El viernes, en su programa Cowboys de medianoche, emitido por error a la hora deEn casa de Herrero (¿O era al revés? Me gusta tanto Luis cuando se mete conmigo, que a veces se me confunden los podcast), mi entrañable amigo y admirado profesional criticó con todo derecho el editorial de LD y mi propia opinión sobre la sentencia que ha condenado a los españoles a devolverle más de un cuarto de millón de euros a la infanta Cristina, que para seguir en Lausana tuvo que pagar 600.000 de fianza, una pequeña parte de los ocho millones en que dice que vendió el palacete de Pedralbes, edificado en granito delictivo, sin ingresos legales de ella ni del que, según la sentencia, es marido pero no socio, que justifiquen la compra.
Los argumentos de Luis Herrero, aunque en mi opinión errados, son sólidos y vale la pena discutirlos con la franqueza y libertad que, porque podemos permitírnoslo, usamos en esta casa. La justicia no debe ser ejemplarizante sino justa, dijo Luis y dijo bien, pero luego, contra lo que yo dije torpemente (y utilizó él hábilmente), añadió: «no puede ser un escarmiento». Escarmiento suena mal, hasta rima con ensañamiento, pero, sinceramente, pocos tienen tanta experiencia como yo en materia de escarmiento judicial. Lo he padecido en todas las instancias y sentencias, siempre pertrechadas con eso que los peritos llaman sólidos fundamentos jurídicos, de los que pavimentan las sólidas sentencias de la sólida e independiente Justicia española, cuya corrupción política es, como diría Gallardón de madrugada, moooyyy sólida.
En mi caso, qué casualidad, la corrupción judicial fue teledirigida por ese mismo Gallardón, ministro de Justicia, que urdió con Rajoy y con nuestro cowboy fiscal Torres Dulce el salvamento judicial de Cristina y la condena paralela a modo de compensación -ejemplarizante- de su socio y marido. La justicia utilizada políticamente como escarmiento por mi opinión sobre la vileza policial y judicial del 11M me llevó al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, que, pese a los trucos de Gallardón y su Gobierno, condenó al Reino de España por vulnerar mis derechos fundamentales. No argumento pro domo mea ni contra domo Ludovici, o sea, para fastidiar a mi amigo Luis. Subrayo que distingo tanto como cualquiera, o más, entre el escarmiento como ejemplo del uso de la Ley contra la impunidad y como abuso de la Ley para asegurarla.
Afortunadamente no soy jurista. «Para enterrar a los muertos como debemos -decía León Felipe- cualquiera sirve, cualquiera menos un sepulturero». Una Justicia tan politizada y, por ende, corrompida como la española viene usando tanta sabiduría jurídica para perpetrar infamias que no sé cómo aún se esgrimen argumentos «técnicos» en juicios políticos de cabo a rabo. Pero vayamos a los fundamentos de lo justo, que es más que lo legal y mucho más que lo judicial. Yo creo que la Justicia debe ser justa y ajustada a la Ley, pero como hay infinidad de leyes para hacerla más o menos justa, entiendo que la condena no es sólo una sanción física al condenado sino que tiene una función de advertencia –no diré escarmiento- para la ciudadanía en general. La Justicia es pública para que todos sepan que se hace, que hay Justicia.
Tampoco creo que la función última de la pena sea la rehabilitación del condenado y la famosa reinserción social me parece una majadería que atenta contra el sentido común, la libertad, la responsabilidad individual y la idea misma de Justicia. Tras cumplir la pena, ya decidirá el condenado si se reinserta o se reinsarta en la actividad criminal, que es lo que hace casi siempre. Esa inmensa cantidad de reincidentes en todos los delitos comunes debería llevarnos a desterrar de una vez el mantra progre de la reinserción o su pío antecedente «odia el delito y compadece al delincuente», dizque de Concepción Arenal. Toda víctima odia, salvo que sea santa, Madina o el Padre Ángel, al delincuente que comete un delito contra ella. Y la función del juez, Ley en mano, es ayudar a la víctima a remediar su padecimiento, avisando a la sociedad que se castigará a cuantos perpetren daños similares. Los Urdanga son la prueba de que la reinserción es un timo judicial.
¿Se juzgaba a la Corona? ¡Naturalmente que sí!
Yendo de lo particular amistoso a lo general apestoso: este viernes, todos los medios de obediencia pepera o sociata (y, sobre herrada, errada vocación cortesana) se molestaban muchísimo ante la posible reacción de la opinión pública contra la sentencia. ¡Aún no se había producido ninguna y ya la condenaban! ¿Pero es que en el Caso Urdangarín -decían indignados- se juzgaba a la Corona? Pues naturalmente que sí, forzosamente sí. Cuando una familia tiene el privilegio de usufructuar la Jefatura del Estado está obligada a dar ejemplo de conducta y los ciudadanos deben pedírselo. Por eso es tan lesiva para la Corona una sentencia que la inmensa mayoría de los españoles considera un trato de favor a un miembro de la Familia Real. No se juzgaba guillotinar a Cristina ni a ‘Campechano’ pero sí comprobar lo que dijo Juan Carlos I al estallar el caso: que «la Justicia debe ser igual para todos»; y sobre todo, lo que Felipe VI en su coronación colocó como piedra angular para justificación y duración de su reinado: la ejemplaridad.
¿De verdad cree alguien, como repiten el PP, el PSOE y sus medios adictos, que con esta sentencia queda claro que ha triunfado el Estado de Derecho? El derecho a abusar del Derecho, ejemplificado en Rajoy, Gallardón, Horrach, Roca y la campechanía andante, contante y sonante, sí, sin duda. Pero por más que se empeñen, como en el 11M, en repetir que se ha hecho justicia, lo que, con todo respeto al Tribunal, parece la sentencia del caso Nóos es una solemne chapuza, por no decir, más popularmente, una charraná.
Felipe VI, en el gran discurso contra la corrupción de su padre, que, oculto tras su inexplicada abdicación entre sombras corináceas, ni siquiera asistió a la coronación de su hijo y a las encendidas ovaciones a la Reina Sofía -en mi opinión equivocadas, pero que eran una forma de abuchear a Campechano-, dijo que la Corona, en una monarquía constitucional, debe ser siempre un referente moral. Tenía y tiene razón. Como símbolo de la Nación española, el Rey y su familia deben servirla con el respeto que los españoles de todos los siglos, sabios y lerdos, ricos y pobres, «grandes e pequenos», merecen. Lo importante de la Corona de España es España, no la Corona. Y cuando la Justicia privilegia actitudes en la Familia Real que ofenden el sentir de la nación, se ataca a la nación y se degrada la función ejemplar de la Corona. Y eso es lo que ha pasado: Rajoy puede presumir de haber absuelto a Cristina pero al precio de condenar a Felipe VI. La afrenta a la igualdad de los españoles ante la Ley que para muchos supone esta sentencia no la llevará sobre su cabeza Cristina, sino su hermano el Rey. Antes de enfangarse en la cortesanía juancarlista, Rajoy debería haber pensado en la Corona. Urdanga no irá o irá a la cárcel -de forma rauda y «justiciera»- pero pronto desaparecerá con su señora. El Rey se quedará.
La doctrina de los estigmas y la Fiscalía de las llagas
Como bien decía el editorial de LD -el primero de los publicados en la órbita constitucional-, cuando Rajoy, en la terrible entrevista de A3TV, aseguró que «creía en la inocencia de la infanta» y se jactó de que «le iba a ir bien» (no creía que le podía ir bien, sino que así iba a ser), la sentencia futura quedó fatalmente politizada. Y se convirtió en un juicio a la Corona, porque este presidente, que va a dejar a todas las instituciones del Estado como unos zorros, asumió por sí y para Cristina la doctrina Bacigalupo, por la que a su jefe político y benefactor Felipe González había que evitarle la «estigmatización» de ser llevado ante la Justicia como cualquier presunto delincuente. En su caso, ni más ni menos que por los asesinatos del GAL.
De aquellos invisibles estigmas felipistas hemos pasado a las visibles llagas de ‘Sor Patrocinio Horrach’. Y no puede haber sentencia justa cuando la instrucción del caso ha sido una escandalosa sucesión de obstrucciones a la Justicia encabezadas por la Fiscalía. El Pacto del Cortafuegos, que no fue una conspiración (palabra usada tras el 11M para negar las conspiraciones evidentes) sino una concertación delictiva, fletada por el Capitán Garfio Rajoy, con Gallardón en la proa, Torres Dulce en la popa, Rubalcaba de polizón, Spottorno en la bodega y Juan Carlos en la santabárbara, nunca se ha ocultado. Al revés: se aireó para que todo el mundo, sobre todo judicial y mediático, supiera por dónde iban los tiros: a la cabeza del juez Castro. ¿Cómo pueden decir los medios que la Zarzuela ha guardado siempre un «exquisito respeto a la Justicia», si el mismísimo portavoz de ‘Campechano’ respaldó públicamente a Horrach y atacó zafiamente al juez Castro cuando éste decidió imputar a la Infanta? Y tras él, la jauría política y mediática.
¿Cómo podemos olvidar que el Ministerio de Hacienda y Vanity Horrach acometieron la tarea legalmente imposible y éticamente execrable de salvar a la Infanta como fuese? Según la sentencia, Cristina ha sido condenada por dos delitos fiscales pero en las hemerotecas consta que Montoro, además de observar el vuelo y desaparición de once fincas de la Infanta en un ordenador, porque el DNI de Cristina se confundió con otro (es el número 4, fácil de confundir), tuvo la desvergüenza de admitir como buenas facturas que la Agencia Tributaria reconocía que eran falsas. Los falsificadores se equivocaron de año fiscal, pero a Montoro no le importó. Y eso que en otro país se consideraría una epopeya de prevaricación, aquí tuvo el eco de la abogada del Estado ante el Tribunal: «lo de que Hacienda somos todos, es sólo un eslogan». Tenía que restregárnoslo por las narices.
Pero esa sentencia que Luis Herrero dice que le han dicho los que más saben de eso que está fundamentadísima, asegura que «ha quedado acreditado» lo que está desacreditado. Y los medios elevan esa temeraria afirmación a «hechos acreditados judicialmente». Otra vez, como pasó con el 11M gracias al PSOE y al PP gallardonizado de Rajoy, se pretende imponer «la verdad judicial» sobre la evidencia de que está falseada de raíz. Lo único acreditado es que Hacienda obstruyó sistemáticamente la acción de la Justicia, coló como exculpatorias declaraciones falsas, se burló del juez Castro con el DNI de Cristina y se choteó de todos al servicio de la estrategia trapisondista de Horrach. Lo «acreditado» está desacreditadísimo.
Horrach y sus delitos de género
Por desgracia para la Justicia y desdoro para la Corona, la estrategia del vanidoso fiscal de Palma ha sido, sencillamente, ridícula. Afirmar que la Infanta era inocente porque está o estaba enamorada y el amor «nublaba su entendimiento» ofende a la sensibilidad de todas las mujeres, hombres y viceversa, porque identifica a la mujer española con el florero y la idiotez. Yo creo que, por maltrato intelectual, ha incurrido en un delito de género. Del género machista y del género imbécil, dirá alguno, pero de género.
Sin embargo, Cristina, que, como ha recordado el juez Castro, se negó pertinazmente a contestar a sus preguntas, escudándose en el «no sé», «no recuerdo» y «no me consta» durante largas horas y llegó a decir que no sabía lo que era una cuenta corriente, tiene una esmeradísima educación, pagada por los españoles, habla varios idiomas, hizo Ciencias Políticas y un máster en relaciones internacionales, tuvo despacho en La Caixa treinta años ¡y no sabe qué es una cuenta corriente! Supo gastar millonadas y vivir a todo tren. Mejor que sus hermanos. Pero la infeliz no se daba cuenta.
La versión oficial de la fundamentadísima sentencia y el triunfo del Estado de Derecho tiene un obstáculo. Aun estando tan enamorada y siendo tonta del bote, Cristina se niega a renunciar a los derechos sucesorios a la Corona de España (tal vez, triunfante el Pacto del Cortafuegos, lo haga ya absuelta). Y otro más: aunque retonta, según Horrach, se realquiló su propio piso, contrataba en negro, personalmente, al servicio, firmó con su marido -y socio al 50%- las cuentas de todos los ejercicios de todas sus sociedades, entre ellas Nóos y Aizoon, siendo la segunda, según el propio fiscal, mero instrumento para gastar lo que captaba la primera; también es copropietaria del palacete dizque vendido de Pedralbes, de dos casas de alquiler en Mallorca, de una nave en Tarrasa y de fondos que, por el monto del atraco a empresas privadas (al Villarreal de Fernando Roig, 800.000 euros), podrían ascender a decenas de millones de euros. Imposible saberlo porque Hacienda se negó a averiguarlo. ¡Y la condenan por delito fiscal!
De las entidades públicas atracadas no hablamos porque la sentencia apenas habla. Condena a tres años a Matas por dar dinero a la ‘Absuelta’, pero a cambio de tanto rigor, perdona a Gallardón y su Coghen los 120.000 euros robados del Ayuntamiento de Madrid para el filósofo Urdanga, al que considera, en peligrosa interpretación, muy bien contratado por la trama valenciana porque lo fue como deportista y no como yernísimo. ¿Saben las juezas que tres millones y medio de euros no los cobra ni el Valencia CF? Bah, no importa. La sentencia está sólida, solidísimamente fundamentada.
El triunfo del amor
Lo que sí hay que reconocerle a la ‘Absuelta’ es que, estando tan enamorada, no ha sido tan rencorosa como para disolver el matrimonio y bienes gananciales. Al publicarse los correos de su Urdanga pudo constatar sus amoríos con la que le llamaba «ojos azules», la recalificación de su título como «Duque de Em-palmado» y el macrosueldo que le gestionó la entrañable Corina y que él desdeñó por escaso. No como el de Telefónica que, por gestión paterna, le permitió vivir varios años en los USA sin naufragar en la avara povertá. Es un consuelo ver cómo la institución matrimonial sobrevive a lo que, según la sentencia, en la línea amorosa de la fiscalía, habría sido un monumental engaño de Urdanga a su señora, haciéndole creer que nadaban en dinero por su mérito, empalmado con la eficacia y elongado hasta la fortuna, ayudada por la audacia. Y pese a todo, no se ha separado del delincuente que ha hundido su nombre, arrastrado a su familia y enfangado a la Corona. ¿En tan poco nos tiene a los españoles esta Infanta que prefiere conservar a su pareja, por la cuenta que le tiene, antes que evitar el sofocón a la nación y la degradación a la Monarquía?
Evidentemente, sí. Y razones, políticas y judiciales, no le faltan.
Información ofrecida por Federico Jiménez Losantos en LD