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El vuelco a la derecha es posible en las elecciones
Las elecciones las carga Dios o el diablo según a cada cual le vaya la «fiesta» de la democracia. En este caso, de confirmarse el martes los comicios de noviembre, la posible cuarta convocatoria electoral en cuatro años está cargada de incertidumbres sobre cuál puede ser el comportamiento del votante. No hay patrón que resista un esquema sin precedentes. Pero en los cuarteles generales de los partidos se han hecho ya las cuentas más básicas a partir de la premisa de que en las elecciones del 28 de abril hubo un empate entre bloques que el sistema electoral acabó inclinando del lado de la izquierda.
La Razón / En el contexto actual, las cuentas dicen que el vuelco el posible. La extrapolación de las últimas series electorales indica que bastaría con que se volviera a dar la participación de las elecciones de junio de 2016, que resultaron de la repetición de las generales de diciembre de 2015 también por el bloqueo político. Si esa participación de la primera repetición electoral se mantiene, y es a favor de la derecha, mientras que la izquierda se queda en casa por la frustración de la gestión de los resultados de abril, no superando los diez millones de votos, el centro derecha podría gobernar simplemente con mantener sus propios resultados.
Según un estudio de NC Report, tomando como referencia la encuesta publicada por LA RAZÓN el 2 de septiembre y la comparativa con los resultados del 28-A, PP, Ciudadanos y Vox deberían retener los 11,5 millones de votantes para que el vuelco sea una realidad. Los datos apuntan a un reajuste en el centro derecha en favor del PP, como ya se avanzaba en las encuestas publicadas por este periódico en los meses de agosto y septiembre. Aplicando el precedente de la anterior repetición electoral, las izquierdas perdieron el 13 por ciento de sus votantes. Dejar a las izquierdas en los 10 millones de votos es justamente considerar que como en 2016, mantendrán también la fidelidad el 87 por ciento de sus votantes.
De momento, lo que dicen las encuestas es que la inmensa mayoría de los votantes de izquierdas no quiere elecciones. Asisten con frustración y malestar al espectáculo de la negociación entre el PSOE y Unidas Podemos, y esto eleva el riesgo del castigo de la abstención. Ya no tienen, por ejemplo, el gancho del agitar el miedo a Vox. Y los datos apuntan, además, a que el electorado reparte prácticamente a partes iguales el fracaso de la investidura, al menos hasta ahora.
En el otro bloque, la situación, aparentemente, es muy distinta. Aquí, en teoría, son también mayoría los que quieren otra oportunidad para evitar un nuevo Gobierno de Sánchez. Una segunda vuelta les ofrece el incentivo de jugar el partido con la expectativa de revertir la situación, y este incentivo favorece la movilización, siempre y cuando acierten sus dirigentes en el discurso y en la estrategia. En contra siguen teniendo la división en tres siglas, pero esto no tiene por qué ser un elemento desmovilizador, aprenda o no aprenda el electorado de las consecuencias de esa división.
Aplicando los patrones de siempre, la sociología demoscópica se inclina a favor de la tesis de que la abstención romperá su equilibrio entre bloques en contra de la izquierda, y que esto puede alterar radicalmente el empate que dejó en abril el puzle que hasta ahora no ha sido posible que encaje porque los partidos han colocado sus estrategias partidistas por encima de cualquier otro interés. Luego también está la variable de cómo afecta al reparto de escaños la división en cada uno de los bloques. En el caso de la izquierda, el candidato socialista, Pedro Sánchez, tiene muy difícil no seguir dependiendo del líder de Unidas Podemos, Pablo Iglesias, incluso en el caso de que el PSOE le arrase en las urnas. Para librarse de esa «penitencia» hará falta que unas nuevas elecciones consiguiesen romper el «no es no» de Ciudadanos o del Partido Popular.
En un momento en el que la política se sostiene, sobre todo, en el principio de que lo que es, no es lo que se dice, los discursos confiados de los partidos respecto a sus posibilidades electorales están construidos conforme al mismo patrón de campaña que no ha dejado de condicionar su actuación desde las generales. Pero si se rasca entre los que saben de encuestas y elecciones, en ningún cuartel general se atreven a apostar fuerte sobre cuáles pueden ser los resultados de unas nuevas urnas.
Por eso en todos los partidos sorprende tanto que Sánchez esté dispuesto a jugarse de nuevo La Moncloa, y que Iglesias acepte jugarse el futuro de su propio liderazgo. La pasada semana, en el programa «Al Rojo vivo», en La Sexta, Iglesias reconoció que, si le fuera mal, pondría su cargo a disposición de su formación, de los inscritos. También sostuvo que después de unas nuevas elecciones mantendrá la exigencia de una coalición, pero con él dentro. Unas condiciones futuribles que están sometidas al principio de que Unidas Podemos no tenga un batacazo electoral.