Por Laureano Benítez Grande-Caballero elmunicipio.es
Una de las principales consignas con las que las élites revolucionarias manipulan a las masas adocenadas y borregomatrix para que le sirvan de carne de cañón en sus actividades golpistas es la de señalar un objetivo material a tomar, que sea la encarnación visible del ideal utópico que persiguen con la sublevación. Si las hordas rebeldes son maniobradas como si de un ejército se tratase ―aunque esté formado virtualmente por descamisados y desharrapados―, el objetivo al que se las dirige adquiere asimismo un rango militar, simbolizando su toma el éxito de la rebelión.
En un terreno estrictamente militar, ese objetivo puede ser un Rubicón que se cruza, unos Alpes que se atraviesan a lomos de elefante, un Toledo que capitula entre allahuakbares, una fortaleza como la Alhambra… pero la especialidad de las rebeliones de las masas consiste en asaltar palacios, preferiblemente de invierno, con monísimos principitos dentro y todo a los que decapitar después, pues los palacetes encarnan a la perfección la casta contra la que se dirige preferentemente el populacho desenfrenado y excitado por Robespierres y Lenines.
Nuestro Pablenin es original, pues en sus delirios megalómanos pretende, nada más y nada menos, que asaltar los cielos. No sabemos si es para quedarse en ellos entronizado como un Dios de la «gente», o para destrozar todo santuario que encuentre en la Patria Celestial, pues ya sabemos que este mesías de pacotilla no tiene patria, y además su color es el morado. Si a eso le añadimos su paranoica manía de poner como ejemplo a sus femenvestales que suspiran por quemar católicos, pues la escabechina del 36 ya está servida. Y, a falta de palacios, no me digan que podrían servirle unas cuantas iglesias, que algo hay que asaltar, oiga, para ser un Lenin-alfa.
Mas los tiempos han cambiado, y en el juego de tronos que persigue el coletudo y su turba parece que los palacios han quedado un poco demodé, un tanto out, ya que los reyes de ahora no son los de antes, rebozados en caviar, enjoyados hasta el tuétano, valseando entre pomposos funcionarios y cortesanos. Así que, a falta de Bastillas y palacios de invierno, en el monopoly de la insurrección al que juegan estos niñatos sólo queda el asalto al Congreso, con sus diputaditos dentro y todo. Y es que, como decía provocador el indio Puñoenalto, son todos unos potenciales delincuentes. O sea, que el Congreso vendría ser una Bastilla pero sin Bastilla, o un Palacio pero sin Palacio.
Confieso que hace tiempo que estoy sobresaturado de las continuas chorradas y estupideces de esta chusma impresentable, pero afirmar que la investidura de Rajoy es un golpe de Estado de la Mafia supera los límites más excelsos conocidos de la estulticia humana, porque no me digan que causa estupor y pasmo que te digan que es ilegítimo un gobierno del partido que ha ganado dos elecciones seguidas, la segunda por una amplia mayoría, y que arrasaría previsiblemente si se produjeran unos terceros comicios.
Si me he enterado bien, pactar para que gobierne el partido más votado no es democrático, sino golpista, mientras que es democrático y no golpista escrachear al Congreso, que representa la voluntad de la nación, pretendiendo secuestrar y adulterar el resultado de las elecciones.
Me causa estupor que esta masa ignorante ―incapaz de aceptar la derrota en las elecciones― pretenda ignorar el hecho incontestable de que el golpismo hubiera sido un frente popular formado por un aquelarre de partidos perdedores en cuyo programa figura la destrucción de la unidad nacional. A no ser que la enfermedad mental del fanatismo les impida calificar este engendro como una pura ilegitimidad y una tomadura de pelo de todo un pueblo.
Así que, en la visión maniquea del populismo más cutre y chabacano del podemismo, tenemos por un lado a una mafia golpista de diputados formada por delincuentes y potenciales delincuentes, que merecen ser arrojados a galeras por una «gente» que grita democracia mientras rodea, mancilla y violenta el Congreso que representa la voluntad popular, de esa «gente» que ellos ―y solo ellos― dicen representar.
Y es que estos zarrapastrosos no están hechos para comisiones aburridas, ni para reuniones en mesas y hemiciclos, ni para burocráticos despachos que harían languidecer su llama revolucionaria. No, ya que eso no vende bien en la televisión, no tiene la telegenia suficiente que necesitan para encandilar a sus aborregados auditorios, siempre ávidos de sálvames y barrikadas, de asaltos y escraches, de espectáculos y numeritos leninitas. Y eso es lo que seguramente pensará Pablete, que cada vez que oye a Rajoy le dan ganas de invadir Kongresos.
Bondad graciosa, que los delincuentes estén en el Congreso ―encorbatados, por supuesto―, mientras que los escracheadores y rodeacongresos sean patriotas irredentos, ciudadanos heroicos, demócratas nórdicos… en una palabra «gente», el pueblo guay que viene a rescatar la democracia del Congreso donde la tienen prisionera, como una damisela de cuento oriental.
Después de las elecciones esta turba de radicales se quedó con el culo al aire, y la cara partida con permanente gesto avinagrado y agilipollado. Sólo les queda el puño en alto, motivo de irrisión para quienes iban a cubrirse de gloria, y acabaron cubriéndose de ridículo.
Más el objetivo de estas jaurías asaltadoras apunta hacia horizontes más amplios, ya que están amenazando con asaltar también calles y plazas, estepas y collados, al grito de que ellos son «la gente», pensando que un pueblo pusilánime como el español se acojonará ante la «ley de la calle».
Pero que no se olviden de que también nosotros sabemos asaltar, y de que, si ellos tuvieron un 15M, nosotros fuimos capaces de asaltar al mismísimo Napoleón. Que tomen nota, pues sus mamelucos acabarán igual: pelearán como nunca, más perderán como siempre.