La conversión forzosa de los judíos en 1492 supuso un tragedia humana para miles de españoles de este credo que se vieron obligados a huir de su país. No obstante, el paso de los siglos llevó a deformar un acontecimiento que otros países habían realizado anteriormente con mayor brutalidad, como demuestra que la mayoría de los afectados por el edicto de Granada fueran descendientes de los expulsados siglos antes en Francia e Inglaterra. Y esa misma Europa antisemita que había celebrado en su momento la decisión de los monarcas españoles –la Universidad de la Sorbona de París transmitió a los Reyes Católicos sus felicitaciones por «aquel símbolo de modernidad»–, fue la que en el siglo XIX dio una versión exagerada y embustera donde los españoles aparecieron como unos fanáticos que se condenaron para siempre a la decadencia por razones religiosas.
ABC / A decir verdad, la historiografía del siglo XIX mostró dos visiones en apariencia contradictorias sobre la Expulsión de los judíos de 1492. Como explica María Elvira Roca Barea en «Imperiofobia y leyenda negra» (Siruela, 2017), en los siglos XIX y XX el antisemitismo en la leyenda negra española «se expresó en dos vertientes, una nueva y otra vieja». La vieja era archiconocida desde los tiempos de la presencia española en Nápoles, Milán y Sicilia, donde los italianos, y posteriormente las otras naciones europeas, habían calificado a los hispánicos como «marranos» por los muchos siglos en los que cristianos, musulmanes y judíos habían convivido en la Península. Para Lutero, Voltaire y otros pensadores nadie había más semita en Europa que los españoles por haber mezclado su sangre. De ahí su decadencia, argumentaban.
Las corrientes de racismo científico surgidas en el siglo XIX, donde los anglosajones ocupaban la cima de las razas, retomaron esta idea de que los españoles eran una raza irremediablemente inferior y degenerada por la contaminación semita. El mestizaje explicaba, en su opinión, la decadencia del Imperio español que en el siglo citado vivió su periodo más declinante.
La ruina económica ¿en 1492?
Por otra lado, una nueva vertiente de esta leyenda negra emanó directamente del liberalismo. Según esta visión, fue la intolerancia de los españoles para con los judíos el origen de todos sus males y su ruina económica. Una teoría que empezó a parecer en la década de los años 30 del siglo XIX muy vinculados a los movimientos de emancipación de católicos y judíos en Gran Bretaña, entre ellos defendidos por William H. Prescott y Washington Irving. No en vano, esta visión deformada del acontecimiento bebía de la llamada Ilustración judía (la Haskalá), que defendía la integración de los judíos en las sociedades en las que vivían y usó la expulsión de 1492 como la prueba irrefutable de que las salidas forzosas de hebreos podían arruinar las economías de todo un país. Una afirmación que tenía su antecedente directo en la literatura apocalíptica sefardita (la comunidad de los judíos expulsados) que proclamó el fracaso de España tras su salida casi como un castigo divino.
Desde 1492, esta comunidad se mantuvo nostálgica del Sefarad y mitificó su presencia allí. Dentro de su literatura, cualquier contratiempo sufrido por el Imperio español fue interpretado como un castigo por la expulsión y maltrato de los judíos. La muerte de los hijos de Isabel La Católico y el desastre de la Armada Invencible, entre otras desgracias, eran a ojos sefarditas una intervención de Jehová para vengar a su pueblo. La salida de la única gente con talento para las ciencias y el dinero lastró el crecimiento de España y condenó al naciente imperio a su destrucción, según esta visión apocalíptica.
Así y todo, la idea de que España se desinfló a partir de la expulsión parte de la premisa cuestionable de que el tiempo anterior a este acontecimiento fue de un gran esplendor para Castilla y de que los judíos habían contribuido a la grandeza de los reinos hispánicos de forma decisiva. En este sentido, Joseph Pérez desmonta en «Historia de una tragedia: la expulsión de los judíos de España» (Barcelona, Crítica) esta premisa al considerar que «en vista de la documentación publicada sobre fiscalidad y actividades económicas no cabe la menor duda de que los judíos no constituían ya una fuente de riqueza relevante [en Castilla y en Aragón], ni como banqueros ni como arrendatarios de rentas ni como mercaderes que desarrollasen negocios a nivel internacional». Su influencia estaba ya en caída libre cuando el primer imperio global se alzaba.
De tal manera, el Imperio español entró en colapso a finales del siglo XVII (si bien aguantó en pie hasta el siglo XIX) por múltiples cuestiones, entre ellas unos gastos militares inabordables y una fiscalidad disparatada en Castilla, pero no por la expulsión dos siglos antes de una población minoritaria. «Todo lo que sabemos ahora demuestra que la España del siglo XVI no era precisamente una nación económicamente atrasada […]. En términos estrictamente demográficos y económicos, y prescindiendo de los aspectos humanos, la expulsión no supuso para España ningún deterioro sustancial, sino solamente una crisis pasajera, rápidamente superada», concluye Joseph Pérez en el citado libro.
La expulsión de los judíos, en cifras
En este sentido, la economía española no se derrumbó a raíz de la expulsión, sino que precisamente coincidió con los enormes beneficios que el descubrimiento y colonización de América trajeron para Castilla. Empezando porque la auténtica cifra de los que llegaron a salir del país fue muy inferior a la proclamada por la leyenda negra y, de hecho, la expulsión afectó sobre todo a las clases más bajas, a los que menos tenían que perder si no se convertían al cristianismo.
En tiempos de los Reyes Católicos, siempre según datos aproximados, los judíos representaban el 5% de la población de sus reinos con cerca de 200.000 personas. De todos estos afectados por el edicto, 50.000 nunca llegaron a salir de la península pues se convirtieron al cristianismo y una tercera parte regresó a los pocos meses alegando haber sido bautizados en el extranjero. Algunos historiadores han llegado a afirmar que solo se marcharon definitivamente 20.000 habitantes, entre los cuales no estaban aquellos calificados como «talentos de las ciencias y el dinero», que en su mayoría aceptaron la conversión.
Paradojicamente, otra expulsión masiva un siglo después de la que afectó a los judíos sí tuvo un impacto económico cuantificable. La expulsión de los cerca de 300.000 moriscos que habitaban en la Península Ibérica a principios del siglo XVII afectó gravemente a la economía de algunos territorios. La expulsión de un 4% de la población perteneciente a la masa trabajadora, pues no constituían nobles, hidalgos, ni soldados, supuso una merma en la recaudación de impuestos, y para las zonas más afectadas (se estima que en el momento de la expulsión un 33% de los habitantes del Reino de Valencia eran moriscos). Los efectos despobladores duraron décadas y causaron un vacío importante en el artesanado, producción de telas, comercio y trabajadores del campo. A ello había que sumar que en 1609 la hacienda castellana estaba sumida en una crisis económica asfixiante, a diferencia de la pujanza que estaba por venir a partir de 1492.
Si bien los perjuicios económicos en Castilla no fueron evidentes a corto plazo, la despoblación causada por la salida de los moriscos agravó la crisis demográfica de este reino que se mostraba incapaz de generar la población requerida para explotar el Nuevo Mundo y para integrar los ejércitos de los Habsburgo, donde los castellanos conformaban su élite militar.