Especialmente él. Le pregunto que qué le parece el espectáculo y me contesta que “disgusting”, palabra que yo traduzco como “asqueroso”. El señor cree que estas prácticas desvirtúan el espíritu naturista. “Es asqueroso. Somos nudistas desde hace muchos años y esto sólo le da mala reputación. Esto no es nudismo, es vicio”, espeta. Le pregunto que por qué no se va entonces a la playa familiar, donde está prohibido el sexo. “Disgusting”, me replica como única respuesta. Pero no se va.
Las melés van rotando por toda la playa casi a cada instante. Sería divertido ver toda la secuencia desde el aire, observar cómo una masa uniforme de gente se desplaza de un lado a otro de la playa buscando su ración de voyeurismo, como manadas de nómadas. Una pareja se anima y ella le empieza a practicar a él una felación. Enseguida están rodeados de mirones masturbándose. Ella se corta, se arrepiente, deja lo que estaba haciendo y se tumba boca abajo, como escondiéndose. Los mirones, decepcionados, se alejan poco a poco. Ni un minuto más tarde, eso mismos mirones salen en bloque, como una exhalación, hacia otro punto de la playa: la razón es que cuatro sexagenarios (creo que alemanes) empiezan a practicarse mutuamente sexo oral, formando una especie de trenecito muy raro, bastante más efectista que efectivo. Medio centenar de personas se concentra en torno a ellos.
Detrás de la arena hay unas dunas. Dos chicos con camiseta se masturban desde allí. Un tercer amigo, que está metido en el corro, les dice que se acerquen, que no pasa nada. Los otros dos niegan con la cabeza y siguen zurrándose la sardina desde las dunas. Tal vez lo consideran mas auténtico así, escondidos. Cosas del morbo.
A las siete, los ánimos ya están muy caldeados. Una pareja empieza a practicar sexo. De inmediato se arremolina en torno a ellos un gentío no visto antes en toda la tarde. El motivo es que ella, al acabar, ha pedido a los presentes un bukkake. Una treintena de hombres eyacula sobre ella. Cuando parece que todos han acabado, ella pregunta si queda alguno. Interpreta el silencio administrativo como un “no” y se mete en el agua a limpiarse. Cuando sale, un hombre se va a preguntarle algo, no sé exactamente qué. Ella lo rechaza cortésmente. “Esta noche, en la fiesta”, le emplaza. Porque en realidad, la fiesta todavía no ha empezado.
ACTO III: LA FIESTA
La fiesta es el elemento central de Cap D’Agde. Hay un sinfín de bares, locales, saunas, piscinas, hoteles, spas y discotecas enfocadas exclusivamente al sexo. Siempre hay algo abierto, por si a alguno le sobreviene un sofocón.
De todos modos, el auténtico enclave estrella es Le Glamour. Es la discoteca más grande del pueblo y está situada en el barrio de Heliópolis, que es el mismo nombre que el barrio de Sevilla donde está el campo del Betis. Si se enterase Don Manuel Ruiz de Lopera se llevaría un buen disgusto.
Le Glamour organiza cada tarde un evento que se llama ‘La Mousse’. No es más que una fiesta de la espuma en un patio, pero se forman tales bacanales que hasta en las guías swingers advierten de que no se trata de una fiesta apta para principiantes. Es muy fuerte. Bajo la espuma pasa de todo.
Pero el plato principal llega por la noche. Y eso se palpa en el ambiente enseguida. Al caer el sol, todo el mundo se pone guapo. Si por el día son los hombres los que tienden más al nudismo, por la noche son las mujeres el centro de atención. De noche, ellos pasan a adoptar un look formal: pantalón largo y camisa. Es el código de etiqueta que exige cualquier club para permitir la entrada. Ellas, en cambio, se ponen bodys transparentes, lencería sexy o microvestidos de cuero muy provocativos. El sujetador es una prenda casi inédita en Cap D’Adge.
«Vestir con decoro»
Intento entrar en Le Glamour. Llevo unos vaqueros y una camisa. Todo en orden, pienso yo. Error. El portero me dice que no puedo entrar porque llevo el pantalón roto y se me ve la rodilla. “¿En serio? Me estás diciendo que en la meca mundial del nudismo no me vas a dejar entrar porque estoy enseñando la rodilla?”, le pregunto estupefacto. El jefe de puerta me aclara, en inglés, que con las personas que van solas son el doble de exigentes y tienen que venir impecables. Es el filtro que tienen para que no se les cuelen indeseables en la discoteca, se llene de hombres y desvirtúe el ambiente de parejas.
Salgo corriendo en dirección al centro del pueblo. Son las doce de la noche y ya sólo queda una tienda de ropa abierta. Le pido al vendedor un pantalón. “¿Para entrar al club? Coge estos”, me propone, y me ofrece unos negros, como no podía ser de otra manera. Son de mi talla y el hombre me pide 50 euros por ellos. “¡50 euros por unos pantalones! ¿Es que los ha cosido a mano el propio Michel Platini?”, le pregunto. “No, es que es la única forma que tienes de poder entrar al club”, me replica cortésmente. Bien visto. Ahí van mis 50 euros.
Me cambio en mi coche y vuelvo a intentar entrar. “Voilà”, le digo al portero mostrando mi carísima adquisición y exhibiendo una de las pocas palabras que pronuncio bien en francés. “C’est magnifique”, me vacila. Y me deja entrar previo pago de los 90 euros del ala. Antes me somete a un exhaustivo cacheo para cerciorarse de que no llevo teléfono móvil encima. Están prohibidos. Además, para que quede claro al resto de la concurrencia que voy solo (lo que significa ser casi un apestado) me marcan con una pulsera verde que no me puedo quitar en toda la noche. Las parejas no la llevan.
Le Glamour es una gran discoteca de dos plantas. La superior está compuesta por una pista de baile con un enorme escenario central. En todas las esquinas hay televisores donde ponen películas porno, para entonar. También hay un patio para fumadores. Pero el sexo se practica en la planta de abajo. Un sótano de más de 300 metros cuadrados dividido en dos zonas: a la izquierda, la de tríos y hombres solos como yo. Hay habitaciones abiertas, cerradas, mazmorras, duchas y gloryholes, que son habitaciones con agujeritos en las paredes para introducir el miembro desde fuera. A la derecha está la zona para parejas y mujeres solas. Los de la pulsera verde no tenemos derecho a entrar ahí, que es donde realmente se monta la fiesta.
Tres consejos prácticos
Tres cosas que conviene llevar encima si pretendes encontrar sexo en una discoteca de Cap D’Agde: un buen nivel de francés, una pareja y mucho dinero.
Lo del idioma se debe a que la mayoría de los veraneantes son franceses. También hay alemanes, holandeses, belgas y suizos. Pero el pueblo es eminentemente francófono. De inglés poquito. El español apenas se escucha. Y por norma general, los swingers no son de “aquí te pillo, aquí te mato”. Establecen primero conversaciones con la gente que les atrae. Si, como es mi caso, tienes el francés justo para sobrevivir, pero no para seducir, estás fuera. Ya no del sexo, sino de la más mínima interacción personal.
Lo de la pareja es porque el que va solo acaba bastante apartado. Las parejas se lo huelen. Vienen muchos chicos solos con la intención de tener sexo y no ofrecer nada a cambio. Eso no acaba de estar bien visto entre los swingers. De hecho, no sólo Le Glamour, sino todos los locales del pueblo tienen zonas reservadas exclusivamente a parejas.
Lo del dinero es porque Cap D’Agde es caro. Los alojamientos son caros. La comida es cara. El impuesto de estancia es caro. La entrada a las discotecas no baja de los 60 euros. 90 con dos consumiciones si vas solo. El single (soltero), el que va sin pareja, es normalmente el que mira y paga la fiesta. Y me parece bien. Es la forma que tienen en el pueblo de mantener alejados a hombres o grupos de varones que creen que van a venir aquí para hartarse de sexo. El mensaje que les mandan a los avispados es: «Ok, ven: paga un dineral para entrar al pueblo, paga un dineral por hospedarte, paga un dineral por entrar a las discotecas y beber. Y si tienes suerte y alguna pareja te lo permite, igual pillas algo». No compensa. Así se mantiene el espíritu de parejas.
Champán a 1.100 euros
Las copas son decepcionantes. No son de 33 centilitros como es habitual, sino de 20, como una botella pequeña de Coca-Cola. El alcohol es de baja calidad. La ginebra es marca Gordon’s y los camareros miden la cantidad con un dosificador, pero cobran 12 euros por esa especie de big chupito de gin-tonic. Si eres muy selecto puedes pedir una botella de Jack Daniels o Bombay Shappire por 160 euros. Y si eres un sibarita, te vienes arriba y quieres impresionar, tienes la posibilidad de comprar una botella de champán Möet Chandon de 600 centilitros (poco más de medio litro) por la anecdótica cantidad de 1.100 euros. Yo pido un agua y me cobran 10 euros por la botellita. Le pido al camarero que me ponga un vaso con muchísimo hielo, para al menos hacerme la idea de que amortizo ese atraco.
Va entrando gente en la discoteca a medida que avanza la noche, pero la pista se va quedando vacía. Todos se van directos al sótano, que es donde se folla. La zona de tríos está semidesierta, aunque de vez en cuando entran grupos de franceses a tener sexo allí. Por cambiar de aires, se entiende. Mientras tanto, no deja de entrar gente en la zona de la derecha, en la de parejas, en la que me han vetado el paso. Desde la puerta de esa zona se escuchan gemidos y se divisan siluetas contoneándose. La fiesta está ahí dentro, justo donde los de la pulsera verde no tenemos acceso. Yo me acabo mis dos copas pírricas, mi agua con mucho hielo y me canso de fumar en solitario en el patio. De fondo suena Bailando de Enrique Iglesias y yo creo que es una señal para que me largue de ahí cuanto antes. Me voy del tugurio enfundado en mis pantalones de 50 pavos.
Au revoir
En la puerta coincido con tres parejas de franceses, de entre 45 y 60 años. Han estado follando todos con todos en el sótano hace un rato. Y todos se marchan a sus respectivos alojamientos, semidesnudos y felices. “Au revoir. Demain à la piscine” (“Adiós. Mañana, en la piscina”) concluye uno, para quedar al día siguiente. Ahora se despiden con un frío apretón de manos. No es porque la cosa haya ido mal. No es nada personal. Es que ya han tenido sexo y ahora no es necesario ser más efusivo.
Mientras en España nos seguimos llevando las manos a la cabeza por lo que pasa en Magaluf, en esta aldea francesa de irreductibles se han pasado entero el juego del sexo. Como (casi) dirían en los tebeos de Astérix. “Están locos estos galos”.