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ESPAÑOLIZAR A ESPAÑA (II)

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Por Pedro Conde Soladana para elmunicipio.es

Si es que hasta el título resulta doloroso porque parece un pleonasmo sin sentido, casi un exabrupto, una ofensa. Es como si a un francés le dijeras: tenéis que afrancesar Francia, a un alemán, germanizar Alemania… Y, sin embargo, en esta milenaria nación, longeva entre las naciones, empieza a verse como una realidad que emerge como si lo hiciera después de una provocada demolición.

En mi anterior trabajo sobre el tema habíamos dejado la auscultación de ese mal de que adolece nuestra Patria en el tiempo de la presente democracia. De la dictadura podrá apuntar cada cual los defectos y errores que quisiere, según le fuera en ella, yo lo he hecho y aún podría aportar a título personal algunos muy graves que ocurrieron contra mi familia al inicio de la guerra civil en el territorio nacional; pero hay una virtud que no se le puede negar, y yo no solamente no lo hago sino que me adhiero a ella, que es el mantenimiento, sobre todo, de la nación española. Sin nación, políticamente no existe nada que no sea el caos. Lo estamos comenzando a ver y a sufrir. Otra cosa sería reconocer una cierta exageración, o “hiperbolización” en esa época de la Historia propia, cayendo en un cierto patrioterismo, enfermedad propia de los patriotas histriónicos, que es la deformación del verdadero patriotismo. La Historia, la nuestra también, hay que estudiarla con la lupa de la objetividad, que nos ayude a conocerla con todos nuestros aciertos y errores, con nuestras grandezas y miserias, no con la del cristal del color con que se mira para lo que el patriotero suele hacerlo con el de color rosa.

Pero estamos ya en la democracia y de esto va a hacer cuarenta años en España; cifra que comienza a tener carácter de récord. ¿Cómo le ha ido a nuestra Patria en ese tiempo? ¿Ha sido la democracia un instrumento para su engrandecimiento? O, por el contrario, la democracia, sin culpa de ella, ha sido el medio o herramienta usado por falsos demócratas, utilitarias, quienes, en una conjunción de intereses espurios, vienen negando de un siglo y pico a esta parte su real existencia; predominantemente en esas regiones de la misma en que aquel movimiento integrista de entonces, el carlismo, con su lema de Dios, Patria y Rey, perdió las tres guerras decimonónicas frente a aquel otro vetusto liberalismo. El separatismo en esas regiones, por mucho que les duela y nieguen sus protagonistas de hoy, nació del espíritu revanchista que parió aquella derrota. A ésta, súmense las ambiciones personales, los intereses económicos de parte de sus burguesías locales, insolidarias, a las que el sentido de Estado o el destino común de una nación histórica les es torpemente indiferente, ignorando o queriendo ignorar que la unidad de los hombres y las tierras de cualquier nación ya cuajada es un bien supremo a guardar porque es la primera garantía básica de su avance, su progreso, su engrandecimiento y su paz. La división de sus hombres, de sus ciudadanos, la partición de sus tierras, más bien habría que hablar de despedazamiento por la rabia que muestran en su empeño los rompedores de la unidad nacional, acabaría en una desgracia para todos. La unidad es una virtud que no entenderán nunca los mediocres y los ambiciosos desnortados, por lo que, cuando estos se cuelan por las rendijas del sistema, y lo hicieron en esta democracia, son como la invasión de una plaga que de no tratar y cortar a tiempo y en su momento, puede acabar con el organismo. ¿Lo hicieron los primeros gobernantes de la vigente democracia?

No, rotundamente no. Por eso y desde el primer momento de la tan cacareada y sobrevalorada Transición hubo algún grupo político, como la Falange Auténtica, que la puso en cuarentena. Aquel partido o movimiento político pregonó la abstención, bien es verdad que con poco éxito. Y hubo razones poderosísimas para ello, de las que el tiempo ha venido a dar la razón a quien ya la tenía entonces. Por primera vez en la historia del constitucionalismo español, después de ocho Constituciones con la primera de 1812, se viene a aceptar un error fundamental, que como un Caballo de Troya, se cuela en la presente de 1978. Es en el Preámbulo de la misma donde, como Ulises y su grupo se escondieron en la panza de aquel mítico Caballo, en este caso con más vileza que astucia, los separatistas, los quebrantadores de la unidad de España, lo hicieron también en la Constitución vigente con la aquiescencia y sonrisa bobalicona de aquellos diputados provenientes la mayoría de las Cortes franquistas. Ese taimado y disfrazado caballo, dejado con disimulado abandono, igual que aquél, en la playa de dicho Preámbulo constitucional, tenía un nombre avieso y avisador, NACIONALIDADES; que era tanto como el reconocimiento de una trampa, de algo que nunca había existido en España, porque ésta es la única que tiene real e histórica existencia y se había formado, secularmente, con sus partes territoriales como nación. Por activa o por pasiva, esta nación no tendría la razón de su existencia sin los singulares territorios que la componen. A partir de ese momento, aceptando un inaceptable juego verbal entre nación y nacionalidad, dos sustantivos de la misma raíz y único significado, se va abriendo lenta, traidora y perversamente la trampilla de la barriga del caballo troyano-constitucional para que los separatistas emboscados en ella vayan saltando y asaltando las murallas de la fortaleza de España con el fin de derribarlas y someterla a saqueo y destrucción. Sobre esta dualidad verbal, y referido al caso, nación y nacionalidad, alguien ha escrito que no ve “diferencia sustancial alguna que no sea la derivada del deseo e imposición de ambigüedad de la Constitución Española de 1978”.

A partir de entonces, el desbarre de la actuación y de los actos por parte de los políticos nacionales y administradores del Estado Español toman tal calibre que es España, la nación, la que comienza a desdibujarse en su identidad, a tal extremo que en estos momentos viajando por sus tierras y hablando con algunas de sus gentes se nota una pasividad sino indiferencia, unido a un temor que puede explicarse, cuando les hablas del riesgo en que se halla nuestra nación.

Desde el primer Gobierno de la democracia, el de la UCD, comienzan las cesiones ante los emboscados separatistas. Siguen los gobiernos del PSOE. Vienen los de Aznar. Cruzamos seguidamente la etapa más miserable y estomagante de la gobernación de España, con el “bobo solemne” –de cuyo nombre mejor es no acordarse-, uno de los tipos más nefastos que haya malparido la política de esta nación; para culminar en Mariano Rajoy Brey, del que algunos analistas políticos deducen, no por su acción sino por su inacción, que es el segundo Zapatero. Y no les falta razón. A sus barbas de Presidente del Gobierno de España, los separatistas se han reído incumpliendo sentencias de los más altos tribunales, Tribunal Supremo, Tribunal Constitucional, etc., sin que él cumpliera a su vez con el derecho y el deber, como poder Ejecutivo, de hacerlas cumplir hasta las últimas consecuencias; deshonrando así a la nación, a su Constitución, sus Leyes y sus Códigos y a su propio cargo. ¿Cabe mayor desvergüenza y cobardía?

En el ya largo recorrido de esta democracia, todos esos Gobiernos fueron cediendo poderes que ningún Estado de Derecho que se precie como tal puede y debe entregar. Se dirá que en algunos casos se hicieron concesiones a cambio de la posible gobernabilidad, a causa de la minoría en que se encontró alguno. Pero coincide que todos los Gobiernos, menos los de Zapatero “el Nefasto”, tuvieron en otro momento mayoría absoluta para poder recuperar las ilegítimas cesiones que se habían hecho en momentos de debilidad. Ninguno lo hizo ni lo ha hecho.

Un Estado de Derecho no puede ceder, porque pierde hasta ese título, poderes sobre los que basa su legitimidad y fortaleza. Ni la Defensa, ni la Sanidad Pública, ni la Educación Nacional, ni siquiera la Justicia, salvo una cierta descentralización en este caso, controlada, en las Autonomías para la agilización de la misma, pueden entregarse a entes, como los Gobiernos Autonómicos, en algunos de los cuales se sabía gobernaban políticos con ambiciones separatistas y rupturistas.

Pues se entregaron algunos. En el caso de la Educación, diremos con rotundidad que examinada a fondo la entrega, por sus resultados podríamos calificarla de una alta traición sobrevenida. Diecisiete Autonomías cuarteando y particularizando lo que debe estudiarse como un innegable e innegociable pasado común, ha servido para que aquéllas en las que se han hecho con el poder los secesionistas haya sido cambiada la Historia de España por un adulterado relato, trufado de absurdas mitologías, crónicas falseadas y fantasías tan contrarias a la verdad histórica como para juzgar a sus dirigentes y responsables como viles y traidores. En esas Autonomías varias generaciones de niños han sido educadas, con la deformación de esa verdad histórica, con una contrahecha conciencia y una retorcida consciencia, en el odio a la Patria común, España, enseñándoles, con demagogia, sinvergonzonería, insensatez y estulticia, que ésta los invadió en el pasado, que es tanto como decir que una nación se invade a sí misma. Todo ello montado sobre un negocio mercantilista en el que una parte, la menor, la más débil, la más cínica y tramposa, la de la minoría separatista, chantajea a la más fuerte, a la que tiene de su parte la razón histórica, a la que esgrime la más alta categoría como es la unidad de todos los españoles frente a la secesión de un puñado de ambiciosos y corruptos politiquillos. Pero es que en el resto de las Autonomías, como si se hubiera dado un fenómeno de imitación derivado de un medieval complejo de nuestra Historia, la taifa, se han aflojado en los planes de estudio y en la docencia de nuestro pasado el sentido de lo nacional para poner el acento en los particularismos de las tradiciones y folclores de cada región. En definitiva, no se enseña a los españoles en sus escuelas qué es España. De ahí la desespañolización de su pueblo, que viene a tener algún apunte de esperanza en hechos tan esporádicos y sentimentales como puedan ser las victorias europeas o mundiales de la selección de fútbol. Pobre bagaje.

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¿Cómo, pues, españolizar a España en estos momentos y circunstancias? La solución tiene más de radical que de etéreas promesas en los programas electorales de los partidos políticos, de las que ya ha dicho más de uno, están para no cumplirse.

Si con la desculturización y borregismo partidista y partidario que nos domina no es posible esperar un cambio de la situación, ¿le cabrá este desafío y responsabilidad de españolizar a España, como ha sido propio de las grandes hazañas, a una resuelta minoría plena de fe en su Patria?

Pedro Conde Soladana

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1 COMENTARIO

  1. El destrozo que han hecho los partidos políticos en en el terreno de la Educación Nacional, con sus leyes al respecto, es para darle una consideración de delito de alta traición. Tal es el daño causado a las nuevas generaciones en lo que es la auténtica cultura y sus raíces, raíces en las que está la trasformación y superación de cada individuo y la propia sociedad, que en una mera conversación con algún joven de hoy te das cuenta de la superficialidad e incultura que anega hoy a la mayoría de esa juventud. Hablar con algún profesor universitario que lleva recibiendo de años atrás a estas generaciones que entran en la Universidad, es como para que se te caiga el alma a los pies.
    Qué otra cosa podría pasar si con aquellas leyes y planes de estudio se ha llegado a atentar contra las bases del progreso cultural permitiendo a los alumnos pasar en los colegios de curso a curso con tres o cuatro suspensos, por ejemplo. Los principios de disciplina escolar, esfuerzo y desafío al propio yo, siempre tendente a la comodidad, han sido despreciados, inoculando en la ciudadanía, a padres, profesores, etc. el veneno de la molicie y el dejar hacer a quien no está aún preparado para regirse por sí mismo.
    Malditos los políticos, y son muchos, que han contagiado de su propia mediocridad a la sociedad y a las jóvenes generaciones que deberían impulsarla y trasformarla.

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