Por José Javier Esparza
España está viviendo hoy la peor amenaza para su unidad nacional desde el golpe catalanista de 1934, cuando el separatismo se levantó contra el Gobierno (por supuesto, legítimo) de la II República. Es verdad que hoy concurren dos diferencias significativas respecto a aquella ocasión. La primera, que en 1934 el Gobierno pudo echar mano del Ejército para sofocar la intentona de Companys y sus huestes. La segunda, que el Partido Socialista, lanzado entonces a su propio proyecto revolucionario, secundó el golpe separatista. Hoy nadie piensa en soluciones armadas, pero tampoco el PSOE apuesta por la dictadura del proletariado.
Al revés, hoy el PSOE se ha puesto al lado del Estado frente a la amenaza de ruptura, actitud que le honra. Es interesante: el PSOE ha brindado a un Gobierno de la Corona el apoyo que hurtó a un Gobierno republicano. Bien es cierto que, a cambio, en la hora actual otra izquierda se ha apresurado a jugar con dos barajas: la de Podemos, que es patriota o separatista según convenga al interés de su líder. Es la eterna “insuficiencia nacional” de la izquierda española. En todo caso, lo sustancial es esto: cuarenta años después de los pactos de la transición bajo una monarquía parlamentaria, el país afronta una seria amenaza de ruptura. Objetivamente, el hecho sólo puede juzgarse como el fracaso manifiesto de un sistema político.
Los siete pecados capitales del Sistema de 1978
Fracaso global del sistema, en efecto. Porque no estamos ante un problema local –el “problema catalán”, como aún podía decirse en los años 30- sino ante una crisis nacional. El camino que nos ha traído hasta aquí no empezó ayer, con la insurrección de Puigdemont y la parálisis de Rajoy, ni anteayer, con el estatuto de Zapatero y la felonía de Artur Mas. Si hoy es posible una rebelión separatista como la que estamos viviendo, es porque el propio sistema ha puesto los medios. ¿Cómo? Así:
Primero, por la obsesión de la Corona, desde 1976, de integrar a los separatistas dentro del sistema político, otorgándoles un peso político muy superior a su peso real en la sociedad de aquel momento. La maniobra podía entenderse en un contexto como el de aquellos años: se trataba de integrar en el proyecto nacional a sus eventuales enemigos. Pero es evidente que alguien sobrevaloró la lealtad de los nacionalistas catalanes y vascos.
Segundo, por la adopción de una forma de organización territorial –el Estado de las Autonomías- sin contornos competenciales estrictamente definidos, lo cual ha permitido a los poderes locales acumular fuerza en detrimento de los intereses generales de la nación. Hoy no hay región donde el interés particular no predomine sobre el nacional, y cualquier proyecto nacional queda subordinado a los intereses regionales (basta pensar en los sucesivamente frustrados planes hidrológicos).
Tercero, mediante la entrega explícita de la hegemonía política a los separatismos en sus respectivos territorios, hasta el punto de identificar al conjunto de los catalanes o de los vascos con sus particulares partidos nacionalistas. Esto ha permitido a los separatistas dedicarse a construir sus propias naciones sin que nadie les moleste. Es importante subrayarlo: los nacionalistas catalanes o vascos nunca han ocultado –o apenas- sus fines, sus objetivos máximos; es España la que, por la incuria de sus instituciones y sus sucesivos gobiernos, ha renunciado durante cuarenta años a oponer una fuerza centrípeta frente a la fuerza centrífuga del separatismo.
Cuarto, por la incorporación masiva de los intereses separatistas a los juegos de poder de las oligarquías españolas en materia financiera, mediática, industrial y hasta judicial, de manera que la propia marcha del sistema ha engordado a los separatismos. El mundo del dinero ha entrado alegremente en el juego y hoy no sabe cómo salir. Basta revisar la nómina de beneficiarios de la privatización de los viejos monopolios públicos, los nombres de los grandes consorcios mediáticos o las “cuotas autonómicas” en los órganos jurisdiccionales del Estado.
Quinto, por la incapacidad de los grandes partidos nacionales –PP y PSOE- para ponerse de acuerdo sobre las cuestiones esenciales de Estado, de modo que, con frecuencia, las mayorías parlamentarias de la nación han dependido del voto de las minorías separatistas. La ley electoral ha ayudado decisivamente a ello. Demasiadas veces los separatismos han sido árbitros de la gobernabilidad del Estado, mientras el sistema vendía como “consenso” lo que en realidad era sumisión a las minorías.
Sexto, y decisivo, por la abstención activa de los Gobiernos de España en la gestión cotidiana de cuanto ocurría en las regiones, y en particular en Cataluña, el País Vasco, Navarra, Galicia, Baleares y Valencia, lo cual ha acabado convirtiendo al poder regional en único poder efectivo. Hace tiempo que en España se ha roto la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, porque la ley de facto no es la misma en toda España. La transferencia material de poder ha tenido efectos devastadores en materia de legitimidad: cualquier ciudadano considera más legítimo el poder autonómico que el estatal. La nación española, simplemente, ha abandonado el campo.
Séptimo, por la incorporación de los propios partidos nacionales a esta estructura neofeudal, convirtiendo tales o cuales regiones en predio clientelar del PP o del PSOE locales (pensemos en la Valencia del PP o en la Andalucía del PSOE). Así los partidos que deberían haber velado por la unidad del Estado han acabado estimulando su desintegración, pues obtenían beneficio directo (también en lo económico) de semejante estado de cosas.
Todo esto, estos siete pecados capitales de la democracia española, no son cosas que hayamos descubierto de repente. Al contrario, venían siendo regularmente advertidas desde el principio, desde el temprano debate sobre el título VIII de la Constitución, y no han dejado de ser señaladas por innumerables voces a lo largo de cuarenta años. Voces, es verdad, que han sido sistemáticamente silenciadas por el poder establecido. ¿Por qué se han silenciado? Porque, en la España del sistema de 1978, la fragmentación formaba parte del statu quo. Por eso el sistema ha aceptado sin inmutarse el brutal endeudamiento en las cuentas públicas, el pisoteo indisimulado de derechos ciudadanos en materia lingüística, las grandes redes de corrupción política local, el mensaje disolvente de las cadenas de televisión autonómica o las clamorosas disfunciones en materia sanitaria y educativa.
Es fundamental entender esto para explicar lo que hoy está ocurriendo, o mejor dicho, lo que viene ocurriendo desde hace cuarenta años: nuestro sistema está construido de tal manera que la disgregación forma parte de su propia esencia. “Nadie podía imaginarlo”, ha dicho el presidente Rajoy sobre la insurrección del Parlamento de Cataluña. ¿Nadie? Es posible, en efecto, que la oligarquía española no haya sido nunca capaz de verlo: inmersos en un mundo mental de pasteleos y componendas cotidianos, todos han creído siempre que el denso tejido de pactos comprometía tanto a todas las partes que ninguna se atrevería a llegar tan lejos, porque tendría demasiado que perder. Pero esto es ignorar la naturaleza de los movimientos políticos y sociales, las inercias históricas, los cambios culturales, los efectos materiales de la gestión pública en la mentalidad individual. Todo el diseño del Estado, tanto lo visible como lo invisible, empujaba fatalmente en la misma dirección. Sólo era cuestión de tiempo. Mil veces lo ha gritado Casandra, y mil veces se la ha hecho callar entre insultos y burlas. La crisis que estamos viviendo no es sólo un problema de cálculo político; es, ante todo, un déficit de sentido del Estado en las oligarquías que nos han venido gobernando.
La colisión de las tres esferas
Estos siete pecados capitales del Sistema del 78 vienen envueltos en una determinada atmósfera cuyo principal componente no es de naturaleza legal, sino cultural, y que en buena medida está en el origen de todo cuanto hoy ocurre. Podemos definirlo así: la renuncia explícita de las instituciones democráticas españolas a arraigarse en una idea de nación. En efecto, ni socialistas ni populares han querido desarrollar nunca un proyecto nacional. El horizonte de nuestros políticos ha sido siempre “la modernidad”, “homologarse con los países de nuestro entorno”, “entrar en Europa” o “la Constitución”, pero cualquier referencia expresa a España ha estado vetada, por sospechosa de “franquismo”. Incluso hoy, en pleno naufragio, se nos habla de “salvar la Constitución” o “defender la democracia”, pero son contadísimas las alusiones a la unidad nacional, a la supervivencia de España como agente histórico. Lo cual deja entender que la ruptura de España sería aceptable si se encontrara la forma legal de ejecutarla. Y sin embargo, es precisamente de España de lo que se trata.
En un libro célebre, Daniel Bell explicó las contradicciones culturales del capitalismo como resultado del choque de las esferas política, económica y cultural. Podemos emplear el mismo método para interpretar las insuficiencias del Sistema de 1978. Nuestro sistema ha venido reposando sobre tres esferas rara vez acompasadas. La primera esfera, la institucional-legal, viene definida por la Constitución de 1978. La segunda esfera, la política, descansa sobre los pactos cotidianos entre los agentes políticos, económicos, sindicales, etc. La tercera, la cultural, es la que ha venido construyendo el discurso público a través de los medios de comunicación, la educación, etc. Y bien, la clave está en que esas esferas siempre han descrito trayectorias contrapuestas y hoy han terminado colisionando como asteroides fuera de órbita.
La esfera legal, que viene directamente de la España del post franquismo a través de la Ley de Reforma Política de 1976, se sustancia en la Constitución de 1978, que en principio debería bastar para marcar los límites de supervivencia de la nación, pero que adolece de vacíos e indefiniciones deliberados so pretexto de facilitar el consenso. La segunda esfera, la política, en la práctica se ha aplicado a una tarea de gestión cotidiana del poder regida por sus propias leyes, aprovechando los innumerables huecos de la esfera legal para repartir espacios de poder aquí y allá, hasta construir un paisaje propiamente neofeudal. De esto último hay innumerables ejemplos, empezando por la nunca resuelta despolitización del poder judicial. En el caso que nos ocupa, que es el del separatismo, buena muestra fue la sumisión del Gobierno Aznar ante la abusiva ley de inmersión lingüística de Cataluña. En cuanto a la esfera cultural, desde el principio de la transición ha venido dirigida por la izquierda y por los nacionalismos regionales, que por razones históricas siempre han mantenido una relación incómoda con el proyecto nacional, que han insistido en la asociación “patriotismo=franquismo” y cuyo discurso jamás ha cabido dentro de los límites constitucionales.
Como estas tres esferas no coinciden en sus ambiciones ni propósitos, el sistema ha terminado acumulando contradicciones insalvables. Las leyes que debían sostener al Estado se han visto permanentemente desvalorizadas por el interés a corto plazo de los poderes del país (tanto los poderes políticos como todos los demás) y por el discurso dominante en la esfera pública, que en estos cuatro decenios ha construido una legitimidad distinta a la de la España constitucional y, desde luego, muy alejada de cualquier cosa que suene a “nacional”. Por eso es tan flojo el argumento de quienes hoy apelan a la ley para frenar al separatismo: tal vez puedan frenarlo durante unos meses, quizás unos años, pero inevitablemente la legitimidad construida –artificialmente- desde la esfera cultural terminará imponiéndose sobre una legalidad que nadie se ha tomado realmente en serio en todo este tiempo.
Un ejemplo elocuente: el debate que se ha suscitado en torno al célebre artículo 155 de la Constitución, debate que sólo es comprensible en esta perspectiva de legalidad precaria. El tal artículo, que en realidad no es más que una morigerada previsión de intervención administrativa en caso de que una comunidad incumpla la ley o sus competencias, ha sido presentado por la “esfera cultural” como una especie de intolerable intromisión ilegítima de un poder autoritario en la sacrosanta soberanía de las comunidades autónomas, olvidando que las comunidades no son más que la representación regular del Estado en territorios concretos y que, en términos legales, la obligación de la Administración General del Estado es precisamente intervenir allá donde el sistema no funcione. Pero ocurre que a ojos de buena parte de la población, y sobre todo a ojos de la mayoría mediática y política, el poder autonómico goza de una legitimidad propia, distinta y, de hecho, superior a la del Estado común, de modo que toda intervención externa en él es pecaminosa. Esta contraverdad viene propalada por políticos que, evidentemente, no hacen sino proteger sus propias cuotas de poder y por medios que, con frecuencia, vienen financiados por los poderes locales (tanto políticos como económicos), y así la contraverdad de la esfera cultural termina imponiéndose sobre la evidencia de la esfera legal con la complicidad de la esfera política.
Ahora la gran pregunta es si resulta aún posible invertir estas inercias acumuladas durante cuarenta años. Objetivamente, los pasos para reconstruir una cierta densidad nacional (española) en nuestro sistema democrático están bien claros: rectificación del modelo autonómico, renacionalización del sistema educativo, recomposición del mapa de poder económico y mediático, vigorización del marco constitucional, construcción de pactos estables y permanentes entre los grandes partidos nacionales, etc. Sin embargo, el mero enunciado de estas cosas ya despierta feroces reticencias, tan irracionales como irreductibles. ¿Por qué? Por los efectos letales de la desespañolización predicada desde el discurso dominante. Realmente lo que hace tan difícil salir de este atolladero no es la obsolescencia de la esfera legal ni la renuencia de la esfera política, sino lo hondo que han arraigado los dictados de la esfera cultural.
La batalla para reconstruir España es esencialmente cultural, además de política. Es una batalla muy larga que sólo podrán acometer quienes posean una visión del Estado y, sobre todo, una visión de la Historia, cosas que los separatistas han tenido (para su propio campo), pero que muy rara vez han adornado a los políticos españoles. ¿Alguien dará el primer paso? En otras ocasiones históricas, cuando los políticos fallaron habló el pueblo. ¿Pero hay aún un pueblo español? Si lo hay, que levante la voz. Y si no, sólo nos queda asistir al suicidio de España.
Artículo de José Javier Esparza publicado en el diario La Gaceta