La leyenda negra contra España continúa
Mi nombre es Carlos Arturo Calderón Muñoz, nací en Santiago de Cali y actualmente resido en San Bonifacio de Ibagué, ambas ciudades se encuentran en Colombia.
“La culpa de nuestro atraso la tiene España”, “Es que sólo vinieron a robar y a exterminar a los indios”, “Si no fuera por nuestro oro no serían ricos” y un larguísimo etc.
Quien esto escribe nació y creció en medio de la leyenda negra en contra de la patria de la cual una gran parte de su sangre desciende. Los nacidos en la América Hispánica nos hemos desarrollado en medio de una ruptura catastrófica, pues en un ataque de traición, guiado por los enemigos de la hispanidad, se nos separó de nuestra madre. Obligándonos a creer que había sido un triunfo de la independencia, cuando en realidad nos habían dejado huérfanos, usando nuestras propias manos para darle muerte a quien nos había dado a luz. Crecí en un medio lleno de odio en el cual maestros, catedráticos y la sociedad en general, inoculaban en las psiques de las nuevas generaciones una endofobia intolerante y brutal.
Nos enseñaron a odiar a nuestros ancestros, a llorar por indios y negros y a regocijarnos por las penas de los ibéricos. Nunca nos enseñaron historia, de ser así no hubiéramos podido hacer más que admirar a tan tremendos locos, que por lealtad y honor (palabras tan raras hoy en día) eran capaces de abandonar para siempre su hogar y construir nuevas fronteras en lugares tan lejanos como el extremo sur de América, las estepas rusas o el sudeste asiático.
Se rehusaron a que Clío nos hablara del desarrollo, la ciencia, el derecho romano, la cultura helénica, la justicia social y tantas otras maravillas traídas de Europa. Ocultaron el pasado, se abstuvieron de decirnos que los indios se mataban los unos a los otros, cometían genocidios y purgas étnicas. No nos dijeron que muchos de esos nativos se unieron a España, por su propia voluntad, para liberarse del yugo de los que en el “Nuevo Mundo” les oprimían.
Callaron el hecho de que muchos de los descendientes de esos indios pelearon hasta la muerte para defender a la corona de las huestes independentistas, que acabaron con ese bello lugar al que le decían el Virreinato de la Nueva Granada, pero al que ahora llamo Colombia.
Ahora que veo como la cruzada anti hispánica se ha vuelto visceral y el deseo del mundialismo es fragmentar el suelo ibérico, para que no se presente una muralla infranqueable en el sur europeo, como sucedió por tantos siglos, noto de manera inequívoca el mismo veneno que ha recorrido el lado opuesto del atlántico por más de dos siglos.
A mis hermanos españoles los han intoxicado con el odio a su propia sangre, neutralizando sus instintos para que de forma apacible se encaminen al fin de su existencia. La impotencia material me recorre al ver, desde los Andes, como la madre patria está al borde de desaparecer definitivamente.
Me rehúso a creer que estoy contemplando el fin de Hispania, la muerte de Gothia. Sé que muchos no podrán entender por qué alguien desde las Américas tendría este nivel de empatía, pero la verdad es que la sangre no se disuelve por efectos del tiempo o el espacio. En realidad, el aislamiento sólo crea nostalgia y por ende la necesidad impetuosa de restablecer el paraíso perdido, al que yo solamente puedo denominarle como España.
En honor a los 400 años de la muerte de Cervantes, cito las palabras de quien para mi es el héroe mítico más grandioso de todos los tiempos “El amor no engendra cobardes”.
Y la verdad es que yo amo mi sangre, a mis antepasados y a mi Historia, en síntesis, yo amo a España. Siento que como mínimo debo decirle a los que habitan en la Hispania Europea, que no están solos. A pesar de que al territorio español han llegado cientos de miles de invasores provenientes de América, que incitados por el odio y la envidia anhelan destruir todo lo que no sea como ellos, quiero que sepan que todavía somos muchos los que nos sentimos orgullosos de nuestra ascendencia hispánica.
Les quiero decir que la propaganda con la que los han bombardeado por casi cuatro décadas, nosotros la hemos resistido por más de doscientos años. Aun cuando los esfuerzos de los enemigos de la hispanidad han sido soberbios no han logrado reducirnos.
Porque en la América profunda, todavía somos muchos los que nos enfrentamos al rechazo social por defender nuestro idioma y llenos de gran satisfacción decimos: ¡Qué Viva España!
Somos los que se entristecen cuando retiran el retrato de un conquistador y los primeros en saltar de alegría cuando un pasodoble se toma el espacio sonoro. Les puedo decir, sin temor a equivocarme, que España no reside solamente en los cuarenta millones que hoy habitan en el suelo primigenio, sino que se expande por los corazones de muchos otros a lo largo del globo; aquellos que tienen la esperanza inclaudicable de que la hispanidad resurgirá.
Porque si España tiene que pelear por otros ocho siglos para reconquistar su ser, estaremos encantados de ser las primeras bajas de esa nueva cruzada. Desde la América Española les digo a ustedes, mis hermanos, que no colapsen. Les pido que sigan resistiendo la embestida del salvajismo, porque la verdad es que a ustedes nos los odian por ninguna de las mentiras y exageraciones que se han propagado en su contra.
Ustedes son objeto de ataques, porque viven en un paraíso sin igual llamado España; los quieren destruir, porque a los que albergan odio no le gusta admitir que su posición ha sido el fruto de su propia incapacidad. No quieren progresar por sus medios, prefieren destruir a los que han llegado más lejos, para así no tener que afrontar la obvia realidad de que han exteriorizado los rencores que tienen hacia si mismos, porque es más fácil culpar a los demás.
Es nuestro deber honrar los sacrificios de todos los que vinieron antes de nosotros para construir esa gran nación; es nuestra obligación dejarles a los que están por venir un mundo mejor que aquel que nosotros recibimos.
No sé si llegaré a viejo, pero si de algo estoy seguro es que si lo hago, no le diré a la siguiente generación que les tocó nacer en un mundo sumido en la mierda porque yo no fui capaz de luchar.
No les hablaré de España y la hispanidad como un bonito reino de fantasía que existe en la tierra de las hadas, sino como una realidad tangible que vive porque un día le dijimos NO al mundialismo y como masa nos jugamos nuestro derecho a la vida en una épica lucha.
Si hoy en día es más importante la comodidad material, los resultados del Barcelona y lo políticamente correcto; si tiene mayor valor doblegar los instintos para disfrutar del Face, la fiesta o el dinero mientras nos exterminan con comodidad.
Si todo lo anterior es más valioso que nuestra sangre, prefiero ser lo único que puede ser un hispano, prefiero ser un discípulo del Quijote, un español. Porque “El amor no engendra cobardes” y España es el amor de mi vida. Desde San Bonifacio de Ibagué,
Rafael Acevedo