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Nostalgia de Yuste

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Emperador-Carlos-V
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Por Juan Manuel de Prada

Antes de expirar, Carlos V pidió que lo enterrasen en el altar de la iglesia, no debajo «por ser lugar exclusivo de los santos»

TANTO oír y leer de abdicaciones en estos días nos ha puesto melancólicos. E, inevitablemente, a nuestra memoria ha venido la estampa del anciano emperador Carlos V camino de Yuste, vencido por los años, los trabajos de la guerra y las intemperancias del apetito, baldadas las manos, doloridos los huesos, más descolgado que nunca el labio inferior, que fue el distintivo de su estirpe. Al abandonar el castillo del conde de Oropesa, última estación antes de llegar al monasterio jerónimo, pasó su litera entre dos filas de alabarderos formados, que arrojaron con tristeza las alabardas al suelo, porque ya no querían usar más aquellas armas, después de haberlas empleado en su servicio.

Llegó Carlos V a Yuste abdicado del mundo, del poder y de las riquezas, de la ambición y de las pasiones, abdicado también de la gloria que lo acompañó desde la cuna; y ansioso del abrazo de la eternidad. Con luto en el vestido y niebla en la mirada, sólo deseaba prepararse para la muerte, acompañado de su fiel confesor. Mandó tapizar su cámara con paños de negro terciopelo; y desde el lecho, con la cabeza bulliciosa de recuerdos orientada hacia el mediodía y el viudo corazón hacia poniente, oía misa todos los días, a través de una abertura practicada en la pared por la que los frailes jerónimos le daban la comunión. Derrengado en este lecho, con la voz asmática y la barba blanca y sin retajar, llegó a conocer a un mozo vestido de paje a quien llamaban Jeromín; y entonces recordó –la memoria en carne viva, los ojos esmaltados de lágrimas– sus retozos con Bárbara Blomberg, allá en Ratisbona, cuando la sangre todavía se le hacía fuego en las venas. Y el anciano Emperador se contempló en la mirada de águila de aquel mozo, hermoso como un doblón de oro, y supo que mantendría viva su gloria guerrera, cuando a él ya se lo hubiesen comido los gusanos.

De su otro hijo, Felipe, le llegaban noticias que lo inquietaban. Le contaban que había triunfado en San Quintín; pero Carlos lamentaba que no hubiese seguido en su avance hasta París. Y cuando se enteró de la derrota en Gravelinas, intuyó que la era de las grandes victorias tocaba a su fin; y que, tras su muerte, Europa entraría en fermentación, como el mosto en la cuba. Para espantar las inquietudes, el Emperador se rodeó de relojes que destripaba durante el día para después recomponerlos durante la noche. Y así, perdiendo entre los dedos engranajes y ruedecillas como se pierde el agua entre los mimbres de un cestillo, se le iban al Emperador las horas, las noches, los pulsos y latidos del corazón. Y, con la luz del alba, volvía a escuchar el tictac de los relojes que él mismo había montado, midiendo el silencio del mundo, poniendo música al tiempo que no vuelve jamás. Antes de expirar, Carlos V pidió que lo enterrasen en el altar de la iglesia de Yuste, no debajo «por ser lugar exclusivo de los santos», sino detrás, de modo que el sacerdote, al oficiar, pisase «la cabeza y los pechos» de quien fue señor del atlas. Y así entregó Carlos V el alma al único Soberano más poderoso que él.

Hoy no quedan frailes jerónimos en Yuste, convertido en varadero de turistas; los relojes han enmudecido su tictac porque son digitales; y los altares han sido cambiados de sitio, para que los curas puedan mostrar el culo al sagrario. Si Bárbara Blomberg volviera a quedarse embarazada le pagarían un aborto, alegando peligro para la salud psíquica de la madre, y don Juan de Austria se iría directo al limbo sin pasar por Lepanto. Los reyes, en fin, ya no pueden abdicar del poder ni de la gloria que no tienen; ni ansiar el abrazo de la eternidad, en la que no cree el sacrosanto Estado aconfesional. Y es que vivimos una época plebeya que sólo nos inspira asco y náuseas.

Artículo de Juan Manuel de Prada publicado en el diario ABC.

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