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Carta Pastoral de Mons. Juan Antonio Reig Pla Obispo de Alcalá de Henares

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CRUZAR OTRA LÍNEA ROJA ¿UNA MUERTE DIGNA?

Carta Pastoral de Mons. Juan Antonio Reig Pla Obispo de Alcalá de Henares

Índice

  1. Algunos textos básicos del Magisterio de la Iglesia Católica sobre eutanasia, suicidio, exceso médico y cuidados paliativos
  2. La manipulación del lenguaje 4. Algunas definiciones
  3. Algunos de los principios de aplicación en el cuidado de los enfermos: autonomía del paciente, justicia, beneficencia, solidaridad, totalidad y doble efecto
  4. Sobre la alimentación e hidratación artificiales
  5. Magisterio de la Iglesia sobre el sentido del sufrimiento y el uso de analgésicos, particularmente los que provocan la pérdida de conciencia del enfermo, la llamada sedación
  6. La buena muerte es una muerte santa
9. La Iglesia recomienda mantener la tradición de inhumar los cuerpos de los difuntos 10. Conclusión
  1. Introducción

CRUZAR OTRA LÍNEA ROJA ¿UNA MUERTE DIGNA?

Carta Pastoral de Mons. Juan Antonio Reig Pla Obispo de Alcalá de Henares

Con ocasión del Año Jubilar de la Misericordia, el Papa Francisco nos ha invitado a practicar las obras de misericordia espirituales y corporales. Esta distinción tiene un carácter puramente pedagógico, pues, como sabemos, el ser humano constituye una unidad sustancial cuerpo-espíritu, de tal modo que el cuerpo es sacramento de la persona: somos un espíritu encarnado. En este contexto, y alrededor de unas fechas tan señaladas, como el 1 y 2 de noviembre, me ha parecido oportuno ofrecer unas orientaciones en lo referente a dos obras de misericordia: visitar y cuidar a los enfermos y enterrar a los muertos.

No podemos afrontar estos temas sin analizar y estudiar lo que concierne a la llamada “muerte digna”, asunto que, ante una sociedad marcadamente emotivista, es siempre delicado. Pongo por delante mi respeto y mi amor por todos los enfermos, por las personas con alguna discapacidad y, particularmente, por cuantos padecen patologías irreversibles. Lo mismo he de decir respeto de los familiares y profesionales que los atienden con amor y verdad; a ellos también mi agradecimiento por todo el bien que hacen. Rezo y doy gracias a Dios por vuestras personas y por vuestra misión.

También mi respeto y mis oraciones por los legisladores y gobernantes, pero aclarando que «la elección democrática de los legisladores y los gobernantes los legitima a ellos en cuanto tales, pero no a todas sus decisiones, que serán correctas si se adecuan a la dignidad de la persona, e ilegítimas si se oponen a ella»1.

El Papa Francisco nos advierte continuamente sobre la «cultura del descarte» y sobre la «cultura de la muerte», que se está imponiendo: «persisten demasiadas situaciones – nos dice – en las que los seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede programar la concepción, la configuración y la utilidad, y que después pueden ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos»2.

Enlazando con estas afirmaciones del Papa me propongo ofrecer, como Obispo, la aclaración de algunas cuestiones que considero decisivas para todo ser humano y también para la organización de la vida social. Me mueve a ello el deseo de anunciar la verdad desde la caridad, la claridad y el ejercicio de la misericordia. No se trata de juzgar a las personas ni a sus intenciones, pero sí de aprender a discernir los actos buenos de los malos, pues incluso dentro de la Iglesia parece que, en ocasiones, se tiende sólo a la declaración genérica de principios. Lo grave es que está en juego la vida

1 Conferencia Episcopal Española, Comité para la Defensa de la Vida, La eutanasia, Cien cuestiones y respuestas sobre la defensa de la vida humana y la actitud de los católicos, octubre de 1992.
2 Papa Francisco, Discurso al Parlamento Europeo, 25-11-2014.

y la salvación de las almas. Por ello es urgente poner en práctica las obras de misericordia espirituales y corporales como nos recuerda el Papa Francisco: enseñar al que no sabe, dar un buen consejo a quien lo necesita, corregir al que yerra…; visitar y cuidar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, enterrar a los muertos, etc.

Debo aclarar que me dirijo a vosotros los fieles católicos de nuestra Diócesis Complutense, en orden a iluminar vuestras conciencias y decisiones. Muy probablemente todos tendremos que enfrentarnos, en algún momento de nuestra vida, a situaciones límite relacionadas con la muerte y que, con frecuencia, plantean problemas difíciles que hay que saber discernir y buscar la solución verdadera y adecuada. Para ello os suplico vehementemente desde ahora que, llegada la ocasión, os encomendéis a Dios para no tomar ninguna decisión equivocada. Junto a la oración es necesario buscar la ayuda y consejo de los conocedores de la materia fieles al Magisterio de la Iglesia, así como de profesionales de la medicina con criterios católicos.

  1. Algunos textos básicos del Magisterio de la Iglesia Católica sobre eutanasia, suicidio, exceso médico y cuidados paliativos

Son muchos y complejos los aspectos referidos a estos temas; explicarlo todo supondría hacer un manual. Por ello he pensado recordar en esta carta sólo dos cuestiones que me parecen de especial actualidad: a) el Magisterio de la Iglesia sobre la alimentación e hidratación artificiales; y b) el Magisterio de la Iglesia sobre el sentido del sufrimiento y el uso de analgésicos, particularmente los que provocan la pérdida de conciencia del enfermo, la llamada sedación.

Por lo expuesto, en la medida en que os sea posible, os exhorto, en orden a tener un conocimiento más amplio del Magisterio, a que consultéis los textos de la Iglesia sobre estas materias; os indico a pie de página algunos de los documentos más significativos3. Podréis encontrar los enlaces para acceder a todos estos documentos en el siguiente portal: www.obispadoalcala.org/eutanasia.html.

  1. La manipulación del lenguaje

Uno de los grandes problemas a los que nos enfrentamos en la actualidad tiene que ver con la manipulación del lenguaje, también en esta materia. El llamado “Nuevo Orden Mundial” (NOM) ha echado mano de los presupuestos del constructivismo filosófico para generar un “Nuevo Lenguaje”; en otra ocasión explicaré más ampliamente esto. Ahora es suficiente advertir que las expresiones “muerte digna”, “derecho a una muerte

3 a) Catecismo de la Iglesia Católica nn. 2276-2283, 15 de agosto de 1997; b) San Juan Pablo II, Encíclica Evangelium vitae, nn. 64-74 y 94, 25 de marzo de 1995; c) San Juan Pablo II, Carta Apostólica Salvifici Doloris sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano, 11 de febrero de 1984; d) Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre la eutanasia – Iura et bona, 5 de mayo de 1980; e) Pío XII, Discurso sobre las implicaciones morales y religiosas de la analgesia, 24 de febrero de 1957; f) Conferencia Episcopal Española, Comité Episcopal para la Defensa de la Vida, La eutanasia, Cien cuestiones y respuestas sobre la defensa de la vida humana y la actitud de los católicos, octubre de 1992; g) CCXX Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, Declaración con motivo de “Proyecto de Ley Reguladora de los Derechos de la Persona ante el Proceso Final de la Vida”, 22 de junio de 2011.

digna” y otras análogas, lo que en realidad esconden es la eutanasia y el suicidio asistido. Los católicos hablamos de una “buena muerte”, algo totalmente distinto como más tarde expondré.

  1. Algunas definiciones

Para poder comunicarse es esencial la precisión terminológica, por ello traigo aquí algunas definiciones importantes.

Eutanasia: «Por eutanasia se entiende una acción o una omisión que por su naturaleza, o en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. La eutanasia se sitúa pues en el nivel de las intenciones o de los métodos usados.

Ahora bien, es necesario reafirmar con toda firmeza que nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo. Se trata en efecto de una violación de la ley divina, de una ofensa a la dignidad de la persona humana, de un crimen contra la vida, de un atentado contra la humanidad.

Podría también verificarse que el dolor prolongado e insoportable, razones de tipo afectivo u otros motivos diversos, induzcan a alguien a pensar que puede legítimamente pedir la muerte o procurarla a otros. Aunque en casos de ese género la responsabilidad personal pueda estar disminuida o incluso no existir, sin embargo el error de juicio de la conciencia —aunque fuera incluso de buena fe— no modifica la naturaleza del acto homicida, que en sí sigue siendo siempre inadmisible. Las súplicas de los enfermos muy graves que alguna vez invocan la muerte no deben ser entendidas como expresión de una verdadera voluntad de eutanasia; éstas en efecto son casi siempre peticiones angustiadas de asistencia y de afecto. Además de los cuidados médicos, lo que necesita el enfermo es el amor, el calor humano y sobrenatural, con el que pueden y deben rodearlo todos aquellos que están cercanos, padres e hijos, médicos y enfermeros» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre la eutanasia – Iura et bona, II, 5 de mayo de 1980, en adelante DIB).

Suicidio: «La muerte voluntaria o sea el suicidio es, por consiguiente, tan inaceptable como el homicidio; semejante acción constituye en efecto, por parte del hombre, el rechazo de la soberanía de Dios y de su designio de amor. Además, el suicidio es a menudo un rechazo del amor hacia sí mismo, una negación de la natural aspiración a la vida, una renuncia frente a los deberes de justicia y caridad hacia el prójimo, hacia las diversas comunidades y hacia la sociedad entera, aunque a veces intervengan, como se sabe, factores psicológicos que pueden atenuar o incluso quitar la responsabilidad.

Se deberá, sin embargo, distinguir bien del suicidio aquel sacrificio con el que, por una causa superior —como la gloria de Dios, la salvación de las almas o el servicio a los hermanos— se ofrece o se pone en peligro la propia vida» (DIB, I.3).

Sedación paliativa: «Es la disminución deliberada de la consciencia del enfermo, una vez obtenido el oportuno consentimiento, mediante la administración de los fármacos indicados y a las dosis proporcionadas, con el objetivo de evitar un sufrimiento insostenible causado por uno o más síntomas refractarios.

Cuando el enfermo se encuentra en sus últimos días u horas de vida, hablamos de sedación en la agonía»4.

  1. Algunos de los principios de aplicación en el cuidado de los enfermos: autonomía del paciente, justicia, beneficencia, solidaridad, totalidad y doble efecto

En primer lugar debo decir que la formulación de algunos principios que el Magisterio de la Iglesia nos ha legado, también en el ámbito de la bioética, es, a mi juicio, recurso obligado por su verdad y claridad, aunque ello contraste radicalmente con viejos errores, ahora repristinados, como la moral de situación y la llamada opción fundamental.

Principio de autonomía del paciente

Como nos recordaba ya Pío XII, «en primer lugar debe darse por supuesto que el médico, como persona privada, no puede tomar ninguna medida ni intentar ninguna intervención sin el consentimiento del paciente. El médico no tiene sobre el paciente sino el poder y los derechos que éste le dé, sea explícita, sea implícita y tácitamente. El paciente, por su parte, no puede conferir más derechos que los que él mismo posee. El punto decisivo en este debate es la licitud moral del derecho que el paciente tiene de disponer de sí mismo. Aquí se alza la frontera moral de la acción del médico, que obra con el consentimiento de su paciente» (Pío XII, Discurso a los participantes en el I Congreso Internacional de Histopatología del Sistema Nervioso, n. 9, 13 de septiembre de 1952)

Principios de justicia y beneficencia
En la actualidad se tiende a absolutizar el llamado principio de autonomía del paciente;

pero este principio debe estar subordinado, entre otros, al de justicia.

En efecto, hay quienes pretenden que las leyes reconozcan la libertad del enfermo como un valor absoluto desligado de toda referencia a la verdad y al bien de la persona. Sin embargo, que el Estado reconozca el derecho a la eutanasia o al suicidio sería tanto como autorizar a los ciudadanos que así lo quisieran a que “libremente” pudieran darse en esclavitud y que otros pudieran comprarlos y venderlos. Nadie está legitimado a atentar contra su propia dignidad, pues pertenece a Dios.

El denominado principio de justicia, que es uno de los principios generales del Derecho, de la ética social y de la conducta común, implica que la Justicia prevalece sobre la autonomía del individuo; de forma que nadie, tampoco los médicos, puede hacer daño a otro aunque éste se lo pida. Además, también hay que recordar que el principio de

4 Grupo de trabajo “Atención médica al final de la vida” (Organización Médica Colegial y Sociedad Española de Cuidados Paliativos), “Atención Médica al final de la vida: conceptos y definiciones”.

beneficencia obliga moralmente a los facultativos a actuar por el mayor bien de sus pacientes.

De la justicia y de las leyes que deben custodiar lo justo, se espera hacer posible que se dé a cada uno lo que es debido. Por dignidad, por justicia, por humanidad no se puede dejar a nadie morir de hambre o de sed. Si la justicia lo permite, o lo consiente, estamos sembrando la corrupción de la justicia. ¡Qué lejos queda aquel axioma clásico «fiat ius, pereat mundus»: hágase lo justo aunque perezca el mundo! Ya sé que el axioma clásico, ante una cultura utilitarista y, en el fondo, nihilista, resulta extremo y estremecedor. Sin embargo, afirmar lo justo por encima de las circunstancias es elevar la dignidad humana, es exaltar el bien espiritual por encima de todos los bienes materiales y es, en definitiva, abrir lo humano a la Trascendencia, a la verdadera justicia del cielo que sigue al bien espiritual.

Principio de solidaridad

También debo citar el principio de solidaridad, que, por parte de no pocos, es la “versión” laica de la caridad. Si vivimos en sociedad es para amarnos y ayudarnos los unos a los otros, para socorrernos en nuestras necesidades. No se puede organizar la vida social y sus instituciones necesarias si no es afirmando el primado de la persona, que alcanza su plenitud en Cristo. Una sociedad que contempla sin rubor el que se deje morir a alguien de hambre o de sed es una sociedad que ha perdido su sensibilidad por lo específicamente humano, es una sociedad deshumanizada que no acude en ayuda del necesitado.

Soy consciente de que a más de uno este lenguaje le puede resultar duro. También sé que en una sociedad posmoderna y emotivista como la nuestra los planteamientos objetivos producen rechazo. Es más, soy consciente de que, más allá de las posturas farisaicas, lo que está en juego ante la pretensión de favorecer la llamada “muerte digna” (eutanasia y suicidio) y las leyes que la permitan es que no sabemos qué hacer con el sufrimiento; luego diré unas palabras sobre esto.

Principio de totalidad

Este principio «afirma que la parte existe para el todo y que, por consiguiente, el bien de la parte queda subordinado al bien del conjunto; que el todo es determinante para la parte y puede disponer de ella en su interés. El principio se deriva de la esencia de las nociones y de las cosas y debe, por tanto, tener un valor absoluto» (Pío XII, Discurso a los participantes en el I Congreso Internacional de Histopatología del Sistema Nervioso, n. 29, 13 de septiembre de 1952). Y añade en otro lugar: «Pero a la subordinación de los órganos particulares en relación con el organismo total y su finalidad propia se añade aún la subordinación del organismo a la finalidad espiritual de la persona misma» (Pío XII, Discurso a la primera Asamblea general del «Collegium Internationale Neuro-Psycho-Pharmacologicum», 9-9-1958).

Principio del doble efecto5 o voluntario indirecto

Como explica Santo Tomás de Aquino «nada impide que un solo acto tenga dos efectos, de los que uno solo es querido, sin embargo el otro está más allá de la intención» (Summa theologiae, 2-2, q. 64, a. 7); por tanto, «para que sea lícito realizar una acción de la que se siguen dos efectos, uno bueno y otro malo, es preciso que se reúnan determinadas condiciones:

1o Que la acción (de la que se seguirán ambos efectos) sea en sí misma buena, o al menos indiferente, porque nunca es lícito realizar acciones malas aunque se sigan efectos óptimos. Y que sea la única acción posible para alcanzar el efecto bueno, porque si hay otros medios aptos que no encierran los inconvenientes que produce este acto, no podría recurrirse al mismo.

2o Que el efecto inmediato o primero sea el bueno, porque no es lícito hacer un mal para que sobrevenga un bien, según aquello de San Pablo: “non sunt facienda mala ut eveniant bona” (Rm 3,8), no hay que hacer el mal para que se produzca algún bien. El efecto malo debe ser así consecuente o al menos concomitante con el bueno, pero nunca anterior, porque de ser así se convertiría en medio para alcanzar el efecto bueno.

3o Que la intención del agente sea recta, es decir, que quiera solamente el efecto bueno y el malo únicamente lo permita (es decir, que éste sea “praeter intentionem”). El efecto malo es permitido por la absoluta inseparabilidad con el bueno en este caso concreto, pero en sí mismo no ha de ser buscado o intentado.

4o Que haya una causa proporcionada a la gravedad del daño que el efecto malo producirá: porque el malo es siempre una cosa materialmente mala, y como tal no es permisible a menos que haya una causa proporcionada»6.

  1. Sobre la alimentación e hidratación artificiales

El Papa San Juan Pablo II dirigió un Discurso en 2004 a los participantes en un Congreso internacional sobre “Tratamientos de mantenimiento vital y estado vegetativo: avances científicos y dilemas éticos” (20 de marzo de 2004). Los principios sobre alimentación e hidratación artificiales que San Juan Pablo II enseña en dicho discurso son de universal aplicación, más allá del caso específico de los enfermos en estado vegetativo; por su claridad cito aquí parte del documento (nn. 4-6):

5 Este principio se menciona en distintos documentos del Magisterio de la Iglesia. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2263; Pío XII, Discurso a los participantes en el VII Congreso Internacional de Hematología, 12-9-1958; Pío XII, Discurso a los miembros del Instituto Italiano de Genética “Gregorio Mendel” sobre reanimación y respiración artificial, 24-11-1957.

6 P. Miguel Ángel Fuentes, IVE, Principios fundamentales de bioética, Colección “Textos de estudio” /1, págs. 58-59, 2006.

«El enfermo en estado vegetativo [y por extensión todos los enfermos], en espera de su recuperación o de su fin natural, tiene derecho a una asistencia sanitaria básica (alimentación, hidratación, higiene, calefacción, etc.), y a la prevención de las complicaciones vinculadas al hecho de estar en cama. Tiene derecho también a una intervención específica de rehabilitación y a la monitorización de los signos clínicos de eventual recuperación.

En particular, quisiera poner de relieve que la administración de agua y alimento, aunque se lleve a cabo por vías artificiales, representa siempre un medio natural de conservación de la vida, no un acto médico. Por tanto, su uso se debe considerar, en principio, ordinario y proporcionado, y como tal moralmente obligatorio, en la medida y hasta que demuestre alcanzar su finalidad propia, que en este caso consiste en proporcionar alimento al paciente y alivio a sus sufrimientos.

En efecto, la obligación de proporcionar “los cuidados normales debidos al enfermo en esos casos” (Congregación para la doctrina de la fe, Iura et bona, p. IV), incluye también el empleo de la alimentación y la hidratación (cf. Consejo pontificio “Cor unum”, Dans le cadre, 2. 4. 4; Consejo pontificio para la pastoral de la salud, Carta de los agentes sanitarios, n. 120). La valoración de las probabilidades, fundada en las escasas esperanzas de recuperación cuando el estado vegetativo se prolonga más de un año, no puede justificar éticamente el abandono o la interrupción de los cuidados mínimos al paciente, incluidas la alimentación y la hidratación. En efecto, el único resultado posible de su suspensión es la muerte por hambre y sed. En este sentido, si se efectúa consciente y deliberadamente, termina siendo una verdadera eutanasia por omisión.

A este propósito, recuerdo lo que escribí [dice San Juan Pablo II] en la encíclica Evangelium vitae, aclarando que “por eutanasia, en sentido verdadero y propio, se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor”; esta acción constituye siempre “una grave violación de la ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana” (n. 65).

Por otra parte, es conocido el principio moral según el cual incluso la simple duda de estar en presencia de una persona viva implica ya la obligación de su pleno respeto y de la abstención de cualquier acción orientada a anticipar su muerte.

Sobre esta referencia general no pueden prevalecer consideraciones acerca de la “calidad de vida”, a menudo dictadas en realidad por presiones de carácter psicológico, social y económico.

Ante todo, ninguna evaluación de costes puede prevalecer sobre el valor del bien fundamental que se trata de proteger: la vida humana. Además, admitir que se puede decidir sobre la vida del hombre basándose en un reconocimiento exterior de su calidad equivale a reconocer que a cualquier sujeto pueden atribuírsele desde fuera niveles crecientes o decrecientes de calidad de vida, y por tanto de dignidad humana, introduciendo un principio discriminatorio y eugenésico en las relaciones sociales.

Asimismo, no se puede excluir a priori que la supresión de la alimentación y la hidratación, según cuanto refieren estudios serios, sea causa de grandes sufrimientos para el sujeto enfermo, aunque sólo podamos ver las reacciones a nivel de sistema nervioso autónomo o de mímica. En efecto, las técnicas modernas de neurofisiología clínica y de diagnóstico cerebral por imágenes parecen indicar que en estos pacientes siguen existiendo formas elementales de comunicación y de análisis de los estímulos.

Sin embargo, no basta reafirmar el principio general según el cual el valor de la vida de un hombre no puede someterse a un juicio de calidad expresado por otros hombres; es necesario promover acciones positivas para contrastar las presiones orientadas a la suspensión de la hidratación y la alimentación, como medio para poner fin a la vida de estos pacientes.

Ante todo, es preciso sostener a las familias que han tenido a un ser querido afectado por esta terrible condición clínica. No se las puede dejar solas con su pesada carga humana, psicológica y económica. Aunque, por lo general, la asistencia a estos pacientes no es particularmente costosa, la sociedad debe invertir recursos suficientes para la ayuda a este tipo de fragilidad, a través de la realización de oportunas iniciativas concretas como, por ejemplo, la creación de una extensa red de unidades de reanimación, con programas específicos de asistencia y rehabilitación; el apoyo económico y la asistencia a domicilio a las familias, cuando el paciente es trasladado a su casa al final de los programas de rehabilitación intensiva; la creación de centros de acogida para los casos de familias incapaces de afrontar el problema, o para ofrecer períodos de “pausa” asistencial a las que corren el riesgo de agotamiento psicológico y moral.

Además, la asistencia apropiada a estos pacientes y a sus familias debería prever la presencia y el testimonio del médico y del equipo de asistencia, a los cuales se les pide que ayuden a los familiares a comprender que son sus aliados y luchan con ellos; también la participación del voluntariado representa un apoyo fundamental para hacer que las familias salgan del aislamiento y ayudarles a sentirse parte valiosa, y no abandonada, del entramado social.

En estas situaciones reviste, asimismo, particular importancia el asesoramiento espiritual y la ayuda pastoral, como apoyo para recuperar el sentido más profundo de una condición aparentemente desesperada».

Por su parte, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó en 2007 un documento, expresamente aprobado por el Papa Benedicto XVI, en el que se ofrecen las «Respuestas a algunas preguntas de la Conferencia Episcopal Estadounidense sobre la alimentación e hidratación artificiales»; reproduzco literalmente el texto:

«Primera pregunta: ¿Es moralmente obligatorio suministrar alimento y agua (por vías naturales o artificiales) al paciente en “estado vegetativo”, a menos que estos alimentos no puedan ser asimilados por el cuerpo del paciente o no se le puedan suministrar sin causar una notable molestia física?

Respuesta: Sí. Suministrar alimento y agua, incluso por vía artificial, es, en principio, un medio ordinario y proporcionado para la conservación de la vida. Por lo tanto es obligatorio en la medida y mientras se demuestre que cumple su propia finalidad, que consiste en procurar la hidratación y la nutrición del paciente. De ese modo se evita el sufrimiento y la muerte derivados de la inanición y la deshidratación.

Segunda pregunta: ¿Si la nutrición y la hidratación se suministran por vías artificiales a un paciente en “estado vegetativo permanente”, pueden ser interrumpidos cuando los médicos competentes juzgan con certeza moral que el paciente jamás recuperará la consciencia?

Respuesta: No. Un paciente en “estado vegetativo permanente” es una persona, con su dignidad humana fundamental, por lo cual se le deben los cuidados ordinarios y proporcionados que incluyen, en principio, la suministración de agua y alimentos, incluso por vías artificiales.

El Sumo Pontífice Benedicto XVI, en la audiencia concedida al infrascrito Cardenal Prefecto, ha aprobado las presentes Respuestas, decididas en la Sesión Ordinaria de la Congregación, y ha ordenado que sean publicadas.

Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 1 de agosto de 2007.

William Cardenal Levada, Prefecto.
Angelo Amato, S.D.B., Arzobispo titular de Sila, Secretario»

  1. Magisterio de la Iglesia sobre el sentido del sufrimiento y el uso de analgésicos, particularmente los que provocan la pérdida de conciencia del enfermo, la llamada sedación

La Congregación para la Doctrina de la Fe, explica en la Declaración sobre la eutanasia – Iura et bona:

«El cristiano ante el sufrimiento y el uso de los analgésicos

La muerte no sobreviene siempre en condiciones dramáticas, al final de sufrimientos insoportables. No debe pensarse únicamente en los casos extremos. Numerosos testimonios concordes hacen pensar que la misma naturaleza facilita en el momento de la muerte una separación que sería terriblemente dolorosa para un hombre en plena salud. Por lo cual una enfermedad prolongada, una ancianidad avanzada, una situación de soledad y de abandono, pueden determinar tales condiciones psicológicas que faciliten la aceptación de la muerte.

Sin embargo se debe reconocer que la muerte precedida o acompañada a menudo de sufrimientos atroces y prolongados es un acontecimiento que naturalmente angustia el corazón del hombre.

El dolor físico es ciertamente un elemento inevitable de la condición humana, a nivel biológico, constituye un signo cuya utilidad es innegable; pero puesto que atañe a la vida psicológica del hombre, a menudo supera su utilidad biológica y por ello puede asumir una dimensión tal que suscite el deseo de eliminarlo a cualquier precio.

Sin embargo, según la doctrina cristiana, el dolor, sobre todo el de los últimos momentos de la vida, asume un significado particular en el plan salvífico de Dios; en efecto, es una participación en la pasión de Cristo y una unión con el sacrificio redentor que Él ha ofrecido en obediencia a la voluntad del Padre. No debe pues maravillar si algunos cristianos desean moderar el uso de los analgésicos, para aceptar voluntariamente al menos una parte de sus sufrimientos y asociarse así de modo consciente a los sufrimientos de Cristo crucificado (cf. Mt 27, 34). No sería sin embargo prudente imponer como norma general un comportamiento heroico determinado. Al contrario, la prudencia humana y cristiana sugiere para la mayor parte de los enfermos el uso de las medicinas que sean adecuadas para aliviar o suprimir el dolor, aunque de ello se deriven, como efectos secundarios, entorpecimiento o menor lucidez. En cuanto a las personas que no están en condiciones de expresarse, se podrá razonablemente presumir que desean tomar tales calmantes y suministrárseles según los consejos del médico.

Pero el uso intensivo de analgésicos no está exento de dificultades, ya que el fenómeno de acostumbrarse a ellos obliga generalmente a aumentar la dosis para mantener su eficacia. Es conveniente recordar una declaración de Pío XII que conserva aún toda su validez. Un grupo de médicos le había planteado esta pregunta: “¿La supresión del dolor y de la conciencia por medio de narcóticos … está permitida al médico y al paciente por la religión y la moral (incluso cuando la muerte se aproxima o cuando se prevé que el uso de narcóticos abreviará la vida)?”. El Papa respondió: “Si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales: Sí”7. En este caso, en efecto, está claro que la muerte no es querida o buscada de ningún modo, por más que se corra el riesgo por una causa razonable: simplemente se intenta mitigar el dolor de manera eficaz, usando a tal fin los analgésicos a disposición de la medicina.

Los analgésicos que producen la pérdida de la conciencia en los enfermos, merecen en cambio una consideración particular. Es sumamente importante, en efecto, que los hombres no sólo puedan satisfacer sus deberes morales y sus obligaciones familiares, sino también y sobre todo que puedan prepararse con plena conciencia al encuentro con Cristo. Por esto, Pío XII advierte que “no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo”8.

El uso proporcionado de los medios terapéuticos

Es muy importante hoy día proteger, en el momento de la muerte, la dignidad de la persona humana y la concepción cristiana de la vida contra un tecnicismo que corre el riesgo de hacerse abusivo. De hecho algunos hablan de “derecho a morir” expresión que

7 Pío XII, Discurso, del 24 de febrero de 1957 (AAS 49, 1957, pág. 147).
 8 Pío XII, Discurso, del 24 de febrero de 1957 (AAS 49, 1957, pág. 145, cf. Alocución, del 9 de septiembre de 1958 (AAS 50, 1958, pág. 694).

no designa el derecho de procurarse o hacerse procurar la muerte como se quiere, sino el derecho de morir con toda serenidad, con dignidad humana y cristiana. Desde este punto de vista, el uso de los medios terapéuticos puede plantear a veces algunos problemas.

En muchos casos, la complejidad de las situaciones puede ser tal que haga surgir dudas sobre el modo de aplicar los principios de la moral. Tomar decisiones corresponderá en último análisis a la conciencia del enfermo o de las personas cualificadas para hablar en su nombre, o incluso de los médicos, a la luz de las obligaciones morales y de los distintos aspectos del caso.

Cada uno tiene el deber de curarse y de hacerse curar. Los que tienen a su cuidado los enfermos deben prestarles su servicio con toda diligencia y suministrarles los remedios que consideren necesarios o útiles.

¿Pero se deberá recurrir, en todas las circunstancias, a toda clase de remedios posibles?

Hasta ahora los moralistas respondían que no se está obligado nunca al uso de los medios “extraordinarios”. Hoy en cambio, tal respuesta siempre válida en principio, puede parecer tal vez menos clara tanto por la imprecisión del término como por los rápidos progresos de la terapia. Debido a esto, algunos prefieren hablar de medios “proporcionados” y “desproporcionados”. En cada caso, se podrán valorar bien los medios poniendo en comparación el tipo de terapia, el grado de dificultad y de riesgo que comporta, los gastos necesarios y las posibilidades de aplicación con el resultado que se puede esperar de todo ello, teniendo en cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y morales.

Para facilitar la aplicación de estos principios generales se pueden añadir las siguientes puntualizaciones:

— A falta de otros remedios, es lícito recurrir, con el consentimiento del enfermo, a los medios puestos a disposición por la medicina más avanzada, aunque estén todavía en fase experimental y no estén libres de todo riesgo. Aceptándolos, el enfermo podrá dar así ejemplo de generosidad para el bien de la humanidad.

— Es también lícito interrumpir la aplicación de tales medios, cuando los resultados defraudan las esperanzas puestas en ellos. Pero, al tomar una tal decisión, deberá tenerse en cuenta el justo deseo del enfermo y de sus familiares, así como el parecer de médicos verdaderamente competentes; éstos podrán sin duda juzgar mejor que otra persona si el empleo de instrumentos y personal es desproporcionado a los resultados previsibles, y si las técnicas empleadas imponen al paciente sufrimientos y molestias mayores que los beneficios que se pueden obtener de los mismos.

Es siempre lícito contentarse con los medios normales que la medicina puede ofrecer. No se puede, por lo tanto, imponer a nadie la obligación de recurrir a un tipo de cura que, aunque ya esté en uso, todavía no está libre de peligro o es demasiado costosa. Su rechazo no equivale al suicidio: significa más bien o simple aceptación de la condición humana, o deseo de evitar la puesta en práctica de un dispositivo médico.

desproporcionado a los resultados que se podrían esperar, o bien una voluntad de no imponer gastos excesivamente pesados a la familia o la colectividad.

— Ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares. Por esto, el médico no tiene motivo de angustia, como si no hubiera prestado asistencia a una persona en peligro» (DIB, III y IV).

Una última consideración en este apartado: «Un ser humano no pierde la dignidad por sufrir; lo indigno es basar su dignidad en el hecho de que no sufra»9. Por desgracia con el criterio de que el ser humano pierde su dignidad si sufre, se están justificando en muchas naciones – primero llevándolo al ámbito emotivo y luego al legislativo – las que podrían llamarse las “nuevas leyes de eugenesia” (anticoncepción, esterilización, aborto, eutanasia, suicidio asistido, dictadura de género, etc.) y los llamados por el Papa Francisco ataques a la dignidad humana con los nuevos descartes: la reproducción asistida, la manipulación de embriones, los depósitos de embriones congelados, la trata de mujeres a las que se “alquila” su útero, el imperio del capital sobre el trabajador, etc.

Es claro, enfrentarse al sufrimiento sin Cristo es lo que hace tambalear todos los principios y nos coloca ante la encrucijada de la vida sin más bagaje que nuestros sentimientos y emociones. Sin embargo, si no queremos caer en el absurdo, hemos de afirmar que el sufrimiento nos coloca en el límite de lo humano para abrirnos a la Trascendencia. Los católicos no afirmamos como bueno el sufrimiento considerado en sí mismo. Un católico no es un masoquista. Nuestra fe nos impele a luchar, con medios lícitos, contra todo sufrimiento humano, particularmente el de los inocentes e indefensos. Sin embargo, nos sabemos criaturas y por tanto limitados. También sabemos que, a pesar de que nos acompañe el sufrimiento como criaturas, éste puede ser también una prueba que nos devuelva la mirada a Dios, a Jesucristo que voluntariamente subió a la cruz y estrelló definitivamente a la muerte venciéndola con su resurrección. Más todavía. Movidos por la fe, podemos como San Pablo sumar nuestros sufrimientos a los de Cristo y transformarlos en sufrimiento redentor (cf. Col, 1, 24).

No nos engañemos. Si prescindimos de Dios, si abandonamos a Cristo y el alma católica que ha inspirado a nuestro pueblo, las cosas no quedan igual. Así podemos explicar la decadencia del espíritu y la decadencia moral que estamos sufriendo. Sin la fe cristiana que cimienta nuestra alma católica nos quedamos sin respuesta ante los interrogantes supremos y definitivos para cualquier persona: cómo afrontar la vida y la muerte, cómo generar un pueblo solidario, unas leyes justas que custodien la vida humana, una verdadera justicia social que socorra siempre y con dignidad al necesitado, etc.

9 Conferencia Episcopal Española, Comité Episcopal para la Defensa de la Vida, La eutanasia, Cien cuestiones y respuestas sobre la defensa de la vida humana y la actitud de los católicos, n. 41, octubre de 1992.

Aunque son muchas las injusticias que he podido ver a lo largo de mi vida y que me repugnan, hay dos temas que me producen un dolor interior particular que me impide callar o mirar hacia otro lado: el afirmar el aborto como un derecho y el favorecer la eutanasia, aunque sea de modo subrepticio. Con los dos temas – aunque no son los únicos – cruzamos la línea roja de la sociabilidad que debe estar presidida por el bien común y la “caridad-solidaridad”. Sin el respeto a la vida naciente y a la vida necesitada de socorro y terminal estamos socavando los fundamentos del llamado Estado de derecho.

  1. La buena muerte es una muerte santa

Los católicos debemos orar todos los días para que Dios nos conceda el don de una buena muerte, una muerte en gracia de Dios, es decir una muerte santa, acompañados por un sacerdote y por nuestros familiares y amigos. Debemos orar también para que la Santísima Virgen María, su esposo San José, los ángeles y los santos intercedan por nosotros en el que será nuestro tránsito definitivo.

La preparación para el encuentro con Dios es una obligación que atañe no sólo al moribundo sino también a la familia y a los facultativos que le atienden, propiciando que el que está en trance de morir reciba el Sacramento de la Penitencia, la Bendición Apostólica con indulgencia plenaria, el Sacramento de la Unción de Enfermos y el Viático. Si se trata de un niño10 no bautizado se le debe bautizar. A los adultos sin bautizar, que así lo soliciten, con los requisitos establecidos en el Código de Derecho Canónico11, se les debe administrar el bautismo y la eucaristía. En todos los casos se debe realizar también la recomendación del alma.

Sobre la información al enfermo hay que citar de nuevo a Pío XII: «El octavo mandamiento tiene igualmente su puesto en la deontología médica. La mentira, según la ley moral, no se le permite a nadie. Hay, sin embargo, casos en los que el médico, aunque se le pregunte, no puede, aun no diciendo cosa positiva falsa, manifestar claramente toda la verdad, y especialmente cuando se sabe que el enfermo no tendría fuerza para soportarla. Pero hay otros casos en los que, sin duda alguna, tiene el deber de hablar claramente, deber ante el que debe ceder toda otra consideración médica y

10 «En la medida de lo posible se deben bautizar los fetos abortivos, si viven» (Código de Derecho Canónico – C.I.C. -, c. 871). Ante la duda sobre si viven deben ser bautizados bajo condición. Los restos mortales de un niño en estado fetal no deben tratarse como “material biológico”, sino que deben ser reclamados por parte de los padres para poder celebrar, en su caso, exequias eclesiásticas y darles cristiana sepultura (Cf. C.I.C. c. 1183 § 2). «Los cadáveres de embriones o fetos humanos, voluntariamente abortados o no, deben ser respetados como los restos mortales de los demás seres humanos. En particular, no pueden ser objeto de mutilaciones o autopsia si no existe seguridad de su muerte y sin el consentimiento de los padres o de la madre. Se debe salvaguardar además la exigencia moral de que no haya habido complicidad alguna con el aborto voluntario, y de evitar el peligro de escándalo. También en el caso de los fetos muertos, como cuando se trata de cadáveres de personas adultas, toda práctica comercial es ilícita y debe ser prohibida» (Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación – Donum vitae, I.5).

11 «Puede ser bautizado un adulto que se encuentre en peligro de muerte si, teniendo algún conocimiento sobre las verdades principales de la fe, manifiesta de cualquier modo su intención de recibir el bautismo y promete que observará los mandamientos de la religión cristiana» (Código de Derecho Canónico, c. 865 § 2).

humanitaria. No es lícito ilusionar al enfermo o a los parientes con falsa seguridad, con peligro de comprometer de este modo la salvación eterna del enfermo o el cumplimiento de obligaciones de justicia o caridad» (Discurso a la Unión Italiana Médico-Biológica “San Luca”, 12-11-1944).

  1. La Iglesia recomienda mantener la tradición de inhumar los cuerpos de los difuntos

Termino esta carta cuando se acerca la Solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. Por ello me parece conveniente recordar la recomendación de mantener la tradición de inhumar los cuerpos de los difuntos. La Iglesia nos enseña que enterrar a los muertos es una obra de misericordia. Así lo explica en diferentes documentos:

Ritual de Exequias:

«La Iglesia prefiere que se conserve la costumbre tradicional de la inhumación de los cuerpos de los cristianos, porque con este gesto se imita mejor la sepultura del Señor» (pág. 1106).

Código de Derecho Canónico:

«La Iglesia aconseja vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos» (canon 1176 §3).

Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia. Principios y orientaciones, no 254, 2002: «Separándose del sentido de la momificación, del embalsamamiento o de la cremación, en las que se esconde, quizá, la idea de que la muerte significa la destrucción total del hombre, la piedad cristiana ha asumido, como forma de sepultura de los fieles, la inhumación. Por una parte, recuerda la tierra de la cual ha sido sacado el hombre (cfr. Gn 2,6) y a la que ahora vuelve (cfr. Gn 3,19; Sir 17,1); por otra parte, evoca la sepultura de Cristo, grano de trigo que, caído en tierra, ha producido mucho fruto (cfr. Jn 12,24)».

En todo caso, cuando, con las condiciones precisas, se procede a la incineración, también a las cenizas hay que darles la sepultura acostumbrada en lugar sagrado – cementerio o columbario – (Cf. Ritual de Exequias. Libro VI-Capítulo VII; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia. Principios y orientaciones, no 254, 2002).

Sin excluir, cuando se dan razones para ello, otras posibilidades previstas por el Derecho Canónico, debo insistir en la importancia de celebrar las exequias en la propia iglesia parroquial – frente a otras opciones cada vez más extendidas -, todo tal y como enseña la Iglesia: «Las exequias por un fiel difunto deben celebrarse generalmente en su propia iglesia parroquial» (C.I.C. canon 1177 § 1).

  1. Conclusión

No quiero terminar esta reflexión sin mostrar de nuevo mi respeto y amor en Cristo a todas las personas enfermas y a quienes les cuidan. Sigo estos temas relacionados con la muerte orando fervientemente, consciente de que el amor y la misericordia de Dios no les faltarán a nadie ya que su Amor es más grande que todos nuestros límites. Además, es necesario recordar de nuevo, como explica el Catecismo de la Iglesia Católica, que «la imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales” (n. 1735).

Mis reflexiones desde la fe y con un planteamiento objetivo no persiguen más que colaborar a «despertar del sueño» (Rom 13, 11) que provoca la cultura nihilista que nos envuelve y nos guía hacia la nada, sin ningún puerto donde poder descansar. En el fondo mis consideraciones también quieren ser un canto de agradecimiento a todos los padres, sacerdotes y catequistas que enseñan a los niños la sabiduría de las obras de misericordia. Este es el camino que queremos seguir en nuestra Diócesis Complutense, guiados por el sucesor de Pedro que nos invita a volver la mirada hacia Jesucristo, el verdadero rostro de la misericordia. A San José, esposo de la Virgen María y patrono de la buena muerte, encomendamos nuestro propio tránsito al Padre.

Con mi bendición,

+ Juan Antonio Reig Pla Obispo Complutense

Alcalá de Henares, 2 de noviembre de 2015 Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos

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