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La derechita catastrófica

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Juan Manuel de Prada
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La derechita catastrófica

Por Juan Manuel de Prada

Sus trolls tuiteros habían anunciado a bombo y platillo que VOX provocaría un terremoto de magnitudes históricas.

Lo cual prueba dos extremos: que los trolls tuiteros viven en una burbuja de fanatismo, sin contacto alguno con la realidad; y que Vox, hoy por hoy, no es más que un contenedor de la «derechita enfurruñada», tal como afirmábamos en esta misma tribuna hace meses. «Un partido que aspirase a algo más que ser un contenedor de la «derechita enfurruñada» -escribíamos entonces- debería lanzarse sin tapujos a la conquista de un electorado transversal. Y ese electorado son los trabajadores en precario y las clases medias depauperadas y cosidas a impuestos, mientras izquierdas y derechas se dedican a exaltar las «políticas de la diversidad» que tanto gustan a los pijos y a las pijas de izquierdas y derechas. Un partido así lanzaría una ofensiva sin ambages contra la escabechina del neocapitalismo globalizador, devolviendo a los españoles la dignidad laboral (y antropológica) y el sentido de pertenencia a una comunidad política solidaria. Tal vez un partido que se atreviese a lanzar esta ofensiva no acabase de gustar a la «derechita enfurruñada», pero ganaría para su causa a todos los humillados y ofendidos.

Pero Vox prefirió quedarse en el halago fácil al votante pepero cabreado, en lugar de lanzarse a la conquista de un electorado nuevo y transversal. O, simplemente, no tenía mimbres para intentar otra cosa; pues en sus mensajes, a la postre, asomaban la patita la morrallona neocón, las consabidas consignas ultraliberales, todo ello aderezado con mucho postureo patriotero y mucho bocachanclismo e incorrección política. Sin embargo, culpar a Vox del descalabro sideral de los peperos sería excesivo. Desde luego, su concurrencia ha contribuido a atomizar el voto derechista; pero lo cierto es que, sin la concurrencia de Vox, el descalabro pepero no se hubiese evitado. Y tal descalabro se ha producido porque el frente de la derecha se halla un hombre catastrófico, hiperventilado, charlatanesco, aspaventero y, a la postre, inane, llamado Pablo Casado, que ha estado zascandileando por doquier y de manera insomne desde que fuera elegido como líder de su partido, improvisando siempre las declaraciones más desafortunadas, eligiendo siempre a las personas equivocadas (algunas inanes, incluida su predilección por el desecho de tienta de las tertulietas políticas; otras, por el contrario, de un jacobinismo chulesco y crispante), acogiéndose siempre a los padrinazgos más tóxicos y pestilentes (con la momia de Aznar al frente) y relegando a personas valiosas de su partido al ostracismo. Pablo Casado no entendió que el Partido Popular sólo podría recuperar la hegemonía de la derecha enarbolando unos principios nítidos, servidos con moderación bien humorada y constructiva (tal vez porque Casado anda falto de principios y sobrado de aspavientos). En su lugar, se dedicó a competir en jacobinismo pichabrava con Ciudadanos y en bocachanclismo con Vox, territorios ambos que ya tenían todo el pescado vendido. Así se ha convertido en el líder de la «derechita catastrófica».

Al progresismo rampante no se le combate con ninguna de estas soluciones equivocadas, sino volviendo a las fuentes del pensamiento político tradicional, que tiene por norte el bien común; que protege a las familias de la intromisión gubernativa; que condena las lacras del capitalismo global; que se rebela contra la desmembración de la patria, fundiendo en un abrazo amoroso a los pueblos que la integran. Sólo la tradición puede combatir el progresismo rampante. El liberalismo, en sus expresiones moderaditas o desmelenadas, cobardes o enfurruñadas, sólo sirve para consolidarlo.

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