Las siete cesiones capitales de Pedro Sánchez al separatismo
En los ocho meses en el poder de Pedro Sánchez, siete cesiones capitales, casi una al mes, y otras tantas más de carácter venial.
El Gobierno socialista vende pulcritud y normalidad en su trato con las autoridades catalanas pero, sin franquear la barrera de la Constitución, el presidente ha sobrepasado líneas rojas impensables hasta la fecha.
LD / El primer gesto llegó con el primer Consejo de Ministros el 9 de junio. Una ‘novata’ portavoz Isabel Celaá anunciaba el levantamiento del control financiero a la Generalidad de Cataluña «como gesto de normalización» tras el fin de la aplicación del artículo 155, con el que el Consejo de Ministros suspendía de forma automática el control a las cuentas de Cataluña para que los bancos pudieran realizar pagos sin pasar por el control del Gobierno central. Un trámite derivado del final del 155 que el Gobierno vendió como propio atendiendo a una de las reclamaciones del recién estrenado presidente catalán, Quim Torra, que metió en el mismo saco la segunda reclamación: las embajadas.
Esta fue la primera gran cesión del Gobierno: la reapertura de las cerca de 12 ‘embajadas’ catalanas en el exterior (Alemania, Francia, Reino Unido, Bruselas, Irlanda, Italia, Suiza y EEUU entre junio y noviembre), que motivó estas palabras de la portavoz Celaá: «el Gobierno asiste con respeto y normalidad a la apertura de embajadas». A sus declaraciones siguió una amenaza del ministro de Exteriores, Josep Borrell, que derivó en la presentación de un recurso contencioso ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña contra la Ley de Acción y Servicio Exterior. Quedó en nada y las embajadas siguen abiertas.
Cumplidas dos de tres, faltaba una: los presos. Y esta también llegó a las pocas semanas. Primero con el traslado de los presos catalanes a las cárceles de Cataluña, según el Gobierno «por su propia seguridad y para facilitar el trabajo del juez de instrucción». Un acercamiento de Junqueras, Romeva, Cuixart, Sánchez, Bassa y Forcadell que se produjo apenas un mes después de la toma de posesión de Pedro Sánchez, en el mes de julio y, curiosamente, unos días antes de que se produjera la reunión entre Sánchez y Quim Torra en el Palacio de la Moncloa en la que Torra no se movió un ápice de sus postulados maximalistas y el Gobierno sí, aceptando que se hablara del referéndum en Moncloa con lazos amarillos de por medio.
Una reunión en la que el Gobierno de Sánchez puso todas sus esperanzas en consolidar su «política de apaciguamiento» y de la que tendría que salir un segundo encuentro: la vuelta, en Barcelona, en el mes de septiembre. Fue exactamente entonces cuando afloró el debate de los indultos. Cuando el Ejecutivo intentaba cerrar su segunda reunión con Torra en la Ciudad Condal, a las puertas del aniversario del 1 de octubre, el Gobierno se convirtió en orquesta por unos días insinuando que se planteaba indultar a los líderes del ‘prusés’.
Desde la delegada del Gobierno, Teresa Cunillera, a la vicepresidenta, Carmen Calvo, pasando por el titular de Exteriores, Josep Borrell, o la de Política Territorial, Meritxell Batet, se afanaron en defender que «si el juicio se alarga, sería lógico no alargar la prisión preventiva». Pero la guinda la puso el presidente del Gobierno en un claro mensaje velado, más bien escondido, al defender, sin descartar los indultos, que compartía «con la delegada que falta empatía». Un rechazo a descartar los indultos que se produjo nuevamente en sede parlamentaria a preguntas de la oposición.
El mensaje ya estaba mandado pero no sirvió de nada. La exigencia de ERC y PDeCAT era que el Gobierno diera instrucciones a la Fiscalía General del Estado y eliminara las acusaciones sobre los nueve presos del 1 de octubre para sentarse a la mesa y negociar los Presupuestos. Y ése fue el momento en que el Gobierno acometió una nueva cesión: la rebaja de la acusación de la Abogacía del Estado descartando el delito de rebelión y provocando que el único Abogado del Estado que defendió lo contrario fuera cesado «por cuestiones de confianza».
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El presidente Sánchez lo aderezó con una declaración en el Congreso, en respuesta a ERC, en la que defendió por qué a su juicio, y utilizando una doctrina del popular Federico Trillo, no se podía utilizar el delito de rebelión en estos momentos en la causa del Procés. Pero esto tampoco fue suficiente. Por ello, los ideólogos de la política territorial del Gobierno abonaron el terreno -previas reuniones entre Carmen Calvo, Artadi y Aragonés y varias de la Comisión Bilateral-, para cerrar la segunda reunión Sánchez/Torra en el formato de una Cumbre entre estados de igual a igual. Fue el llamado ‘Pacto de Pedralbes’, cuya cesión superlativa se encumbró con la supresión de una referencia al texto constitucional en un documento pactado con el gobierno catalán, que aprovechó el encuentro para destilar su desprecio hasta en la tinta de las flores amarillas que adornaron el evento a las puertas de las Navidades.
El Gobierno no ha tenido nunca que rendir cuentas de esa renuncia ante las autoridades catalanas porque Moncloa llegó a intentar impedirlo en el Consejo de Ministros que se celebró al día siguiente en Barcelona, pero este hecho sólo sirvió de caldo de cultivo para el último pecado capital del Gobierno de Pedro Sánchez: la aceptación de un mediador que exigía ERC por la mañana y que anunció la vicepresidenta por la tarde provocando la implosión del PSOE. El Gobierno se dice «sorprendido» por las críticas y vende «normalidad». Aunque lo queda claro en estos ocho meses es que Pedro Sánchez siempre quiso conseguir la aprobación de los Presupuestos cueste lo que cueste y que está a un paso de conseguirlo.