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El Muro de las lamentaciones

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El Muro de las lamentaciones

Llevo media vida buscando mi lugar en la política y, gracias a mis detractores virtuales que también son reales, he visto la luz; al menos en parte. Os lo agradezco; de veras.

En política, la sensatez o verdad de toda opinión no depende de la idea misma sino del sujeto que la explicite. El veredicto será ad hominem. Y siendo ésta una sociedad muy compartimentada, donde todos te quieren bien ubicado, importará y mucho el grupo, partido, religión o colectivo al que el resto de mortales crean que perteneces.

            Esto explica muchas cosas. Les pondré algunos ejemplos.

            Afirmo rotundamente que no hay mayor derecho que el de nacer, vivir y morir con dignidad. Defiendo la vida desde el mismísimo instante de la concepción hasta el último y más tenue hálito de aire. Afirmo categóricamente que toda criatura humana a Dios pertenece por lo que nadie, absolutamente nadie, alberga el más mínimo derecho para decidir sobre la vida de un semejante. No confundan la medicina paliativa, que ya existe y funciona muy bien, con la medicina endiosada, que es ardorosamente prescindible.

            Defiendo la aconfesionalidad del Estado pero afirmo, sin rubor alguno, que la religión católica debe gozar de un reconocimiento explícito y preferencial por parte de ese mismo Estado, pues la igualdad bien entendida es tratar desigualmente situaciones desiguales. Nuestra cultura es esencialmente católica. Nos bautizamos, recibimos la primera comunión, nos confirmamos, pronunciamos el sí quiero en presencia de Dios, despedimos a nuestros seres queridos tras ungirles agua bendita, celebramos la Navidad, la Semana Santa, y el Día de todos los Santos; nos vamos de mona para liberar compunciones cuaresmales. La Iglesia, Santa, Católica y Apostólica, presta una ayuda espiritual y humanitaria de primerísimo orden a menudo no reconocida, aunque tampoco importa demasiado pues no son mundanas sus motivaciones. Hay quienes, desde un inmaculado historial ético, exigen perfección a los pastores del Señor; no es mi caso pues, salvo Dios y su Hijo mismos, todos somos pecadores y, por tanto, tenemos derecho a ser perdonados y a continuad torpe pero confiadamente nuestro camino,

            No me gustan especialmente las corridas de toros y jamás he practicado la caza pero respeto una cosa y la otra. Digo más. Tengo amigos cazadores y no imagino mejores ni más abigarrados amantes de la naturaleza. La defensa de los animales está muy bien salvo que lo conviertan en una obsesión patológica que nubla sentidos y altera prioridades que es lo que, según mi criterio, ha ocurrido de un tiempo a esta parte. Conmigo que no cuenten en esta caza de brujas. Llevo infinitamente mejor la caza de conejos, liebres o torcazos. La pesca del estornino que, escabechado, está exquisito, tampoco me suscita una especial zozobra.

            Soy patriota. Lo diré otra vez. Soy patriota hasta las trancas. Quiero a España; llevo el color de su bandera en mis venas. Amo la tierra de mis padres y de quienes les precedieron. Me emocionan las notas del himno nacional y mi vista se alegra ante la rojigualda. Cuanto más grande, mejor. No es un sentimiento excluyente, ni necesariamente mejor que otros, pero es el mío y blandiré mi lealtad a España sin estridencias pero también sin sinrojo. Ya saben que algunos se sienten ciudadanos del mundo, de cualquier mundo menos del que les vio nacer. Siempre ha habido ingratos.

            Creo en la familia, en su valor incalculable. Como bien dijo Juan Pablo II, «la familia es para los creyentes una experiencia de camino, una aventura rica en sorpresas, pero abierta sobre todo a la gran sorpresa de Dios, que viene siempre de modo nuevo a nuestra vida».

            La familia, desde una óptica antropológica, preexiste a cualquier otra forma de organización conocida. Ha sido, es y debe seguir siendo el primer y más capital baluarte de toda sociedad sensata. El Estado, por inteligencia, convicción y mero pragmatismo, debe agasajar a la familia porque, al hacerlo, las más cruciales necesidades físicas y espirituales del hombre serán saciadas de forma muy satisfactoria. Toda sociedad que ha dado la espalda a la familia ha fracasado estrepitosamente.

            Por si les interesa saberlo, considero familia a toda unión, de hecho o de derecho, heterosexual u homosexual, donde medien el amor, el respeto y un noble objetivo compartido.

            Y por así creerlo, el Estado debe hacer una política que reconozca su esencialidad y fortalezca su permanencia.

            Creo en la libertad. La libertad es un valor en sí mismo y esto no es discutible; sólo los regímenes totalitarios se han atrevido a hacerlo. Pero la naturaleza teleológica de la libertad adquiere una importancia superlativa pues la libertad podrá usarse para el bien pero también para el mal. Como podrán intuir, yo defiendo la libertad para el bien y el ejercicio de esa misma libertad para combatir el mal. De sobra sé que el mal y el bien no son nítida o igualmente percibidos por todos pero como dijo Tolstoy, no hay grandeza donde no hay simplicidad, bondad y verdad.

Hay una izquierda que no acaba de aceptar que allí donde se implementaron sus postulados ideológicos, los resultados fueron calamitosos: hambrunas, desidia, penuria y tiranía. Como bien saben, en la noche del nueve al diez de noviembre de mil novecientos ochenta y nueve, la presión social y el ímpetu de los berlineses consiguieron derribar el muro de Berlín. Hablamos de uno de los hitos más significativos de la reciente Historia contemporánea. Ciento veinte kilómetros de muro que, con sus tres metros de altura, se construyó para evitar la “contaminación” social de los súbditos del régimen soviético. Setenta y nueve personas perdieron la vida al intentar saltar el muro.

Los nuevos comunistas ya no pueden construir un muro de hormigón pero llevan lustros edificando otro con ingredientes inmateriales pero igualmente lesivos. Se han apropiado de la Kultura, la eduKación, de la mayoría de los medios de Komunikación, de la semántica y de los símbolos. Algunos socialistas, como Zapatero o Pedro Sánchez, están haciendo muy bien su papel de tontos útiles al servicio de una causa que terminará engulléndolos, aunque no es final de estos dos lo que me preocupa y sí el de un partido centenario que anda perdido y mancillando, un día sí y otro también, el congreso de Suresnes de 1974.

Lo que no acabo de entender es por qué la izquierda genuina hace el trabajo sucio de nacionalistas vascos, catalanes y gallegos. Quizá porque saben que no tienen la suficiente fortaleza para voltear, de frente, el régimen del 78. Pedro II de Trastámara y Sánchez, alias el Hermoso, y el Archiduque de Galapagar, quieren instaurar un nuevo régimen donde sobran la monarquía parlamentaria y el centro-derecha político. Sólo andan interesados en una derecha radical, mala malísima a más no poder, donde ellos serían el único antídoto.

Como valiente y solitariamente dijo García-Page, con el código penal y con los derechos de todos los españoles no se mercadea. Querrá usted decir que no se debe porque poder sí que se puede. Porque en Podemos se puede y en el pesoe pues también. Señor García-Page. Como seguramente habrá advertido, al incumplimiento de la Ley por un nacionalista le llaman Konflicto y, por tanto, ya no competerá a los jueces sino a las puertas traseras del Congreso o Congresa de los Diputados o las Diputadas.

Sepan ustedes que tengo otras ideas; naturalmente que las tengo, pero hoy tocaban las de peor prensa.

Ahora, por así pensar, tíldenme de retrógrado, fascista casposo, ultraconservador o falangista pero he de prevenirles que tomaré estos epítetos como verdaderos cumplidos.

            Fdo. José Antonio Vergara Parra.

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