Por Laureano Benítez Grande-Caballero para elmunicipio.es
Atardece en la sabana africana. Al pie de un baobab, un grupo de hienas con hocicos ensangrentados se disputan los restos de un antílope que una manada de leones ha abandonado después de saciarse. Sus histéricos gruñidos revientan el silencio del crepúsculo, sus agresivas tarascadas de unas contra otras disputándose la carroña violentan la serenidad arbolada en la que pasta un lejano rebaño de cebras.
Por allí merodean también los últimos de la cadena, unos buitres con su cuello cervantino de lechuguilla, que silban haciéndose los despistados mientras esperan su turno.
¿A qué escena de la vida política española le recuerda este episodio africano? ¿Llegan hasta usted las risas de las hienas que en el Kongreso se enseñan los dientes entre espumarajos para disputarse las poltronas y los ministerios, las prebendas y los despachos, las escoltas y los aforamientos? ¿Ve usted al cóndor pasar por los cielos de la Carrera de san Jerónimo, acompañado por los flautaperros? ¿Espera usted que del Kongreso emerja una fumata blanca que diga al mundo que en España ya hay vicepresidente, entre volutas de porrofumeiro y musiquilla «hip-hop»?
La risa de las hienas podemitas y sociatas… pero las lágrimas de los cocodrilos agazapados entre los juncos de los pantanos genoveses, listos para un desguace de marroquinería, zapatería y bolsos. Entre la arboleda de los sillones, un león coletudo bosteza aburrido, carne de documental, embaucador de las gacelas que pastan en las terrazas de la España que se amodorra en las sábanas neoafricanas… Un león llamado Condemor, el engañador de la pradera.
En otro despacho, en otra sabana, siniestros depredadores se conjuran para repartirse España como si fueran mariscales ―por aquello de que les va el marisco―, apurando sus brandies, luciendo en la pechera condecoraciones compradas en el Rastro, bien arremangados ellos, corbata aflojada, hablando extraños dialectos sacados de Enigma, jugándose a los naipes quién se queda Boston y para quién quedará Califonnia.
Las Cortes, sí, los cortes de mangas de los depredadores a las gacelillas que no se enteran de nada… El Corte venezolano, desfilando en pleno sus guayaberas por la pasarela de san Jerónimo, que de santo pasó a ser indio caribeño con cinta en el pelo, apache para más señas, cazador de gacelas en las praderas de España, que también en nuestra Patria se pueden hacer documentales, oiga, pues ya sabe dónde empieza África.
Hienas, leones, gacelas… ¿No queda nadie más? Sí: ¡El uniconnio! Ahí lo tienen, en un rincón, en su guarida cavernosa, amedrentado ante el apocalipsis de hienas y buitres que amenazan con despedazarle. Y sí, es azul, azul PP, igualito que el que perdió Silvio Rodríguez no se sabe bien dónde, pero seguramente que no en Varadero: «Mi unicornio azul ayer se me perdió. No sé si se me fue, no sé si se extravió. Y yo no tengo más que un unicornio azul. Si alguien sabe de él, le ruego información».
Yo le preguntaría por su paradero a una Dama, a aquella que luce esplendorosa en la hermosísima colección de tapices flamencos del siglo XV conocida como «La Dama y el unicornio». Esta Dama no es que sea como aquella señora de pechos al aire que guiaba al pueblo en forma de Libertad, pero también nos podría servir como personificación de una España que está siendo guiada hacia su Armageddon, con Balsa de la Medusa y todo, cuyos cadáveres son ya carne de hiena, carroña buitrera.
La tal Dama aparece en los tapices flanqueada por un león ―a su derecha―, y un uniconnio ―a su izquierda. En algunos aparece, en clave iniciática, un macaco juguetón, que podría ser el pequeño Nicolás igual que el Wally que se perdió vete a saber dónde, igual que el pobre uniconnio.
Sin embargo, yo actualizaría los tapices para que sirvieran mejor a la hora de ilustrar el cataclismo que aguarda a nuestra Patria: a la derecha de la Dama ―o sea, de España―, pondría al macaco ese, pintadito de rojo, y le daría el nombre de «Pedrito»; a su izquierda pondría una hiena reidora, de color morado, llamada Pablito.
¿El uniconnio? De color azul, por supuesto, respondería al nombre de PePe, y andará perdido por ahí, en una sabana más que en un tapiz, descansando a la sombra de cualquier baobab, carne de milonga, pasto de balada que de la selva va al Silvio.
Como música de fondo, la heladora risa de las hienas, el flap-flap de la buitrería… y la balada de Silvio el cubanito, cantando aquello de «Mi España azul ayer se me perdió. No sé si se me fue, no sé si se extravió. Y yo no tengo más que una España azul. Si alguien sabe de ella, le ruego información».