AUCTORITAS II
Allá por noviembre de dos mil diecisiete, el diario La Opinión de Murcia me publicaba un artículo titulado Retórica y Auctoritas. Dadas las circunstancias, me veo obligado a insistir sobre el concepto y alcance de la voz auctoritas que, como su presagia su grafía, procede de la lengua madre y acuñada en la antigua Roma.
Si bien el poder, en términos políticos y jurídicos, es una potestad otorgada por las leyes, la auctoritas vendría a ser el magisterio moral alcanzado por méritos bien distintos y no menos valiosos, como la ejemplaridad, la coherencia, la rectitud, la honradez o la sabiduría. El poder tiende a sermonear con una facilidad pasmosa y prescribe para los demás lo que proscribe para sí.
El poder político, aun a costa de quebrantos corporativistas, está obligado a esclarecer y exponer la verdad como único instrumento para alcanzar el bien común; aunque no es suficiente. La verdad, para que llegue a todos, para que germine y dé frutos, debe ser pronunciada por almas impregnadas de auctoritas. De no ser así, poco o nada importará la contundencia de la verdad revelada pues se verá obscurecida por la deslegitimación del emisor. O dicho de otra manera; la autoridad sin auctoritas quedará reducida a cenizas y no dejará de ser una potestad con nulo o escaso poder de transformación.
¿Puede afirmar un ex-presidente del gobierno (que, por el simple hecho de haberlo sido goza de una extraordinaria pensión vitalicia) que la edad de jubilación debe retrasarse a los setenta años? En la misma línea, ¿tienen nuestros políticos autoridad moral para regular el sistema público de pensiones cuando ellos han ideado para sí un modelo comparativamente más benévolo y menos exigente?
¿Cómo contener las arcadas ante las recetas de la presidencia del Fondo Monetario Internacional que, con una retribución anual de 324.000€, recomienda el recorte de las pensiones y el retraso de la edad de jubilación? ¿Sabían ustedes que, con tan sólo tres años de permanencia en ese cargo, se tiene derecho a una pensión de 54.800€ y que, de reunir otros requisitos, sería sensiblemente mayor?
La desfachatez ética nos asalta a cada esquina y no parece tener límites. Algunos de los más abigarrados independentistas vascos, que otrora golpearon nuestra convivencia con una vileza y crueldad indescriptibles, ¿cómo tienen siquiera la osadía de poner en sus labios la palabra democracia? ¿Acaso no entienden que con sólo pronunciarla la mancillan?
Quienes, desde hace décadas, han permitido, propiciado u ocultado la corrupción, ¿cómo tienen la desvergüenza de hablarnos de regeneración democrática?
¿Cómo entender a los nacionalistas catalanes que, tras incumplir sistemática y alevosamente la ley y las resoluciones judiciales, invocan al diálogo como medio para imponer sus criterios? Llamemos a las cosas por su nombre. Si ese pretendido diálogo va precedido o acompañado de desacato o violencia, entonces solo estamos ante un vulgar chantaje.
Siendo el PNV un partido fundado por un xenófobo miserable, ¿cómo tiene la desfachatez de llamar fascistas a quienes, sin ambages ni tibiezas, propugnan el cumplimiento de la Ley y el acatamiento del orden constitucional?
Los políticos, en cuanto representantes de la voluntad popular, deben gozar de la dignidad y honores debidos. Así lo he creído y así lo sigo creyendo mas no es esto lo que les aleja del pueblo que dicen representar. Los políticos, como todos, cometen errores pero tampoco es ésta la razón de mi crítica. Son sus privilegios y prebendas injustificables lo que lamina la confianza entre representantes y representados. Es la ausencia de empatía y ejemplaridad lo que vacía de contenido el mensaje político.
Luego necesitamos, aunque no sé si con merecimiento, a quienes digan verdad desde la verdad. Los flamantes gurús, cuán directores espirituales del postureo político, sostienen que toda apariencia convenientemente urdida triunfará sobre la realidad, relegando ésta a una entidad residual y prescindible, incluso molesta. Los medios de desinformación, al servicio de aquestos y esotros mecenas, darán los últimos y decisivos retoques para que la verdad publicada triunfe sobre la verdad verdadera. Pero yerran gravemente porque el triunfo y el fracaso son en realidad un par de impostores, La gloria no se logra en la meta sino en la senda. Disculpen que me cite a mí mismo mas como afirmé tiempo ha, “nuestros tesoros más preciados, como la auctoritas, no se adquieren en un mercado. Es preciso hundir las manos en la tierra y disponer de un corazón limpio para lograr aquello que, en verdad, nos reconforta y apacigua“
El poder, alcanzado o ejercido sin auctoritas, no dejará de ser una efímera jurisdicción desnuda de honor.
Fdo. José Antonio Vergara Parra