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Los presos del Valle de los Caídos o las cosas son lo que son

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Durante un tiempo fui víctima de la leyenda negra del Valle de los Caídos, según la cual aquel lugar había sido un campo de exterminio en el que trabajaron miles de presos de la Guerra Civil, esclavizados por Franco. Y me creí esta versión hasta que encontré el archivo de Félix Huarte entre el polvo y el barro de una nave de Pamplona, que limpié, ordené, catalogué y trabajé con él para hacer la biografía de este gran hombre y empresario pamplonés, sin duda el personaje más importante de la Historia de Navarra durante la  Edad Contemporánea. Fueron más de cinco años de trabajo, de los que guardo recuerdos inmejorables. En mis frecuentes viajes de Madrid a Pamplona nunca faltó una afectuosa y provechosa conversación con Don Gonzalo Redondo, un santo sacerdote y un gran historiador que ya se nos fue al Cielo, una de las personas que más he querido y admirado en toda mi vida.

Combinaba la consulta de los papeles de archivo con las entrevistas que hacía a las personas que habían convivido con Félix Huarte, practicando esa modalidad de trabajo que se puso entonces de moda entre académicos y que denominaron Historia Oral. Y en una de esas conversaciones me describieron cómo se había construido la Cruz del Valle de los Caídos. Quien me lo contó era un hombre tan próximo a Félix Huarte como Valentín Erburu, que además de su cuñado desempeñó en la empresa de construcción Huarte y Cia. en los primeros años el puesto de apoderado, más o menos el cargo de consejero delegado o director general de las empresas actuales.

Por razón de su cargo, Valentín Erburu conocía perfectamente el concurso de empresas que se realizó para la construcción de la gran Cruz, que lo ganó la constructora de nuestro empresario navarro. Así pues la Cruz la levantó  Huarte y Cia. con operarios libres, si bien es cierto –como me dijo Erburu- que no fueron pocos los presos que tras redimir su condena trabajando en la Basílica, ingresaban en la plantilla de Huarte y Cia. para permanecer como obreros libres en el Valle de los  Caídos.

Y en un momento del relato, la versión de Valentín Erburu se tiñó de amargura y tristeza al mencionarme el nombre de Joaquín Ruiz-Giménez, con quien había mantenido muy buenas relaciones al coincidir la construcción de la Cruz del Valle de los Caídos con la etapa de Ministro de Educación de Ruiz-Giménez. La empresa Huarte una vez instalada en el Valle para construir la Cruz, recibió otros encargos menores como la edificar las escuelas para los hijos de los trabajadores, pues en el Valle se levantaron una serie de poblados, donde se trasladaron las familias de los obreros fueran estos libres o penados. Cuando hablaba conmigo, asombrado estaba el bueno de  Erburu de la mutación política e ideológica de Ruiz-Giménez,  y esa era el motivo de su tristeza y de su amargura, porque tras la muerte de Franco Joaquín Ruiz-Giménez, como muchos otros,  ya marchaban por la vida como el indio que ata su manta a sus tobillos, para borrar el rastro de las huellas de sus pisadas, porque ya no quiere utilizarla para transmitir las señales de humo que cuenten su historia verdadera.

Considerado como historiador experto de las obras del Valle de los Caídos, fui convocado como miembro de la comisión que debía juzgar la tesis doctoral de Alberto Bárcena sobre la redención de penas de los presos del Valle de los Caídos. El trabajo presentado por el profesor Bárcena era impresionante y muy minucioso, y estaba coincienzudamente respaldado por los muchísimos documentos que el autor de esta tesis había encontrado en 69 cajas que se conservan el Archivo del Palacio Real de Madrid. Según iba leyendo cada una de los capítulos, se desmoronaba estrepitosamente la leyenda negra del Valle de los Caídos. Quedaba probado que los presos que fueron a trabajar allí,  lo hacían voluntariamente para redimir sus condenas, porque se les ofrecieron unas condiciones muy generosas, cobraban el mismo sueldo y percibían idénticas ayudas familiares que los trabajadores libres con lo que estaban en el mismo tajo codo con codo, comían lo mismo los presos, los libres, los funcionarios y los guardias civiles que se encargaban de la vigilancia, se establecieron cuatro poblados para las familias con sus escuelas, ambulatorio y hospital, economato e iglesia, en la que se celebraban bodas bautizos y comuniones, de las que Bárcena ha llegado a documentar  hasta el dinero que se gastó el patronato para comprar bollos, chocolates y golosinas para que la chavalería celebrase su Primera Comunión.

Y me gustó tanto ese trabajo de Bárcena, que ya en la misma comida que tuvimos para celebrar el buen resultado de la defensa de su tesis doctoral, le dije que había que publicar los resultados de su investigación y darlos a conocer al gran público, porque una buena parte de él, como me sucedía a mí en otro tiempo, sigue cercado por la leyenda negra del Valle de los Caídos. Y por fin ese libro ha visto la luz, bajo el título de Los presos del Valle de los Caídos, publicado por la editorial San Román. El libro está muy bien escrito, se lee de un tirón y gana en fuerza en cada capítulo hasta acabar en el último que lleva por título el “Matacuras”, como así se conocía a uno de los presos más famosos del Valle, porque presumía de haber matad a cinco sacerdotes en la Guerra Civil y que acabó trabajando como portero de los monjes del Valle, por lo que tenía todas las llaves de la Abadía Benedictina y acostumbraba a enseñarla a sus amistades, haciendo de guía turística mientras recorrían las dependencias monacales.

Y, por fin, la semana pasada participé en la presentación del libro de Alberto Bárcena en la Fundación Universitaria Española, junto con los profesores Alfonso Bullón de Mendoza y María Saavedra, que fue la directora de la tesis doctoral de Alberto Bárcena. Nunca había estado en una presentación de un  libro con tanta gente, el amplio auditorio de la Fundación Universitaria Española estaba lleno y hubo muchas personas que tuvieron que seguir el acto por una pantalla, instalada en una gran sala que hay antes de la entrada del auditorio. Había más de doscientas personas y Alberto firmó unos cien libros, según cuentan los responsables de la editorial.

En mi intervención no quise desvelar el contenido del libro, por respeto al lector, ya que es preferible que la gente se sorprenda por lo que lee y no por lo que le cuentan. Pero si bien no quise entrar en el contenido del libro, sí que entré en su filosofía.  Dije que el libro de Bárcena demostraba una vez más que la realidad es mucho más interesante que la ficción, porque había sido escrito bajo es gran regla histórica de que “las cosas son lo que son”. Y como vi que en las primeras filas que alguien dibujó en su rostro un gesto, igualito que el de un alumno mío que hace años en la Universidad me preguntó con su cara qué quería decir aquello de que “las cosas son lo que son”… Pues a la misma pregunta, contesté con la misma respuesta que le di a aquel mozalbete que pasaba por ser el Don Juan de la Facultad de Filosofía y Letras de Alcalá: “Pues cuando afirmo –dije en clase y dije en la presentación del libro- que las cosas son  lo que son, quiero decir entre otras cosas que las niñas solo huelen a colonia si se la echan”. Y lo que no confesé en clase ni en la presentación del libro de Bárcena lo declaro ahora por escrito: la sabia y genial lección de “la colonia y de las niñas” no es mía original, esa gran enseñanza la aprendí del maestro Don Gonzalo Redondo, hace ya mucho tiempo, me la dio él a mí en esa etapa de la vida en la que por falta de años puedes acabar interpretando el papel de Don Juan.

Información ofrecida por Javier Paredes en Infocatólica.

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