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Lucero para Pepe Utrera

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Pepe Utrera Molina
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Lucero para Pepe Utrera

Por Antonio Burgos

Murió cara al sol, mirando al mar de su Málaga natal, soñando en una España mejor a sus 91 años. Murió sin cambiar de bandera, por muchos cargos que le hubieren ofrecido en esta España chaquetera que se muda de ideología más que de camisa. La suya siguió siempre siendo azul mahón, bordada en rojo ayer con cinco flechas como cinco rosas en memoria de los camaradas caídos, como Julio Herce Perelló, fundador de Falange en la Universidad de Sevilla. Era un caballero a carta cabal. Un hombre íntegro en aquella España desarrollista del Seiscientos, el apartamento en Benidorm y la protocorrupción de Matesa. Fue administrador honradísimo hasta del último céntimo del dinero público que manejó como gobernador o ministro. Y al final de sus días, le puso a su España de primaveras rientes el nombre de Sevilla, de la nostalgia de una ciudad donde fue joven padre, enamorado y feliz. Me honraba con sus llamadas de teléfono, desde Madrid o Nerja. Y una de las últimas veces que hablamos, me confesó con su emoción de poeta lo que podía haber sido un título de Romero Murube, que también fue, como servidor, su oponente cuando estaba en el poder, en todo el poder del Régimen en la ciudad:

— Cuando esté el borde de la muerte, mis últimos pensamientos y mis últimas palabras serán para Sevilla.

Sevilla en los labios. La que llevaba en el corazón desde que la sirvió como gobernador en años más que difíciles, los del hambre y los corrales; la castigada por el Tamarguillo, «chiquito pero matón», en la riada de noviembre de 1961. Estoy hablando del excelentísimo señor don José Utrera Molina; que en Sevilla se escribía así, pero se pronunciaba «Pepe Utrera». Hay, por cierto, una errata en su esquela de ayer en el ABC. Pone: «Subió al cielo en Nerja». No subió al cielo. Pepe Utrera, como buen falangista, se fue al lucero que Dios le tenía reservado, como en su himno. Para que desde allí siga haciendo guardia por España, que falta nos hace. Desde ese lucero, generoso como siempre, en servicio como toda su vida, habrá perdonado a los que hicieron que se desbordara contra él un Tamarguillo de odio, de revancha, de resentimiento, quitándole todos los recuerdos de Sevilla agradecida, incluso con el cobarde voto favorable del PP, que me consta tanto le dolió. Los revanchistas le habrán quitado todos los honores ciudadanos, pero el que nunca le podrán arrebatar es el honor de español, de andaluz, de malagueño, de sevillano, de patriota. Triste España, lamentable Sevilla donde quisieron borrar de la Historia el nombre de Pepe Utrera precisamente aquellos a los que como gobernador les dio un piso en el Polígono o en tantas nuevas barriadas. Indigna que la venganza contra Utrera la tomaran los hijos y nietos de sus beneficiarios, los 125.000 sevillanos (una quinta parte de la población de 1961) afectados por una riada del Tamarguillo que hizo que se perdieran 30.176 hogares y quedaran afectados 1.128 edificios. Con toda justicia, su hijo Luis Felipe le ha escrito: «Para ti, el poder era sólo la oportunidad para hacer posible los sueños de muchos. Muchos recuerdan aún las noches en vela que pasaste con los afectados por las inundaciones de Sevilla que se quedaron sin hogar hasta que desde los despachos de Madrid se dieron cuenta que no ibas a cejar en tu empeño. Podrán quitar tu nombre de las calles pero jamás la gratitud de tantos miles de familias a las que procuraste una vivienda digna, escuelas para sus hijos, y tantas y tantas cosas que no cabrían en un libro.» Como no cabría en un libro que no le tembló la mano al suspender una corrida de toros para no engañar al público. O no cabría su amistad con Pepe Luis Vázquez. Pero sí quiero que quepan sus versos de poeta, dignos del estudio de Mainer, «Falange y Literatura». Me distinguió con el dedicado ejemplar 42 de la edición no venal de las 200 copias de sus «14 sonetos» (1997). Hasta tu lucero, querido Pepe Utrera, te mando como epitafio desde la Sevilla de tus sueños y tu servicio este terceto tuyo que te retrata:

«Quisimos para el pueblo un nuevo día,/soñamos con las luces de la aurora,/pero la noche es negra todavía».

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